viernes, 30 de octubre de 2009

La peste de los nombres

En el pueblo cuando alguien se moría ponían su nombre a una calle. Cuando se agotaron pasaron a los canales, las plazas, los parques, las escuelas, las casas hasta agotar los espacios. Frente a tamaña crisis, El Honorable Consejo de Gobierno hizo una reunión y dictó un decreto: de ahora en más cuando muriera gente de prestigio para no despojarlos de la posibilidad de inmortalidad compartirían calles y plazas con nombres simultáneos y/o sucesivos. Por ejemplo Pérez y Fernández o Pérez /Fernández alternando semanas y días pares con los impares. Las medidas inducían a confusiones a carteros y turistas. Armaron un folleto explicativo pero –poco a poco- la gente dejó de pasar por un pueblo que los detenía con tantas explicaciones. Aún compartiéndolos los lugares se agotaron ante la capacidad de trabajo de la muerte. Los pueblos vecinos, aterrados ante esta peste de nombrar, decidieron aislarlos. Mediante otro decreto extendieron la capacidad de nombrar a las cosas, eliminando los nombres comunes- por ejemplo mesa, casa – sustituyéndolos nombres propios. Poco a poco se llegó a identificar los nombres con las cosas y se borraron límites en la memoria de la gente que, peligrosamente, mezclaba todo al no poder recordar. El Gobierno tomó medidas drásticas ordenando que los recién nacidos no llevaran nombres sino números lo que permitía repetir hasta el infinito, provocando un enredo de vidas. Las familias importantes protestaron contra este atentado que les impedía perpetuarse en pomposos nombres sumiéndolos en vergonzoso y gris anonimato. La crisis se agudizó: miles de recién nacidos aguardaban su bautismo y los muertos asediaban sedientos de perpetuidad. Después de un largo tiempo de silencio y desconcierto un joven que aguardaba su bautismo hacía veinte años, se rebeló y propuso que todos se llevaran su nombre al más allá o lo dejaran de este lado que allí no les serviría de nada ya que la única inmortalidad era la de los frutos y el polvo; propuso que la memoria popular resolviera qué olvidar y qué recordar sin andarle haciendo tantas señas sobre cosas tan banales como los nombres. Una multitud sin nombre respaldó su propuesta que fue aceptada a regañadientes por las autoridades. Por fin el pueblo pudo dedicarse a la vida y, sin la obligación de eternidad, pudo buscar la felicidad en el más acá y en el más allá.
Carmen Perilli
Publicado en La Gaceta Literaria, Diario La Gaceta de Tucumán,

No hay comentarios:

Publicar un comentario