lunes, 22 de agosto de 2011

Comentarios


Leo que para muchos es una película sensiblera, a mí me fascinó.Las actuaciones y la trama son muy buenas. Obviamente nadie puede creer que 30 años después los músicos toquen Tchaikovski, pero eso es el arte. La Rusia soviética está muy bien pintada a través del pastiche. Por supuesto recuerda a muchas pelìculas donde el concierto es el momento de armonía.

El concierto

Título original: Le concert. Dirección: Radu Mihaileanu. Países: Francia, Italia, Rumanía y Bélgica. Año: 2009. Duración: 119 min. Género: Comedia, musical. Interpretación: Alexei Guskov (Andrei), Mélanie Laurent (Anne-Marie), Dimitri Nazarov (Sacha), Valeri Barinov (Iván), Miou-Miou (Guylène), François Berléand (Olivier), Anna Kamenkova (Irina), Lionel Abelanski. Guión: Radu Mihaileanu; con la colaboración de Matthew Robbins y Alain-Michael Blanc; basado en un argumento de Héctor Cabello Reyes y Thierry Degrandi. Producción: Alain Attal. Música: Armand Amar. Fotografía: Laurent Dailland. Montaje: Ludovic Troch. Diseño de producción: Christian Niculescu y Stanislas Reydellet. Vestuario: Viorica Petrovici y Maira Ramedhan Lévy. Distribuidora: Vértigo Films. Estreno en Francia: 4 Noviembre 2009. Estreno en España: 12 Marzo 2010

El prestigio de la pobreza por Darío Rojo-Ñ

El inevitable relato de la construcción de la figura de un escritor es uno de esos tópicos que suelen emerger periódicamente en cualquier terreno en el que se cultive el gusto por las bellas letras. El tema –que no es otro que el de la vida del escritor, su voluntad de escritura, y sobre todo su incorporación en la materia misma de la literatura– se actualiza según las valoraciones que el tiempo aplique a la literatura y a la conducta de los hombres. De esa manera es que ciertos hechos son vertebrados por juicios de valor en pos de la efectividad de la creación de sentido y la articulación de la belleza. Esos hechos, al igual que determinadas conductas son, literalmente, innumerables, mas no sus regencias operacionales.

Respecto a estas regencias, considerando las menos comunes podríamos pensar que en tiempos de Federico II la habilidad de un escritor para cazar con aves era vista con buenos ojos, al punto de sumar en su valoración literaria por permitir a los lectores articular valencias abstractas y características de estilo por medio de ejemplos concretos relacionados con la vida. Así como también, en ese mundo en el que la cetrería es una actividad prestigiosa, el escritor por el simple hecho de pertenecer a ese mundo restringido se convierte en partícipe de ese prestigio. Aunque en este ejemplo excesivamente distante se alude a una habilidad específica, uno de los aspectos habituales que suele intervenir como regencia e influir entre las variables de lectura del combo obra-vida es probablemente la economía.

El lenguaje registra una relación entre la virtud y lo económico. En los términos nobleza y humildad se puede ver cómo, con valencias opuestas, están presentes tanto una cualidad espiritual como una diferente clase social. En un mundo totalmente alejado del presente y del espacio argentino, en una monarquía idílica de cuento de hadas un título de nobleza –que aludiera a gente proba y de máxima elevación moral– podría funcionar como un verdadero argumento de autoridad para convenir y solventar una visión "correcta" de la literatura frente a las otras que lejos están de hacer vibrar la cuerda que tensaría la historia mayor de esa rama del arte.

Construir un personaje

De modo equivalente podemos ver determinadas cualidades espirituales en la ausencia de la abundancia material, el esfuerzo, el modo de obtener lo que se tiene, la distancia con el exceso, las prebendas o los beneficios cercanos al poder. Y esto sumado a que en un mundo de valores simbólicos el talento –en teoría– no se puede comprar, una especie de pobreza se puede convertir en un privilegio. Dentro de esta dimensión económica, curiosamente el acento está puesto en el origen humilde –quizás sea para diferenciar la absorción de cultura en los casos en que no media la voluntad– y no en el presente que habitan los escritores en el que, en efecto, la subsistencia es un problema.

Si abandonamos las consideraciones respecto al carácter personal y volitivo de la construcción de un personaje, igualmente podemos observar factores en juego ajenos a toda intencionalidad del autor. Y con esta aclaración leer la solapa del libro El Campito, editado por Mondadori en 2009, en la que dice de su autor: "Juan Diego Incardona nació en Villa Celina, en 1971. Hijo de un tornero italiano y una maestra argentina, estudió en un colegio industrial, donde se recibió de técnico mecánico, y después Letras en la UBA". ¿Cuál es la intención de la editorial al privilegiar estos hechos? ¿Hay una idea de cierta fricción de idiomas? ¿El lenguaje técnico es una de las claves para comprender el mundo que esbozan las narraciones del escritor? ¿Se alude a que el sujeto en cuestión es poseedor de la doble ciudadanía? ¿O lo que se está diciendo es que el escritor no nació en una cuna de oro, y que en la eterna tensión de la literatura argentina hay aquí una postura tomada?

Pensando que esta breve semblanza quizás ayude a alguien a acompañar la lectura de la obra, así como habrá quienes ni siquiera crean importante recalar en ella. Pero las palabras siempre flotan y este breve texto lleva a decir a Cecilia Eraso en una reseña "Juan Diego Incardona dice de sí mismo ser hijo de un tornero italiano y de una maestra argentina. No se puede ser más progresista. El industrial humilde y la generadora de sentidos. El que hace las cosas y la que enseña los gestos..." Aparece con esto una manera de leerlo.

Con un espíritu similar, en una entrada del Diccionario razonado de la literatura y la crítica argentinas del siglo XX (El 8vo. Loco) se lee "Diana Bellessi, hija de inmigrantes italianos" lo que ahí mismo resuelve un problema escritural porque "la concepción de la poesía de Bellessi pasa por la oralidad, ya que rescata el carácter iletrado de su familia de origen. Al italiano que se hablaba en su casa, suma el 'sonido' de voces guaraníes o quechuas que escuchaba en boca de los trabajadores del campo de su provincia." Y en la misma tesitura nos enteramos de que "en 1975 retorna al país y preocupada por otra de sus constantes poéticas, la cuestión social, decide vivir en Fuerte Apache." No creo que sea necesario comentar esta cita, pero bien podríamos considerar que estos argumentos que se basan en la experiencia biográfica se encuadran en la figura del escritor prócer, en el que la dicha y el sufrimiento personal están unidos a los destinos de la patria, lo que automáticamente convierte a esa escritura en un bien nacional.

Estos ejemplos actualizan en un modo general distintas problemáticas. Pero, a la vez, pareciera que entorpecen la discusión sobre las obras, al crear una división moral de pertenencia, que ubica a quien las ponga en cuestión en un sitio ideológico reconocidamente condenable, sea cual sea el horizonte estético que se intenta poner en funcionamiento. De todos modos hay preguntas que seguramente siguen siendo válidas: ¿Se utiliza a la pobreza como símbolo de prestigio literario? ¿Existe un discurso que puede llegar a cobijar el usufructo de este desapego involuntario?


LITERATURA19/08/11 - 11:54

Artículo de Canaparo en "Confines"



portada



La finalidad literaria
Claudio Canaparo

Aquello que podríamos entender como el pensamiento rioplatense puede caracterizarse como un problema aristotélico por cuanto la noción de fin se entiende con frecuencia con relación a la idea de causa –sea ésta lógica o ideológica. Como se sabe, el vocablo “fin” traduce el griego teloz, que originariamente significaba “cinta”, “venda”, “vendaje” o “ligadura”. Desde entonces, teloz también ha sido entendido como “límite”, como “cumplimiento” y asimismo como “resultado” o “salida”. Cicerón resume esta variedad diciendo que teloz puede ser expresado como extremum (término extremo o final), como ultimum (objeto último u objetivo) y como summun (término supremo). Por último, el “fin” ha sido igualmente entendido en cuanto delimitación y, de cierta manera, en cuanto horizonte (oroz) de algo. Cuando alguien sostiene que el pensamiento rioplatense es un pensamiento literario, es esto último aquello que quiere significar.
Traer a colación entonces esta situación y esta etimología viene a cuento porque la hipótesis de este escrito es que la idea de literatura que prima en el ámbito rioplatense puede ser caracterizada en general como un problema de finalidad. La distinción corriente entre “fin” y “finalidad” –que traduce la distinción entre la causa final aristotélica y el fin en sí mismo– no es realizable –de acuerdo con nuestra hipótesis– en la mencionada idea de literatura. De allí que al explorar la noción local de literatura se presente da capo un problema epistémico: referir lo literario no es sólo definirlo por relación a un fin sino lucubrar el fin en sí mismo. La indistinción de eso que podríamos indicar como “lo literario” con relación a diversas disciplinas, la idea misma de que hay algo “literario” en cada disciplina, constituye un credo rioplatense que se remite al siglo XIX y a la idea de una República –sea de las Letras como de las Instituciones.


La ficción del folklore local

La teoría acerca de la literatura es presentada en la actualidad como lo literario en sí mismo –eso que podríamos indicar como literaturidad. Y esta persecución abstracta y académica de legitimidad sin duda puede ser entendida cuando se observa que lo literario en cuanto tal no se sostiene ya por sí mismo en sentido conceptual: el lenguaje ha dejado de ser un problema para aquello que en la actualidad es presentado por las editoriales como literatura. A diferencia de lo que sucedería durante el siglo XX, aquello que se entiende en la actualidad de las culturas dominantes por literatura no es ni lingüístico ni filosófico. La predicción de Jean-François Lyotard (1924-1998), quien en 1979 postulaba la periodización de la producción literaria (journalism), en el contexto de una cultura analítica en declive, es sin duda un hecho que pocos se animarían a cuestionar, aunque muchos lo ignoren por interés pecuniario. Las desleídas polémicas acerca de la tarea de lo literario en el ámbito local constituyen una ilustración contundente. Los artificios mediáticos locales entre Damián Tabarovsky (1967- ) y Guillermo Martínez (1962- ), así como los disparos en la sombra entre Tomás Eloy Martínez (1934- ) y Ricardo Piglia (1941- ), para no mencionar los patéticos comentarios de varios jubilados de la calle Puán, entre otras manifestaciones, conforman una antología casi perfecta de esta ilustración.
Y hay también otra cuestión respecto de este claim académico: la más generalizada forma de reivindicar una legitimidad para lo literario es asociarlo con una teoría de la ficción. Juan José Saer (1937-2005) y el ya mencionado Ricardo Piglia, entre otros, constituyen acabados ejemplos rioplatenses al respecto. Para decirlo en breve: definir un concepto de literatura en el Río de la Plata es ab initium plantear una teoría de la ficción. La imposibilidad de definir lo literario a partir de una práctica editorial o de una específica función comunitaria –como por ejemplo con eugenismo cierto solía hacer Borges– se puede explicar, como hemos sugerido, a partir de la autorreferencialidad que significa en el ámbito local la literatura dentro de la literatura. La escasa audiencia que la denominada literatura local tiene en el dominio internacional –cuando menos comparada con otras localidades en donde la producción literaria es significativamente menor– puede asimismo referirse a este problema endogámico y paradójico: la legitimidad de lo que se escribe viene de un afuera simbólico (valor cultural) pero que busca autenticarse sólo a partir de un grupo minoritario de lectores locales (valor institucional). Después de Borges, autores como M. Puig, A. Posse y C. Aira, entre unos pocos, constituyen sin duda la excepción a esta cuestión de una audiencia comercial reducida, pero la confirmación de una lectura autentificable sólo localmente. Los veinte años que Respiración artificial tardó en tener una minúscula y casi anónima edicion ibérica –por citar otro ejemplo– constituye una metáfora clara al respecto. Más aún, la difusión comercial alcanzada por algunos autores como los mencionados se debe en gran medida al hecho folklórico de constituir “literatura latinoamericana”, cuya proporción en el mercado debe obviamente ser cubierta. Y he aquí el punto que nos interesa explorar: aquello que se entiende en la actualidad por literatura se vincula menos con un texto determinado que con las funciones paratextuales que implica –o, más concretamente, con las funciones paratextuales que el texto mismo es puesto a ejercer. Que muchos autores locales tengan ediciones en otras lenguas no castellanas, por ejemplo, se explica menos por la calidad de una prosa que por las mañas y artimañas de algunos editores y agentes literarios –además, como ya dijimos, del aspecto folklórico que ejercen en el mercado no-local.


El contexto cognitivo

Dada la paratextualidad que mencionamos, puede entenderse por qué, a diferencia de lo que sucede en otras latitudes, en el Río de la Plata lo literario –mejor dicho, eso que indicaremos como la literaturidad– impregna casi todas las narraciones en sentido epistémico y sin importar las disciplinas o, mejor dicho, las narraciones que las disciplinas hacen de sí mismas cuando tienen que definir lo que son o constituyen. Explicar las condiciones de este conocer local entonces, es comprehender en gran medida cómo funciona esta literaturidad o, al menos, las condiciones en que se genera.
La preocupación acerca de una metodología en la producción científica, como ya ha demostrado Paul Feyerabend (1924-1994), y que también domina las preocupaciones epistémicas locales, constituye de por sí una perspectiva. La idea en dicho contexto de una doble metodología –ciencias naturales, ciencias humanas– atraviesa como es sabido las preocupaciones filosóficas en sentido historiográfico desde Immanuel Kant (1724-1804) en adelante. Y, al menos luego del primer Karl Popper (1902-1994), es tal vez Georg von Wright (1916-2003) en Explanation and Understanding (1971) quien mejor expone y resume esta perspectiva historiográfica.
La objeción de Feyerabend no se refería sólo al historicismo cierto de una cuestión acerca de algo denominado metodología –legislar sobre métodos, si se excluye el determinismo lógico como posibilidad, necesariamente es referirse a un sucedido, a algo ya pasado– del conocimiento sino, más relevante aún, al hecho de que tal distinción carece de relevancia cognitiva en un mundo donde las paradojas e inconmensurabilidades constituyen la base de las teorías. Aspecto éste que con gran sutileza Jean-François Lyotard retomará en Le différend (1983). De manera tal que el discurrir epistémico local se halla atravesado por una gran paradoja: las teorías constituyen un principio de entendimiento básico, pero la explicación de la explicación que constituye el objeto de esas teorías es al mismo tiempo otra teoría. La acepción de Paul Ricoeur (1913-2005) acerca de que la definición de metáfora está constituida por otra metáfora, parece conformar un paradigma insuperable del ámbito local.
Esta breve introducción bibliográfica pretende servir entonces para situar la idea de literatura de la crítica literaria que, en su máxima aspiración local, expone esta especificidad de corte kantiano como el máximo valor y argumento de legitimación. Y aquello que resulta realmente difícil es, bajo las condiciones de producción del conocimiento actuales, seguir pensando que existe algo específicamente literario con el sentido decimonónico que resulta del planteo de los críticos a partir de la perspectiva epistémica de von Wright. Que tal planteo persista con fuerza entre editores, periodistas y académicos, que en el mercado se ocupen de aquello que aún se indica como literatura, responde menos a explicaciones intelectuales que a estrategias institucionales, como por ejemplo bien señalara Pierre Bourdieu (1930-2002) al analizar el mundo académico de las Grande École en Francia. Las perspectivas historicistas en el sentido antes mencionado, como creo resulta evidente, poseen una relación natural con estrategias y justificaciones institucionales.
Un verdadero estudio “literario” local entonces no debería referirse tanto a tramas escritas en el siglo XIX o XX como a los comportamientos editoriales, comerciales y a las estrategias institucionales de los autores, es decir, al lenguaje que estos actores producen, a sus condiciones y a los cambios a que se hallan sujetos. Y tal vez allí podríamos entonces comenzar a desentrañar la componenda que hace posible, por ejemplo, que una misma persona sea crítico literario en un periódico, agente literario local, editor en el mercado y académico en la universidad.


El mal literario: la literaturidad

La hipótesis de quienes sostienen una teoría de la ficción como fundamento de la actividad literaria (Saer, Piglia, etc.) es que el concepto de ficción es el más abarcativo y poderoso desde el punto de vista semántico. Nada más ilusorio. La idea de ficción está ligada a una forma específica de producción literaria –la novela–, a una idea específica de autoría –el autor-periodista decimonónico– y a una noción del hecho literario que se asienta en una naif teoría de la representatividad de lo real –el naturalismo y el cientificismo filosóficos. Como ya ha sido puntualizado en otras áreas no literarias de estudio, la noción de ficción en el mundo contemporáneo no significa porque pretende significarlo todo. No hace falta explayarse acerca de las consecuencias epistémicas analizadas por ejemplo por Jean-François Lyotard o Paul Ricoeur respecto de la desaparición de los Grandes Relatos.
Bajo similares condiciones se produce un entanglement entre literatura y periodismo, no sólo por el cierto hecho biográfico de que la inmensa mayoría de los autores literarios posee credencial –material o imaginaria– de periodista, sino sobre todo por la común acepción epistémica de considerar a la escritura como una especie de instrumento invisible, maleable en apariencia a las pretenciones institucionales, biográficas o científicas de dichos autores. Sea por el extremo de una ignorancia objetivista o por el extremo de una confesión íntima convertida en narración, la gran mayoría de los autores literarios locales –narradores y críticos por igual–, pese a que en algunos casos se asegura lo contrario, considera a la escritura como un invisible device, es decir, como un instrumento maleable al ciento por ciento. Esto, como se sabe, ya ha sido comentado por filósofos europeos, bajo el nombre de journalism o, mejor dicho, de “journalisation" de la literatura. Y la consecuencia más inmediata de esta condición, como los mismos mencionados filósofos han puntualizado, es que la idea de que lo que entendemos por literatura se ha anglosaxonizado: con el precepto de que debe escribirse para ser entendido, sólo se publica aquello que puede ser estandarizado en términos de media o de lenguaje institucional de una determinada comunidad. Situación que no deja de tener un giro paradójico en el ámbito local: “escribir en difícil” ya no es efectivo no tanto porque nadie lo entienda –según creen algunos– como porque en sentido institucional ya no sirve y, en una estrategia autoral a largo plazo, se convierte en “una concesión al enemigo”.
La penetración de este modelo anglosajón –por llamarlo de alguna manera– no ha llevado a los autores locales a escribir en inglés; por el contrario, de manera paradójica, esta posibilidad es descartada ab initio con más ahínco que en el pasado y sin embargo escribir para la comunidad de adeptos se ha vuelto la norma de legitimidad y autenticidad semántica. La gran cantidad de referencias inmediatas y locales, por ejemplo, que los autores rioplatenses emplean en sus escritos se explicarían menos por un “compromiso con el presente” –del todo ilusorio a pesar de los académicos norteamericanos que se ocupan del asunto– que por una estrategia de contar lo que pasa en donde la escritura ha sido reducida a posición menor e instrumental.
Escribir “literariamente”, tanto como “críticamente”, se ha convertido en el Río de la Plata, como nunca antes, en una actividad corporativa y mediática en la que los resultados simbólicos y pecuniarios deben ser tangibles e inmediatos. Desde un punto de vista cultural, éstas son las verdaderas “invasiones inglesas”, por indicarlas de una forma histórica y según su proveniencia. De manera tal que, cuanto más “literario” se pretende un autor, menos relación con el espacio local posee y más conectado se halla con la idea del ámbito local como un mercado cultural periférico. Los variopintos autores literarios que contribuyen con su pluma en algunos periódicos de la Península Ibérica –cuya tarea principal consiste no por casualidad en “contar lo que pasa culturalmente en las capitales europeas” a los indígenas– constituyen un ejemplo interesante de esta situación.
El sentido de literaturidad como lo específico literario, como aquello que determina la especificidad de lo literario, no constituye ya una teoría o una realización lingüística, como se supuso durante gran parte del siglo XX, sino la ejecución lisa y llana de la literalidad, de lo literal en el sentido más estricto. El problema actual de lo que se llama literatura –y en lo que se iguala como decimos con la actividad periodística– es de significar lo que se dice o, dicho más sencillamente, que lo que es –aquello que significa– es lo que se dice. La dificultad o la cuestión de la interpretación en sentido hermenéutico es algo que ha desaparecido del horizonte de aquello que en la actualidad se entiende como literario. Y se entiende así mucho mejor la perspectiva escrituraria antes indicada.
La literatura –y en ello incluimos la llamada crítica literaria, los ensayos literarios y los debates acerca de la literatura– es una actividad periodística en sentido estricto: (1) existe semánticamente sólo en el mercado, (2) significar lo que se dice es su tarea primordial, (3) transmitir información agota el canal de comunicación con los lectores y, por último, (4) posee un ciclo de vida –de circulación– altamente limitado.
La literaturidad, en resumidas cuentas –por su carácter periodístico y por su situación epistémica en el contexto de una teoría actual del conocer–, es aquella actividad de escritura que adquiere significado a partir del paratexto. La insólita y efímera disputa acerca de la autenticidad de la trama de la premiada novela de Martín Caparrós (1957- ) Valfierno (2004) constituye sin duda en este sentido un caso casi insuperable. Insólita digo porque que dos o varios autores rioplatenses discutan la legitimidad autoral de contar un evento europeo es algo que sólo puede suceder en el Río de la Plata. De todas maneras, esto no debería de asombrar cuando, al observar las revistas literarias o culturales locales, y debido siempre a esta mencionada literaturidad, uno se encuentra naturalmente en las portadas con más nombres de autores europeos que locales. La paratextualidad en este sentido es quien realmente significa y da sentido al objeto cultural en cuestión. Y no es necesario puntualizar las “libertades” historiográficas –así como hermenéuticas y temporales– que dicha perspectiva, en un ambiente cultural donde la necrofilia aún produce muertos bibliográficos antes que biológicos genera.


La finalidad sin fin

El gran desafío cultural que este estancamiento epistémico de lo literario en términos locales genera, se traduce en una especie de obnubilación analítica por la cual, si bien en lo inmediato prima un pragmatismo supino guiado por valores simbólicos o pecuniarios, a largo plazo, por el contrario, el entendimiento es guiado por una perspectiva ilusoria y sumamente naif acerca de lo que sucede en otras latitudes y de las posibles conexiones con el ámbito local.
El límite del pensamiento contemporáneo está signado menos por el destino de instituciones políticas o académicas que por las posibilidades de concebir lo diverso, el cambio y las alternativas lingüísticas. Todo esto ya fue expuesto con brevedad y eficacia por Jean-François Lyotard en Le différend (1983). Y todo ello resultaría un detalle cultural menor en el Río de la Plata si no fuese por el hecho ya mencionado del entanglement que existe entre una noción de literatura y la acepción misma de pensamiento, de manera tal que los límites de lo posible en términos cognitivos se constituyen en inútiles fines literarios. Y si además se tiene en cuenta la local confusión entre finalidad y fin, se comprehende rápidamente la relevancia que posee la escritura del presente o, mejor dicho, la escritura de lo posible como única forma de mencionar, de indicar, la expectativa del porvenir. En pocas palabras: el presente no existe como tal sino a partir del horizonte de espera de lo que aún no tiene nombre ni locación. Y, claro está, el entendimiento del presente aparece entonces como la cuestión filosófica principal, sea este presente actual o un presente que ya fue. Y la producción literaria podría cumplir aquí una tarea interesante si en lugar de una actividad periodística estuviese planteada como un problema de escritura y lenguaje. Borges desde la tumba sonríe seguro de sí al constatar que, aún tantos años después, los autores locales siguen confundiendo la realidad con el cuerpo 12.


Las “ligaduras” de la diversidad

El estancamiento cultural sobre el que se basan los desarrollos literarios actuales responde entonces a una forma de concebir el pensamiento en donde se ignoran los problemas epistémicos que plantea la diversidad que caracteriza todo presente o, mejor dicho, las cuestiones que plantea todo devenir que no tiene nombre. La obsesión de aquello que en el Río de la Plata se entiende como literario con contar lo que pasa no es algo que sea atribuible sólo a un período del siglo XX sino que atraviesa gran parte de la historiografía.
No deja de ser interesante observar que la complejidad necesaria que se atribuye a la escritura literaria –el “escribir difícil”– no posee un co-relato epistémico, puesto que la inmensa mayoría de autores y críticos posee todavía una epistemología de carácter decimonónico en donde la realidad y la naturaleza, por ejemplo, siguen siendo entendidas como absolutas y kantianamente inaccesibles. La gran mayoría de los pactos de lectura o de los léxicos subyacentes –enciclopedias, diccionarios– en la producción narrativa de los autores literarios locales así lo prueba.
Sin embargo, un entendimiento filosófico del presente, como Lyotard ya notara en el mencionado Le différend, afronta tres posibles situaciones: (a) o los desarrollos y argumentaciones se realizan por analogía o simetría (causalidad, racionalidad, lógica); (b) o los desarrollos y argumentaciones se llevan a cabo por medio de paradojas (modernidad, clasificaciones históricas, taxonomías); (c) o los desarrollos y argumentaciones se establecen por medio de inconmensurabilidades. En sentido histórico y calendario podría decirse brevemente que el primer planteo dominó el pensamiento del siglo XIX, el segundo planteo habría caracterizado mayormente las cuestiones filosóficas del siglo XX y el último definiría la llamada post-modernidad o post-racionalidad del pensamiento. De todos modos, aquello que define nuestro tiempo es la contemporaneidad y constante cambio de estas tres situaciones, ya que, aun cuando diversos períodos históricos pueden ser asociados a una forma en particular, como ya sugerimos, las restantes no desaparecen sino que se transforman y perviven.
La hipótesis que aquí presento es que, dadas las condiciones locales ya analizadas, esta situación descripta por Lyotard se halla extremada en ámbitos periféricos como el rioplatense, y de allí entonces su pertinencia. Más aún, diría que habría todavía una forma local más que agregar al entendimiento del presente y que consistiría en (d) una cuarta situación posible donde el entendimiento filosófico del presente se instrumenta cuando los desarrollos y argumentaciones se realizan por medio de la escritura o a partir de una noción de pensamiento en el sentido del llamado constructivismo radical (von Glasersfeld, Piaget). Los desarrollos y cuestiones estarían signados allí por una idea de poética (poiesis) en sentido aristotélico, es decir, por un hacer creativo.
Y en este contexto es dable recordar que aquello que caracteriza nuestro pensamiento de la contemporaneidad, siempre según Lyotard, es justamente que estos tres aspectos –o cuatro si se quiere– funcionan como límite de lo pensable, no como posibilidad o apertura. Y es aquí donde puede constatarse el malentendido que existe entre los exegetas locales de lo europeo, cuando invierten sin notar los planteos de pensadores europeos, presentándolos como pensadores de lo posible cuando en realidad, en la historiografía filosófica europea, claramente se sitúan como autores de los límites y las fronteras. Los casos de Jacques Derrida (1930- 2005) y Gilles Deleuze (1925-1995) me parecen los más destacables en los últimos años.
Y seguramente es ya obvio al lector que la hipótesis final a plantear aquí es que una actividad literaria consecuente y eficaz debiera ser una escritura que establezca diversas conexiones (“ligaduras”) entre estas formas epistémicas de construir el presente como fase fundamental y previa para lucubrar una teoría del conocimiento.
Situación ésta que sin duda caracteriza y distingue culturalmente al Río de la Plata de otros ámbitos y latitudes. Siendo claro entonces que la situación periférica de lo que podríamos indicar como la cultura rioplatense no es una cuestión de autenticidad u originalidad sino de diversidad de lo igual respecto de los centros culturales dominantes.


La vuelta como fin local

Volvemos entonces, para concluir, al planteo artistotélico inicial: cuando el fin (causa final) y la finalidad (fin en sí mismo) constituyen una misma cosa, cuando la noción de fin se confunde con la acepción de causa, más que una cuestión conceptual tenemos un problema epistémico, por cuanto el lenguaje –o la escritura que, en este contexto, viene malamente a significar lo mismo– ya no significa lo que dice. Y por ello es que, hacia fines del siglo XX, no pocos autores locales invirtieron no poco tiempo en tratar de ilustrar este problema en las tramas de sus libros, aunque siempre quedándose a mitad de camino, como ya fue argumentado.
Predecir bajo estas condiciones un cambio literario, una vuelta al lenguaje y a la escritura, es tan incierto como sostener que los folkloristas locales que han alcanzado un cierto suceso de ventas en el mercado internacional van a re-escribir la historia de la literatura local después de Borges. Es probable sin embargo que las condiciones del conocer local, la manera en que las ideas y la cultura evolucionan, sean afrontadas como problema en otras áreas o disciplinas menos comprometidas con la literaturidad. Por paradójico no deja de ser cierto que quienes se ocupan específicamente de la cultura y de la evolución de las ideas, a juzgar por la pobreza epistémica ya mencionada, son los menos indicados para dedicarse al argumento. Es probable que quienes no estén interesados por dicho argumento en particular sean quienes a largo plazo realmente generen los cambios más interesantes.

----------------------------------------------------------------------
Pensamiento de los confines, n. 19, Junio de 2007 / Págs. 111 - 117


sumario | sumario núm. anterioes | artículos seleccionados | próxima edición | contacto






domingo, 14 de agosto de 2011

El otoño del sicario-Radar Libros


DOMINGO, 14 DE AGOSTO DE 2011
El otoño del sicario
El lujo, los excesos y la violencia emergen como los contenidos más fascinantes de una nueva narrativa y una nueva crónica periodística en América latina. La crítica ecuatoriana Gabriela Polit se dedicó a investigar la narcoliteratura que creció como expresión estética, en especial en Colombia y México. De paso por Argentina, Polit habla en esta entrevista de los libros de Fernando Vallejo, del periodista mexicano Alejandro Almazán, de los sicarios como los nuevos antihéroes románticos y de los narcos como caudillos que aspiran a un Estado paralelo.

Por Emilio Ruchansky
Colombia y México comparten el gusto por la cumbia, las playas de arena blanca y también una guerra permanente contra las drogas, sponsoreada por el gobierno norteamericano. En las dos últimas décadas, los periodistas y escritores que retratan la narcocultura en ambos países resultaron favorecidos por la industria cultural. Por lo pronto, el tema resulta tentador, narrativamente hablando. Abundan la traición, la lujuria, el riesgo y los crímenes en medio de una constante ilegalidad. Al mismo tiempo, la representación estética del fenómeno implica tomar ciertas posturas políticas y éticas. No tomarlas también configura una postura ¿o solo una pose? La investigadora ecuatoriana Gabriela Polit recorrió los dos países y entrevistó autores y lectores en busca de “hacer mapas de producción” de las novelas de narco en ciudades emblemas del narcotráfico como Medellín en Colombia y Culiacán en México. Es probable que no exista una división internacional del trabajo del narrador, pero sí hay tendencias. Y son más editoriales que literarias o periodísticas. “Ahora lo que caracteriza a América latina son novelas de violencia –dice Polit–, de ciudades sumamente violentas con protagonistas que son jovencitos y donde está muy presente esa idea del ángel caído porque los sicarios son chicos, con caras de niños, matando de una forma brutal.”
Polit es profesora de literatura en la Universidad de Austin, en el estado norteamericano de Texas, y a principios de este mes estuvo como invitada en el taller de “Crónicas de narcocultura” en la Universidad de San Martín, auspiciado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Entre otros libros, publicó en 2008 Cosas de hombres. Escritores y caudillos en la literatura latinoamericana del siglo XX (Beatriz Viterbo Editores) y una serie de artículos con diversos enfoques sobre narcotráfico, género y literatura.
“Sicarios, Delirantes y los efectos del narcotráfico en la literatura colombiana” y “La persuasiva escritura del crimen: literatura y narcotráfico” son dos ensayos en los que Polit analiza, entre otros textos, La Virgen de los Sicarios del colombiano (nacionalizado mexicano) Fernando Vallejo y Entre Perros, del periodista mexicano Alejandro Almazán. Ambas obras están narradas en primera persona, pero a través de un trabajo de hipercontextualización, Polit desgrana los modos de producción, la visión del conflicto, las elecciones éticas y los riesgos estéticos de ambos autores. Y todo esto, sin caer en lo políticamente correcto.
Fernando Vallejo
UN PAISA PROVOCADOR

El artículo de Polit “Sicarios, Delirantes...” comienza con una cita de Carlos Monsiváis, extraída de El narcotráfico y sus legiones, que trasluce una primera postura de esta investigadora ecuatoriana. “La emergencia del narco no es ni la causa ni la consecuencia de la pérdida de valores; es, hasta hoy, el episodio más grave de la criminalidad neoliberal”, escribió Monsiváis. Basada en el filósofo Emmanuel Levinas, Polit reafirma que “hay una dimensión ética en la lectura crítica” en ese artículo.

Usted señala que Vallejo, en La Virgen de los Sicarios, se limita a reproducir la imagen imperante de los sicarios y eso garantiza el éxito de su propuesta y refuerza una imagen hegemónica.
–Cuando leí esa novela estaba leyendo la producción literaria con un pie en un cuestionamiento ético, pero el planteamiento se modificó cuando fui a Medellín y entendí algo del campo cultural local y la percepción que hay de Vallejos ahí. Creo que la respuesta para hablar de la ética es una hipercontextualización. El planteamiento ético siempre responde a una cantidad de matrices y parámetros que la ubican específicamente y un poco eso fue lo que me hizo dar el salto: “Ok, leo novelas y son trabajos de ficción y me interesa la literatura como un discurso, pero quiero conocer cuál es el entramado social y cultural desde donde se producen y dónde se perciben”. Ahí me di cuenta de que mirar la narrativa del narco en esta hipercontextualización me acercaba a algo de la narrativa de lo que te aleja el mercado cultural. El mercado cultural que ofrece por igual una novela buena como La Virgen de los Sicarios o una novela mediocre como Rosario Tijeras.

Su lectura involucra las relaciones sociales de la producción literaria.

–Hago una lectura no solo estrictamente literaria, más cultural de esta producción y, a la vez, a mí lo que me interesa es leer una novela que disfrute. Puede ser la prosa, la manera en cómo se crean los ambientes, las atmósferas. Yo creo que esa novela es buena por un planteamiento literario pero muy problemática dentro del contexto colombiano.

Usted critica la misoginia de Vallejo, por ejemplo.

–Mi falta de tolerancia no es porque soy mujer solamente, sino porque toda la cultura del narco, y eso creo se aplica a varios lugares, es de un discurso tan misógino y las violencias masivas, las matanzas de las que oímos, esconden una violencia interna, de espacios íntimos, con niños, que lo que está dejando como rezago es una cultura que achata cualquier logro, tanto en Sinaloa como en Medellín. Yo no entrevisté a una sola escritora en ninguno de los dos lugares. Visité las librerías, los teatros y no vi mujeres. Y no digo que no haya, pero no tienen el mismo acceso que los hombres.

¿Cuál es su lectura sobre los elementos inmanentes del fenómeno de la ficción sobre el mundo del narco?

–Que tiene un montón de elementos para grandes relatos policiales: hay muerte, violencia, dinero. Además está la condición misma de un negocio ilegal, donde las leyes vienen por cuestiones más atávicas: lazos familiares, por ejemplo, y también otra serie de elementos que regulan un negocio ilegal y no pasan por la modernidad de un Estado sino por todas las relaciones que establecen justamente fuera de ese Estado. Llevado a la ficción, obviamente tiene un campo: la tradición, el machismo, la religión, la virgen, las imágenes, lo sagrado, lo profano, el honor, todo siempre atravesado por la corriente de sangre. Es un campo muy fértil.

¿Tiene raíces literarias?

–Si pienso en las novelas de caudillos, que investigué antes de llegar al narco, tienes un montón de cosas que se repiten: hay una cosa ambigua entre lo detestable que es el caudillo y lo fascinante que es una hipermasculinidad que todo lo puede, el poder que tiene. Es muy parecido a lo que pasa con el narco. Novelas como El Señor Presidente, Yo el Supremo, El otoño del patriarca, La muerte de Artemio Cruz, incluso Fin de fiesta o El incendio y las vísperas de Beatriz Guido. Desde el punto de vista de género, que está en ella y en algunas autoras mexicanas, cuando hablan de caudillos tienen una percepción de esa masculinidad como algo que los personajes tuvieron que ir construyendo, mientras que para los escritores, ese super poder, ese autoritarismo, es algo que viene dado con ese personaje. Esa perspectiva devela una construcción de la masculinidad como cierta pose. Diría que el caudillo es un arquetipo masculino que después se reproduce con otras características, en lo narco.

¿Cuáles son las diferencias y las similitudes?

–Con el caudillo es un mapa más claro políticamente, se critica a un tirano desde la izquierda. Ahora el Mal es mucho más etéreo, entonces ¿cómo representar a ese sicario que es víctima y verdugo a la vez? Cuando uno piensa en los muchachos de 17 años matando por plata no los puedes tomar como verdugos solamente. Hay una historia por la que llega a eso y ahí salgo de la ficción. Fui a los archivos de Medellín para ver cómo se reportaba la muerte de Rodrigo Lara Bonilla, el ministro de Justicia, que fue el hito de la aparición del sicario, y si tú ves las fotos de los diarios un mes antes, el narco está en la página 6 o 7, es una noticia desperdigada. El asesinato convierte en guerra el asunto del narco pero solo aparece la cara de un muchachito contratado por Pablo Escobar. Pero era el autor material, no ideológico. Ya no hay un mundo donde el escritor, el poeta, de manera romántica, al escribir contra el tirano de alguna manera lo asesina aunque sea metafóricamente.

¿Cómo considera la literatura de Fernando Vallejo en este contexto?

–La Virgen de los Sicarios se sostiene en profundos pilares literarios que no funcionan en otras novelas que tratan de acercarse al realismo y terminan siendo clichés. Leí bastantes artículos para escribir el mío y la crítica iba de la A la Z: los que veían una ironía o un protofascismo, creo que todos se sostenían. Más allá del logro o no logro de novelas como ésta, donde creo que mi trabajo podría aportar algo es en entender que el narcotráfico es un gran paraguas bajo el que están cosas totalmente distintas, y hay que entender estos contextos muy acotadamente para entender las diferencias que hay dentro de la cultura narco.

Usted analiza el filtro ético del uso de este género.

–Yo creo que Vallejo, la persona y el personaje, tiene una postura muy clara en sus declaraciones en público. Es como una extensión de esa estética que presenta. Hace como una performance y es muy coherente consigo mismo en ser un provocador.

Ser provocador no equivale a ser irresponsable.

–No es responsable y ese es el éxito en sus novelas, que es un poco lo que sigue manteniendo por fuera de las novelas. Tiene una irreverencia muy arraigada, eso es muy paisa, muy antioqueño. Es lo que hace que los paisas sí lo lean como una ironía, una ironía compartida.

Alejandro Almazan
EL REFUGIO LITERARIO

Alejandro Almazán vive amenazado, más de una vez caminó custodiado. Es un cronista de la cultura narco en Sinaloa, sede de uno de los cárteles más grandes de narcotráfico mexicano, donde la guerra contra las drogas se cobró más 40 mil muertos en menos de un lustro. Ganó el premio nacional de periodismo de su país en 2004, con Lino Portillo, asesino a sueldo, y escribió una novela llamada Entre perros, en primera persona, sobre un periodista que juega sucio para tener primicias. “Yo prefiero, donde la verdad es importante, escribir ficción”, dijo Virgina Wolf. Polit la cita. En parte, explica el paso trasnochado que hace Almazán del periodismo a la ficción.

Cuando menciona a Vallejo da la impresión de una mirada de la élite sobre los sicarios, en cambio Almazán, por venir del periodismo, parece hacer un movimiento opuesto, de abajo hacia arriba. ¿Cómo es ese otro movimiento?

–En el caso de Almazán, yo creo que él pelea mucho en la novela por desprenderse de la mirada periodística para incurrir en la construcción de personajes más épicos. Para mí, esa novela refleja lo que está pasando ahora en México. La imposibilidad de narrar esa violencia, al menos en Almazán, da paso a un giro cuando se enfrenta a la cuestión del asesino que narra el placer de matar, un momento espectacular de la novela. No te narra solo el asesinato, ni que el tipo es un hijo de puta, te narra que el tipo siente placer, que realmente disfruta haciendo eso. Y lo más interesante: Almazán no redime al narrador en ningún momento.

Hay una oposición a Vallejo porque Almazán explica las condiciones de emergencia del narrador y de los personajes.

–Totalmente, además Vallejo redime al narrador. En Entre perros, el narrador comete bajezas comparables a la bajeza del asesino. Pero no hay redención. El problema del libro de Almazán es que te cuenta la historia del narco en México de los ’80 para acá, hay una sobreexplicación. Pero la parte que me gusta, en ese mapa cultural, es que te está dando cuenta de un momento muy fuerte en México, en donde narrar la violencia es complejo y él lo lleva a ese extremo de mostrarte el placer del asesino y del narrador, te pone esa trampa y no los redime.

¿Por dónde se filtra la postura del escritor sobre lo que narra el narrador ficticio? Hay diferencias entre Vallejo y Almazán en ese punto.

–La diferencia es que yo leo la novela de Almazán y me voy a ver su vida, veo sus crónicas, me doy cuenta de que lo que nutre la novela son sus crónicas. El entrevistó a un asesino, que habla de la misma manera que habla el asesino de su novela, Almazán vivió experiencias muy tenaces porque cuando escribió esta crónica vivió amenazado. Me doy cuenta de que la ficción tiene un empalme con la autobiografía y hace un profundo recorrido introspectivo. En el libro de Fernando Vallejo, el yo, que también se llama Fernando, es un yo literario. Vallejo plantea un género “autobiográfico” pero a la vez constantemente lo problematiza, como un género literario que no puede existir. Cuando lo lees no estás viendo si es realidad o no, sino cómo explora a fondo un género literario, con pilares cimentados en la literatura de Balzac o Dostoievski. Las referencias de Almazán son las historias de narcos de México, las referencias de Vallejo son literarias: está metido en el lodo, haciendo literatura, y está narrando literatura casi casi como un esteta.

Los escritores que hoy trabajan sobre lo narco no indagan en el contexto en el que esto sucede: ¿lo ven como un impedimento?

–Para mí o para ti narrar lo narco es hablar de un mundo que vemos allá. Para los sinaloenses y para los paisas, es narrar lo que están viviendo, entonces no hay tanta diferencia. Ellos están escribiendo aquí y tienen que salir; el tipo que fue su compañero de colegio ahora es un capo narco y se saludan. Hay una continuidad y una naturalización de un montón de cosas, que ni tú ni yo las tenemos. Entonces no se ponen a estudiar, un sinaloense me decía: “yo no escribo sobre narcotráfico, yo escribo novelas”. En Medellín pasa lo mismo, escriben de lo que está pasando, nosotros podemos tener distancias, pero ellos no: ellos son parte de eso. De ese flujo que corre.

¿Estos escritores perpetúan ciertos prejuicios y valoraciones?

–Es distinto en Sinaloa, por ejemplo, porque el narco tiene una historia larguísima, hablas con un tipo de Culiacán y te dice: “Hace 30 años era una ciudad chiquita donde todos jugábamos al fútbol, el rico, el hacendado, el pobre, todos íbamos a la misma cancha los domingos, la banda éramos siempre los mismos”. De esos, muchos fueron a la cárcel, muchos pudieron ser sus amigos... Es distinto en Medellín, porque hay una larguísima historia de violencia, pero cuando sale el narco, se convierte en una larga violencia urbana que antes no se había vivido. Y con características totalmente nuevas: muchachitos jóvenes asesinando a diestra y siniestra, es un shock. Las narrativas de Sinaloa tienen un lenguaje donde no hay diferencias. El lenguaje del narco esta ahí, son los tipos. La sicaresca, si algo la caracteriza desde la crónicas de Alonso Salazar, es el glosario: hay que traducir a estos chicos.

Pero, literariamente, hay en la poética del narco algo que no tiene el caudillo: el caudillo va por el poder, quiere, en algún punto, ser presidente. El narco busca construir un estado paralelo.

–Cuando hago ese análisis, me voy a la historia propia. El narco en México nace en el siglo XX de la mano del PRI: y si revisas la historia, de donde viene esto, surge esto, algo que sorprendió a muchos. En Colombia sí se generó de un momento para el otro, de golpe, en los años ’60 aparece algo que antes no había. No es como en México, que hay una tradición de gente que sembraba, que se cruzaba la frontera en burro, es muy distinto. Y se nota en la representación. El criminal, que es el narco como en las novelas del mexicano Elmer Mendonza, es el personaje central pero no el malo necesariamente: el malo en la trama es solo una pieza. En la sicaresca de Colombia, en cambio, es una mirada de un ser emergente, que bajó de la comuna y que empezó a matar.

Alguien dijo que la ética siempre le tuvo envidia a la estética. Desde ese lugar, un esteta puede evitar y hasta burlarse de la responsabilidad social de la novela.

–Eso posiblemente lo digan narradores de ahora, en los años ’60 nadie se atrevía a decir eso. Era otro tiempo, los escritores se sentían una parte vital de un proceso histórico y social. Por ejemplo los escritores del boom latinoamericano eran un poco las vacas sagradas, se les preguntaba su opinión sobre los procesos sociales. Ahora mejor que no hablen. Yo creo que el papel del intelectual activo era mucho más fuerte en ese momento. Había toda una construcción del poeta civil, además la revolución cubana le dio una espectacularidad al mundo intelectual latinoamericano y europeo, que recayó sobre la responsabilidad de ser un intelectual, eso no es tan así ahora. Es otro el momento.

El otoño del sicario-Radar Libros


DOMINGO, 14 DE AGOSTO DE 2011
El otoño del sicario
El lujo, los excesos y la violencia emergen como los contenidos más fascinantes de una nueva narrativa y una nueva crónica periodística en América latina. La crítica ecuatoriana Gabriela Polit se dedicó a investigar la narcoliteratura que creció como expresión estética, en especial en Colombia y México. De paso por Argentina, Polit habla en esta entrevista de los libros de Fernando Vallejo, del periodista mexicano Alejandro Almazán, de los sicarios como los nuevos antihéroes románticos y de los narcos como caudillos que aspiran a un Estado paralelo.

Por Emilio Ruchansky
Colombia y México comparten el gusto por la cumbia, las playas de arena blanca y también una guerra permanente contra las drogas, sponsoreada por el gobierno norteamericano. En las dos últimas décadas, los periodistas y escritores que retratan la narcocultura en ambos países resultaron favorecidos por la industria cultural. Por lo pronto, el tema resulta tentador, narrativamente hablando. Abundan la traición, la lujuria, el riesgo y los crímenes en medio de una constante ilegalidad. Al mismo tiempo, la representación estética del fenómeno implica tomar ciertas posturas políticas y éticas. No tomarlas también configura una postura ¿o solo una pose? La investigadora ecuatoriana Gabriela Polit recorrió los dos países y entrevistó autores y lectores en busca de “hacer mapas de producción” de las novelas de narco en ciudades emblemas del narcotráfico como Medellín en Colombia y Culiacán en México. Es probable que no exista una división internacional del trabajo del narrador, pero sí hay tendencias. Y son más editoriales que literarias o periodísticas. “Ahora lo que caracteriza a América latina son novelas de violencia –dice Polit–, de ciudades sumamente violentas con protagonistas que son jovencitos y donde está muy presente esa idea del ángel caído porque los sicarios son chicos, con caras de niños, matando de una forma brutal.”
Polit es profesora de literatura en la Universidad de Austin, en el estado norteamericano de Texas, y a principios de este mes estuvo como invitada en el taller de “Crónicas de narcocultura” en la Universidad de San Martín, auspiciado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Entre otros libros, publicó en 2008 Cosas de hombres. Escritores y caudillos en la literatura latinoamericana del siglo XX (Beatriz Viterbo Editores) y una serie de artículos con diversos enfoques sobre narcotráfico, género y literatura.
“Sicarios, Delirantes y los efectos del narcotráfico en la literatura colombiana” y “La persuasiva escritura del crimen: literatura y narcotráfico” son dos ensayos en los que Polit analiza, entre otros textos, La Virgen de los Sicarios del colombiano (nacionalizado mexicano) Fernando Vallejo y Entre Perros, del periodista mexicano Alejandro Almazán. Ambas obras están narradas en primera persona, pero a través de un trabajo de hipercontextualización, Polit desgrana los modos de producción, la visión del conflicto, las elecciones éticas y los riesgos estéticos de ambos autores. Y todo esto, sin caer en lo políticamente correcto.
Fernando Vallejo
UN PAISA PROVOCADOR

El artículo de Polit “Sicarios, Delirantes...” comienza con una cita de Carlos Monsiváis, extraída de El narcotráfico y sus legiones, que trasluce una primera postura de esta investigadora ecuatoriana. “La emergencia del narco no es ni la causa ni la consecuencia de la pérdida de valores; es, hasta hoy, el episodio más grave de la criminalidad neoliberal”, escribió Monsiváis. Basada en el filósofo Emmanuel Levinas, Polit reafirma que “hay una dimensión ética en la lectura crítica” en ese artículo.

Usted señala que Vallejo, en La Virgen de los Sicarios, se limita a reproducir la imagen imperante de los sicarios y eso garantiza el éxito de su propuesta y refuerza una imagen hegemónica.
–Cuando leí esa novela estaba leyendo la producción literaria con un pie en un cuestionamiento ético, pero el planteamiento se modificó cuando fui a Medellín y entendí algo del campo cultural local y la percepción que hay de Vallejos ahí. Creo que la respuesta para hablar de la ética es una hipercontextualización. El planteamiento ético siempre responde a una cantidad de matrices y parámetros que la ubican específicamente y un poco eso fue lo que me hizo dar el salto: “Ok, leo novelas y son trabajos de ficción y me interesa la literatura como un discurso, pero quiero conocer cuál es el entramado social y cultural desde donde se producen y dónde se perciben”. Ahí me di cuenta de que mirar la narrativa del narco en esta hipercontextualización me acercaba a algo de la narrativa de lo que te aleja el mercado cultural. El mercado cultural que ofrece por igual una novela buena como La Virgen de los Sicarios o una novela mediocre como Rosario Tijeras.

Su lectura involucra las relaciones sociales de la producción literaria.

–Hago una lectura no solo estrictamente literaria, más cultural de esta producción y, a la vez, a mí lo que me interesa es leer una novela que disfrute. Puede ser la prosa, la manera en cómo se crean los ambientes, las atmósferas. Yo creo que esa novela es buena por un planteamiento literario pero muy problemática dentro del contexto colombiano.

Usted critica la misoginia de Vallejo, por ejemplo.

–Mi falta de tolerancia no es porque soy mujer solamente, sino porque toda la cultura del narco, y eso creo se aplica a varios lugares, es de un discurso tan misógino y las violencias masivas, las matanzas de las que oímos, esconden una violencia interna, de espacios íntimos, con niños, que lo que está dejando como rezago es una cultura que achata cualquier logro, tanto en Sinaloa como en Medellín. Yo no entrevisté a una sola escritora en ninguno de los dos lugares. Visité las librerías, los teatros y no vi mujeres. Y no digo que no haya, pero no tienen el mismo acceso que los hombres.

¿Cuál es su lectura sobre los elementos inmanentes del fenómeno de la ficción sobre el mundo del narco?

–Que tiene un montón de elementos para grandes relatos policiales: hay muerte, violencia, dinero. Además está la condición misma de un negocio ilegal, donde las leyes vienen por cuestiones más atávicas: lazos familiares, por ejemplo, y también otra serie de elementos que regulan un negocio ilegal y no pasan por la modernidad de un Estado sino por todas las relaciones que establecen justamente fuera de ese Estado. Llevado a la ficción, obviamente tiene un campo: la tradición, el machismo, la religión, la virgen, las imágenes, lo sagrado, lo profano, el honor, todo siempre atravesado por la corriente de sangre. Es un campo muy fértil.

¿Tiene raíces literarias?

–Si pienso en las novelas de caudillos, que investigué antes de llegar al narco, tienes un montón de cosas que se repiten: hay una cosa ambigua entre lo detestable que es el caudillo y lo fascinante que es una hipermasculinidad que todo lo puede, el poder que tiene. Es muy parecido a lo que pasa con el narco. Novelas como El Señor Presidente, Yo el Supremo, El otoño del patriarca, La muerte de Artemio Cruz, incluso Fin de fiesta o El incendio y las vísperas de Beatriz Guido. Desde el punto de vista de género, que está en ella y en algunas autoras mexicanas, cuando hablan de caudillos tienen una percepción de esa masculinidad como algo que los personajes tuvieron que ir construyendo, mientras que para los escritores, ese super poder, ese autoritarismo, es algo que viene dado con ese personaje. Esa perspectiva devela una construcción de la masculinidad como cierta pose. Diría que el caudillo es un arquetipo masculino que después se reproduce con otras características, en lo narco.

¿Cuáles son las diferencias y las similitudes?

–Con el caudillo es un mapa más claro políticamente, se critica a un tirano desde la izquierda. Ahora el Mal es mucho más etéreo, entonces ¿cómo representar a ese sicario que es víctima y verdugo a la vez? Cuando uno piensa en los muchachos de 17 años matando por plata no los puedes tomar como verdugos solamente. Hay una historia por la que llega a eso y ahí salgo de la ficción. Fui a los archivos de Medellín para ver cómo se reportaba la muerte de Rodrigo Lara Bonilla, el ministro de Justicia, que fue el hito de la aparición del sicario, y si tú ves las fotos de los diarios un mes antes, el narco está en la página 6 o 7, es una noticia desperdigada. El asesinato convierte en guerra el asunto del narco pero solo aparece la cara de un muchachito contratado por Pablo Escobar. Pero era el autor material, no ideológico. Ya no hay un mundo donde el escritor, el poeta, de manera romántica, al escribir contra el tirano de alguna manera lo asesina aunque sea metafóricamente.

¿Cómo considera la literatura de Fernando Vallejo en este contexto?

–La Virgen de los Sicarios se sostiene en profundos pilares literarios que no funcionan en otras novelas que tratan de acercarse al realismo y terminan siendo clichés. Leí bastantes artículos para escribir el mío y la crítica iba de la A la Z: los que veían una ironía o un protofascismo, creo que todos se sostenían. Más allá del logro o no logro de novelas como ésta, donde creo que mi trabajo podría aportar algo es en entender que el narcotráfico es un gran paraguas bajo el que están cosas totalmente distintas, y hay que entender estos contextos muy acotadamente para entender las diferencias que hay dentro de la cultura narco.

Usted analiza el filtro ético del uso de este género.

–Yo creo que Vallejo, la persona y el personaje, tiene una postura muy clara en sus declaraciones en público. Es como una extensión de esa estética que presenta. Hace como una performance y es muy coherente consigo mismo en ser un provocador.

Ser provocador no equivale a ser irresponsable.

–No es responsable y ese es el éxito en sus novelas, que es un poco lo que sigue manteniendo por fuera de las novelas. Tiene una irreverencia muy arraigada, eso es muy paisa, muy antioqueño. Es lo que hace que los paisas sí lo lean como una ironía, una ironía compartida.

Alejandro Almazan
EL REFUGIO LITERARIO

Alejandro Almazán vive amenazado, más de una vez caminó custodiado. Es un cronista de la cultura narco en Sinaloa, sede de uno de los cárteles más grandes de narcotráfico mexicano, donde la guerra contra las drogas se cobró más 40 mil muertos en menos de un lustro. Ganó el premio nacional de periodismo de su país en 2004, con Lino Portillo, asesino a sueldo, y escribió una novela llamada Entre perros, en primera persona, sobre un periodista que juega sucio para tener primicias. “Yo prefiero, donde la verdad es importante, escribir ficción”, dijo Virgina Wolf. Polit la cita. En parte, explica el paso trasnochado que hace Almazán del periodismo a la ficción.

Cuando menciona a Vallejo da la impresión de una mirada de la élite sobre los sicarios, en cambio Almazán, por venir del periodismo, parece hacer un movimiento opuesto, de abajo hacia arriba. ¿Cómo es ese otro movimiento?

–En el caso de Almazán, yo creo que él pelea mucho en la novela por desprenderse de la mirada periodística para incurrir en la construcción de personajes más épicos. Para mí, esa novela refleja lo que está pasando ahora en México. La imposibilidad de narrar esa violencia, al menos en Almazán, da paso a un giro cuando se enfrenta a la cuestión del asesino que narra el placer de matar, un momento espectacular de la novela. No te narra solo el asesinato, ni que el tipo es un hijo de puta, te narra que el tipo siente placer, que realmente disfruta haciendo eso. Y lo más interesante: Almazán no redime al narrador en ningún momento.

Hay una oposición a Vallejo porque Almazán explica las condiciones de emergencia del narrador y de los personajes.

–Totalmente, además Vallejo redime al narrador. En Entre perros, el narrador comete bajezas comparables a la bajeza del asesino. Pero no hay redención. El problema del libro de Almazán es que te cuenta la historia del narco en México de los ’80 para acá, hay una sobreexplicación. Pero la parte que me gusta, en ese mapa cultural, es que te está dando cuenta de un momento muy fuerte en México, en donde narrar la violencia es complejo y él lo lleva a ese extremo de mostrarte el placer del asesino y del narrador, te pone esa trampa y no los redime.

¿Por dónde se filtra la postura del escritor sobre lo que narra el narrador ficticio? Hay diferencias entre Vallejo y Almazán en ese punto.

–La diferencia es que yo leo la novela de Almazán y me voy a ver su vida, veo sus crónicas, me doy cuenta de que lo que nutre la novela son sus crónicas. El entrevistó a un asesino, que habla de la misma manera que habla el asesino de su novela, Almazán vivió experiencias muy tenaces porque cuando escribió esta crónica vivió amenazado. Me doy cuenta de que la ficción tiene un empalme con la autobiografía y hace un profundo recorrido introspectivo. En el libro de Fernando Vallejo, el yo, que también se llama Fernando, es un yo literario. Vallejo plantea un género “autobiográfico” pero a la vez constantemente lo problematiza, como un género literario que no puede existir. Cuando lo lees no estás viendo si es realidad o no, sino cómo explora a fondo un género literario, con pilares cimentados en la literatura de Balzac o Dostoievski. Las referencias de Almazán son las historias de narcos de México, las referencias de Vallejo son literarias: está metido en el lodo, haciendo literatura, y está narrando literatura casi casi como un esteta.

Los escritores que hoy trabajan sobre lo narco no indagan en el contexto en el que esto sucede: ¿lo ven como un impedimento?

–Para mí o para ti narrar lo narco es hablar de un mundo que vemos allá. Para los sinaloenses y para los paisas, es narrar lo que están viviendo, entonces no hay tanta diferencia. Ellos están escribiendo aquí y tienen que salir; el tipo que fue su compañero de colegio ahora es un capo narco y se saludan. Hay una continuidad y una naturalización de un montón de cosas, que ni tú ni yo las tenemos. Entonces no se ponen a estudiar, un sinaloense me decía: “yo no escribo sobre narcotráfico, yo escribo novelas”. En Medellín pasa lo mismo, escriben de lo que está pasando, nosotros podemos tener distancias, pero ellos no: ellos son parte de eso. De ese flujo que corre.

¿Estos escritores perpetúan ciertos prejuicios y valoraciones?

–Es distinto en Sinaloa, por ejemplo, porque el narco tiene una historia larguísima, hablas con un tipo de Culiacán y te dice: “Hace 30 años era una ciudad chiquita donde todos jugábamos al fútbol, el rico, el hacendado, el pobre, todos íbamos a la misma cancha los domingos, la banda éramos siempre los mismos”. De esos, muchos fueron a la cárcel, muchos pudieron ser sus amigos... Es distinto en Medellín, porque hay una larguísima historia de violencia, pero cuando sale el narco, se convierte en una larga violencia urbana que antes no se había vivido. Y con características totalmente nuevas: muchachitos jóvenes asesinando a diestra y siniestra, es un shock. Las narrativas de Sinaloa tienen un lenguaje donde no hay diferencias. El lenguaje del narco esta ahí, son los tipos. La sicaresca, si algo la caracteriza desde la crónicas de Alonso Salazar, es el glosario: hay que traducir a estos chicos.

Pero, literariamente, hay en la poética del narco algo que no tiene el caudillo: el caudillo va por el poder, quiere, en algún punto, ser presidente. El narco busca construir un estado paralelo.

–Cuando hago ese análisis, me voy a la historia propia. El narco en México nace en el siglo XX de la mano del PRI: y si revisas la historia, de donde viene esto, surge esto, algo que sorprendió a muchos. En Colombia sí se generó de un momento para el otro, de golpe, en los años ’60 aparece algo que antes no había. No es como en México, que hay una tradición de gente que sembraba, que se cruzaba la frontera en burro, es muy distinto. Y se nota en la representación. El criminal, que es el narco como en las novelas del mexicano Elmer Mendonza, es el personaje central pero no el malo necesariamente: el malo en la trama es solo una pieza. En la sicaresca de Colombia, en cambio, es una mirada de un ser emergente, que bajó de la comuna y que empezó a matar.

Alguien dijo que la ética siempre le tuvo envidia a la estética. Desde ese lugar, un esteta puede evitar y hasta burlarse de la responsabilidad social de la novela.

–Eso posiblemente lo digan narradores de ahora, en los años ’60 nadie se atrevía a decir eso. Era otro tiempo, los escritores se sentían una parte vital de un proceso histórico y social. Por ejemplo los escritores del boom latinoamericano eran un poco las vacas sagradas, se les preguntaba su opinión sobre los procesos sociales. Ahora mejor que no hablen. Yo creo que el papel del intelectual activo era mucho más fuerte en ese momento. Había toda una construcción del poeta civil, además la revolución cubana le dio una espectacularidad al mundo intelectual latinoamericano y europeo, que recayó sobre la responsabilidad de ser un intelectual, eso no es tan así ahora. Es otro el momento.

Feinman en Contratapa de Página 12

CONTRATAPA
Los muros contra la barbarie

14/0/2011
Por José Pablo Feinmann
No hay cosa que no se haya dicho acerca del Muro de Berlín. Era el símbolo de la Guerra Fría, del régimen estaliniano, de la esclavización del individuo, de lo que en verdad era el comunismo, de la ferocidad dictatorial, de la negación de la libertad. Todo esto se volcaba positivamente sobre el otro bloque de esa guerra, que tenía dos, uno soviético (malo) y otro norteamericano (bueno). El Muro era la corporización de la célebre “cortina de hierro”, frase creada por el eminente Winston Churchill, cruzado de la democracia, tipo peculiar, extravagante, gordo, con cigarro inalterable, con porte de estadista y de guerrero, la encarnación ardorosa e impecable del hombre que Rudyard Kipling diseña en su célebre texto “If”, el hombre imperial, el león invencible y sin miedo, el conquistador que lleva en sus bayonetas los principios de la libertad y de la democracia. Citemos su culminación: Si puedes llenar los preciosos minutos/ con sesenta segundos de combate bravío/ tuya es la Tierra y todos sus codiciados frutos/ y lo que más importa: ¡serás un hombre, hijo mío! De chico, en mi casa, el poema de Kipling estaba colgado en un cuadrito. Tal vez mi viejo tratara de sugerirnos cómo un hombre debía ser. A mí –para qué ocultarlo– no me ayudó para nada. Al contrario. ¿Todo eso había que ser para ser un hombre? ¿Perderlo todo a cara o cruz y empezar de nuevo como si nada? Si yo perdía un partido de fútbol en el potrero, o diez bolitas o quince figuritas, me quedaba aplastado no menos de tres días. O peor: no sólo jamás imaginaba que la Tierra sería mía alguna vez, sino que le tenía miedo. No siempre, pero sabía que era un lugar temible. De modo que ese poema ahí colgado, exigiendo desmesuras inalcanzables, me enseñó lo grandes que algunos podían ser y lo pequeño que yo era. No le pasó eso a Churchill. De aquí –entre otras cosas– las diferencias de nuestros destinos, que creo superfluo analizar. Churchill era un león majestuoso y eso le hizo decir: “Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente una cortina de hierro. Tras ella se encuentran todas las capitales de los antiguos Estados de Europa Central y Oriental”. Lo dijo en el Westminster College, Fulton, Missouri, el 5 de marzo de 1946. Esa cortina de hierro se cristalizó, cobró visibilidad con el Muro de Berlín. Churchill no se había equivocado.

Al Muro –ése, el de Berlín– lo derrumbaron el 9 de noviembre de 1989. Chico no era: tenía 50 kilómetros de largo y 4 de alto. Se conservan las fotos de los fervorosos alemanes occidentales con picos, palas, martillos y otros elementos de igual contundencia destrozando ese símbolo erigido en homenaje a la esclavitud del hombre, al triunfo de la tiranía sobre la libertad. Un mes más tarde recibo una caja llena de estampillas. La abro y –para mi sorpresa– lo que ahí encuentro es un cascote: “Tenemos la alegría de enviarle a usted un trozo del caído Muro de Berlín”. Dije que tenía 50 km. de largo y 4 de alto, pero no que eso alcanzaba para enviarle a medio mundo un cachito como si fuera una caricia de la libertad, una brisa de la democracia que uno debía disfrutar y agradecer. Lo mismo había pasado con los cachitos de madera de la Cruz del profeta de Nazareth. Había conocido a demasiados/as chitrulos que andaban con un escapulario, que lo abrían y te mostraban una astilla. “Es un pedazo de la Cruz del Señor”, te decían.

–Pero entonces no fue una Cruz –decía uno–. Fue un bosque. Lo crucificaron a un entero, enorme bosque.

Honestamente: no lo decía. Porque si el que tenía la astilla creía en ella, ¿para qué arruinarle el consuelo? En este mar embravecido que es la existencia hay que aferrarse de lo que uno pueda. O un salvavidas, o una balsa o una astilla. Si es la de Cruz del Cristo que vino a redimir nuestros pecados, mejor aún. Pero el cascote del Muro de Berlín era demasiado. Ahí empieza el neoliberalismo. Ahí los ideólogos de la libertad de mercado ya dicen que la caída del muro es “la toma de la Bastilla de nuestro tiempo”. Ahí la historia se desboca y este nuevo capitalismo, no de la producción sino de la especulación financiera, empieza a arrasar el planeta.

También en 1989 se arroja el Consenso de Washington. El capitalismo había ganado la batalla contra el comunismo. Ahora tenía que ir a fondo. Atacar con todas sus tropas. Perseguir a los vencidos y aniquilarlos, tal como el Supremo Traidor de nuestra historia, el general entrerriano Urquiza, hizo luego de la batalla de Vences, razón por la cual se ganó el apelativo de “el carnicero de Vences”. Otros –hoy e ignoro por qué– lo han bautizado el Cleto Urquiza. El Consenso de Washington fue elaborado inicialmente por un señor muy importante de nombre John Williamson en un paper al que tituló: Qué significa para Washington una política de reformas. Las reformas eran diez y estaban centralmente destinadas a los países de América latina, convertidos –de este modo– en tristes ratas de cruzadas experimentales. Pero se extendieron a todo el mundo. La manija central de la conducción la tuvo Washington, donde se reunieron aplicada y regularmente las principales corporaciones financieras que rigen los irrefutables destinos de nuestro crecimiento. Esas medidas son ampliamente conocidas pues delinearon, no los destinos de nuestro crecimiento, sino los de nuestra frustración, nuestra imposibilidad. Son las medidas que aplicaron centralmente el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que, por medio de las mismas, monitorearon nuestros ejercicios fiscales, nuestras políticas impositivas, nuestro tipo de cambio, la trade liberalization (liberar el comercio internacional), la entrada jubilosa de las inversiones extranjeras (una entrada que se realizó sin ningún tipo de control, salvajamente y que por fin fue lo que no podía sino ser: un despojo impune del que fueron cómplices –en todos los países– las malas personas del mercado interno, los que lucraron con la desgracia y la miseria de sus países), todo coronado por las privatizaciones y por todo tipo de desregulación, algo que implicaba la ausencia total del Estado nacional en estas cuestiones, en todas ellas, pues el Estado era el ente maldecido por el Consenso de Washington basándose en la experiencia de los totalitarismos estatales del siglo XX, el nacionalsocialismo y las experiencias socialistas.

En suma, hoy asistimos al completo fracaso de esas medidas y a la vez a los torpes manotazos con que intentan regresar, y acaso lo consigan, pues esos torpes manotazos son con frecuencia agresiones infalibles vehiculizadas por el poder mediático, en manos de los cultores de los diez puntos de Williamson, que son sencillamente eso que llamamos neoliberales y que tienen la torpeza y la efectividad de un –por dar un ejemplo– Vargas Llosa, que lleva ese catecismo en el bolsillo y lo repite a lo largo y a lo ancho de este mundo avalado por la calidad literaria que alguna vez lo honró y por el Premio Nobel con el que –por buen alumno– lo fortalecieron. Sin embargo, el mundo que han construido tambalea. Tienen que amurallarse en sus feudos. Construir ríos de aguas profundas alrededor de sus ciudades (aún no: falta poco) y puentes para entrar en ellas. Los que ya tienen vigencia son los muros. Porque la tragedia de los opulentos de este mundo es que la nueva “barbarie” (la de los inmigrantes ilegales) se les arroja encima, y no con buenos modales, sino con la furia que da la desesperación, el hambre, la pobreza extrema que sólo sabe dibujar un horizonte de muerte. Leemos: “PARIS, 8 (ANSA) - Francia expulsó en los primeros siete meses de este año a 17.500 extranjeros que permanecían ilegalmente en el país, informó hoy el ministro del Interior, Claude Guéant, confirmando el objetivo de 30.000 expulsiones para el final de 2011. ‘Si lo logramos –dijo– será el mejor resultado registrado históricamente.’ ”. Entre tanto, en Estados Unidos los mexicanos se obstinarán en trepar por todos los muros que les construyan. El mundo de hoy es uno de miedo que no cesa de construir nuevos muros, no de Berlín, sino de todas partes. La desigualdad es el alma de los diez puntos del señor John Williamson. La marginación. El mucho para pocos y el poco para muchos. Asistimos a una reformulación tecnológica de la Edad Media. Seguiremos con este tema porque es crucial en el mundo de hoy. Y porque todavía tengo mi cascote del Muro de Berlín. De un gran poeta surrealista, Louis Aragon, leí una frase en mi juventud (que estaba en la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini) y decía: “Siempre se puede poner una piedra sobre la colina de las desdichas” (cito de memoria). Mi piedra se la voy a dar a un mexicano hambriento y le voy a pedir que cuando llegue a la cima del más alto muro que el Tea Party construya entre México y EE.UU. y la ponga ahí, como una bandera que diga al mundo: “Vengan y miren: el Muro de Berlín ha quedado atrás, superado. Hoy, la más alta colina de todas las desdichas es ésta y es sobre ella que pongo esta piedra”.

sábado, 13 de agosto de 2011

Qué pasa con el intelectual crítico

Fidel en sus 85

Por Atilio A. Boron

Fidel, lúcido como siempre y más sabio que nunca. El paso de los años acompañado por una notable capacidad para reflexionar sobre las vicisitudes de su vida y el mundo lo han enriquecido extraordinariamente. Su mirada, que siempre tuvo el privilegio de internarse en el horizonte histórico-universal se ha tornado más aguda: Fidel ve donde los demás no ven, y lo que ve son las esencias y no las apariencias. Tiene razón García Márquez cuando dijo de él que es “incapaz de concebir cualquier idea que no sea descomunal”. Retirado de todos sus cargos al frente de la Revolución Cubana sigue siendo, sin la menor duda, “el Comandante”. No sólo del glorioso Movimiento 26 de Julio o de las Fuerzas Armadas Revolucionarias cubanas, sino de un ejército mundial de mujeres y hombres que luchan por su vida, por su dignidad, y por la supervivencia del género humano, hoy amenazada por un arsenal nuclear de incalculables proporciones, una pequeñísima parte del cual sobraría para arrasar con toda forma de vida en el planeta Tierra. Supervivencia también comprometida por la furia predatoria de un sistema, el capitalista, que todo lo que toca convierte en mercancía, en un simple objeto cuya excluyente finalidad es producir un lucro. A favor de esa visión de águila, que en su momento Lenin reconociera en Rosa Luxemburgo, pudo denunciar, casi en soledad, la crisis ecológica que hoy nos abruma así como los peligros de la demencial carrera armamentística desencadenada por el imperialismo norteamericano.

Algunos seguramente recordarán su intervención en la Primera Cumbre de la Tierra, en Río de Janeiro, en 1992, cuando el Comandante alertó sobre el riesgo ecológico en que ya se hallaba el planeta. Mientras el presidente norteamericano George Bush se negaba a firmar los protocolos de Río, Fidel denunciaba que “una importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre”. Y proseguía su análisis diciendo que el desenfrenado consumismo y el irracional derroche que propicia la economía capitalista son los responsables fundamentales de esta situación.

Por supuesto, sus palabras fueron desoídas por la casi totalidad de los jefes de Estado allí convocados –¿quién recuerda ahora sus nombres?– que siguieron bailando desaprensivamente en la cubierta del Titanic.

Sabio como pocos, Fidel se preguntaba, en ese mismo discurso: “Cuando las supuestas amenazas del comunismo han desaparecido y no quedan ya pretextos para guerras frías, carreras armamentistas y gastos militares, ¿qué es lo que impide dedicar de inmediato esos recursos a promover el desarrollo del Tercer Mundo y combatir la amenaza de destrucción ecológica del Planeta?”. Va de suyo que conocía perfectamente bien la respuesta, tal como la expusiera en miles de ocasiones: el impedimento radica en la esencia misma del capitalismo como sistema, y en el imperialismo como su forma actual.

Retirado de sus cargos oficiales, el infatigable soldado continúa luchando sin cuartel en la crucial “batalla de ideas”, un frente que, lamentablemente, la izquierda descuidó durante mucho tiempo pero que ahora cuenta con numerosos combatientes. Y desde allí ilumina el esperanzado camino que conduce hacia la emancipación humana y social. Como dice la canción popular mexicana, Fidel, “feliz en tu día, y que vivas muchos más”.

Chile: Los estudiantes

Nada es gratis



Por Santiago O’Donnell

La crisis educativa de Chile tiene su historia, pero parece que recién empieza. Después de las manifestaciones masivas de la semana pasada los líderes estudiantiles anunciaron nuevas marchas para esta semana y la central obrera llamó a un paro general de dos días para el 24 de agosto, plegándose a las protestas.

El gobierno de Sebastián Piñera endurece su posición, insistiendo en tratar a los manifestantes como mocosos maleducados, vándalos que no entienden la tradición legalista chilena. Nada es gratis en esta vida, se encargó de recordar el presidente.

Esto no empezó ayer. Después de veinte años de crecer al seis por ciento, después de superar a la Argentina en PBI, con el precio del cobre por las nubes, vino el reclamo por una educación que sea buena y gratis Como en Francia, como en Alemania, como en esos países desarrollados con los que le gusta compararse. Puta, cabrón, si hasta los argentinos la tienen, ¿por qué no los chilenos? ¿Por qué hay chilenos que pagan por la educación mientras otros lucran con ella? ¿Por qué los chicos pobres, en su mayoría, van a colegios privados? ¿Por qué esos colegios pueden entrevistar a los padres, elegir a los alumnos y negarles derecho de admisión a los más vulnerables?

La respuesta a todas esas preguntas, claro, estaba en la Constitución de Pinochet, esa que consagraba la “libertad de enseñanza”, por la cual el Estado se convertía en un donante pasivo de subsidios a empresas privadas cuya regulación supuestamente la ejercía el mercado a través de la libre competencia.

Parece mentira que veinte años de gobiernos de la Concertación no hayan podido cambiar esta situación, que Aylwin, Lagos y Bachelet hayan hecho poco y nada. Al menos ésta es la percepción de los miles de chilenos que salieron a la calle esta semana. Otra vez hay que volver al viejo. Para cambiar la ley educativa hace falta una reforma constitucional, y para hacerla, tres quintos o cuatro séptimos de los votos del Congreso. En un país con mayoría histórica de votantes de centroizquierda, la Carta Magna legada por el dictador le garantiza a la derecha el poder de veto ante cualquier intento de reforma. Lo hace a través del llamado sistema binominal, cuyo mecanismo de primarias desarticula la formación de terceras fuerzas para garantizarles a los partidos principales el dominio absoluto del legislativo. Por dar un ejemplo, en la última elección el independiente Marco Antonio Enríquez-Ominami sacó más del 20 por ciento de los votos, pero su fuerza no consiguió colar ni un representante en el Congreso. Tampoco es casualidad que en Chile la reforma política, junto con la reforma del sistema de salud, son los dos temas que se vienen. Volviendo a lo urgente, a la crisis de la educación, a la trampa del viejo: sin arreglo con la derecha no parece haber forma legal de cambiar la ley. Puta, cabrón, ahí está la huevada.

Las marchas del 2006, la llamada “revolución de los pingüinos”, la empezaron los estudiantes secundarios. Tuvieron fuerza, debilitaron a Bachelet. La presidenta formó una comisión presidencial, convocó a cientos de expertos académicos, gremios, funcionarios públicos, etc., etc. Al final del largo proceso hubo acuerdo, hubo arreglo con la derecha y en el 2007 se reformó la Constitución. La reforma les dio a las familias más derechos para exigir una educación de calidad al permitir la creación de nuevas instituciones para regular el sistema escolar. La reforma también abolió algunos abusos como el derecho de admisión en colegios primarios y secundarios, aunque esos mismos abusos continúen dándose en la práctica. También fijó un aumento en la inversión educativa del Estado, con el objetivo de alcanzar el seis por ciento del PBI, el nivel de Argentina y Brasil, contra el tres y pico que se venía gastando Chile. Sin embargo, según los expertos chilenos, esa meta aún no se alcanzó ni mejoró la calidad del gasto, concentrado en subsidios directos a instituciones privadas y públicas y financiamiento del sistema de créditos estudiantiles, un sistema con una alta tasa de morosidad, situación previsible dada la precariedad económica de los receptores y la incertidumbre del retorno: la mitad de los universitarios chilenos no termina su carrera.

La “revolución de los pingüinos” también empujó una ley gestada durante el gobierno de Lagos, que finalmente fue aprobada en el 2008. La ley transfiere más recursos a las escuelas del Estado, compensándolas por los mayores costos laborales que significa trabajar con los sectores más vulnerables. Sin embargo, al final del gobierno de Bachelet, la sensación general era que todo seguía igual: colegios caros, estudiantes endeudados, oportunidades para pocos, ventajas para los ricos. Tampoco se había solucionado uno de los principales reclamos de los pingüinos: la reforma pinochetista puso el sistema escolar en manos de los municipios, permitiendo que los municipios ricos tuvieran escuelas fabulosas y los municipios pobres escuelas lamentables, todas financiadas por el Estado, generando y perpetuando una gigantesca brecha educativa y de oportunidad.

Cuando asumió Piñera este año lo hizo a su estilo, prometiendo una revolución educativa. Llenó su gabinete de empresarios y tecnócratas y quiso gobernar como si Chile fuese una sociedad anónima. La falta de mediación política pronto se tradujo en debilidad. Sin un proyecto claro, sin el apoyo de la coalición gobernante, a cuyos líderes ofendió con su primer gabinete, Piñera se quedó solo y cuando empezaron los problemas su imagen entraba en caída libre. Hoy, para la derecha, Piñera es el hijo de Piñera, fundador de la Democracia Cristiana. Y para la izquierda, Piñera es el hermano de Piñera, el ministro privatista de Pinochet. Es el presidente menos querido desde el retorno de la democracia.

Ahora parece un chiste, pero en el área educativa Piñera hizo una de sus apuestas más fuertes. Como Obama hizo con Clinton en la Cancillería, Piñera puso en Educación al líder de partido aliado UDI y su principal rival político. Joaquín Lavin, numerario del Opus Dei, había sido dos veces candidato presidencial y no oculta su ambición de alcanzar todavía el ansiado primer sillón. Arrancó con todo: a poco de asumir, anunció una reforma educativa para garantizar por ley la “calidad” de la educación de todos los chilenos. Siendo uno de los pocos ministros del gabinete con peso político y agenda propia. Lavin trabajó sus contactos en el Congreso y logró la aprobación de dos importantes leyes educativas.

La primera fue una especie de flexibilización laboral con zanahoria. La ley les da más libertad a los rectores para despedir a docentes, supuestamente para mejorar la calidad de la educación. Pero también transfiere más recursos a las escuelas en distritos carenciados, como una forma de empezar a compensar la desigualdad entre municipios. Los despidos que siguieron enfrentaron a Lavin con los gremios, el PC y la Concertación. Pero también afianzaron su imagen de hacedor frente a la inacción de sus colegas.

La segunda ley derivaba directamente de la reforma de los pingüinos y esperaba sanción desde el 2007. Creó dos instituciones: Una Superintendencia de Educación para fiscalizar el uso de los recursos estatales y una Agencia de Calidad Educativa para evaluar las escuelas y clasificarlas según los resultados. De acuerdo con la ley, si una escuela tiene mala calidad, el Estado puede sancionarla hasta quitarle la matrícula, un avance importante con respecto a la “libertad de enseñanza” pinochetista.

En un gobierno con la imagen por el piso, Lavin era uno de los pocos que se salvaban del incendio. Antes de las protestas, sus índices de aprobación sólo eran superados por el popularísimo ministro de Minería Laurence Golborne, el protagonista de la saga de los mineros.

Nada de esto impresionó a los estudiantes. Cuando volvieron las protestas, los universitarios se pusieron a la cabeza, liderados por la carismática Camila Vallejo, militante de la juventud comunista. ¿Cómo puede ser que Chile tenga la enseñanza universitaria más cara del mundo?

Lavin se tuvo que ir. La prensa reveló y él terminó admitiendo, que lucraba con la educación. En Chile los colegios primarios y secundarios pueden tener fines de lucro, pero las universidades no. Sin embargo, es sabido que muchas de ellas lucran a través de servicios que proveen a distintas empresas. Resulta que Lavin era fundador de una universidad privada, la Universidad del Desarrollo, ubicada en uno de los sectores más ricos de Santiago. A la vez, era accionista de una inmobiliaria que le vendía servicios a la universidad. Al mismo tiempo, ministro de Educación. Al final no fueron sus convicciones religosas sino sus apetitos empresariales los que terminaron eyectando a Lavin de la silla caliente. El mes pasado Piñera lo corrió a Planificación.

Las marchas de esta semana no fueron violentas, sino más bien ingeniosas. Había estudiantes disfrazados de Michael Jackson (foto) payasos, banderas, parodias, hasta pintaron carros hidrantes en grandes cartulinas para burlarse de los carabineros.

El miércoles tenían pensado protestar frente a La Moneda, pero el Ministerio del Interior prohibió la marcha. Que sí, que no, que vamos igual, que mando a los carabineros, que los cagamos a trompadas. Llegó la represión, y los medios de la derecha se hicieron una fiesta. Infiltrados o marginales incendiaron un auto en el centro de Santiago. Una jubilada salió en los noticieros diciendo que el auto era de ella, que no tenía seguro para pagarlo y que los estudiantes le habían arruinado la vida. “No señora, no fuimos nosotros, repudiamos la violencia”, contestaron los jóvenes. Organizaron un festival, pasaron la gorra y le compraron un auto a la viejita.

Así están las cosas hoy. Los estudiantes reclaman gratuidad, pero no hay consenso para tanto ni en el gobierno ni en la oposición. Dicen que la gratuidad universal significa pagarles la educación de los ricos y la clase media alta. Los chilenos en la calle gritan que el sistema no funciona, pero los políticos insisten con que sólo hay que mejorarlo. En la semana, al compás de los cacerolazos, los discursos se radicalizaron y las posturas se endurecieron. Mientras congresistas y alcaldes nostálgicos de Pinochet salían de abajo de las piedras para denunciar a la nueva generación de marxistas subversivos, algunos jóvenes entraron en huelga de hambre.

Desde la ida de Lavin el mes pasado Piñera hizo poco y nada, más allá de la orden de reprimir la protesta del miércoles. A través de su nuevo ministro, de apellido Bulnes, presentó una modesta propuesta de mejoras en las becas, los créditos y los subsidios. Más que un plan, una listita. Los estudiantes rechazaron la oferta y entonces el presidente, sin más, le pateó el problema al Congreso. El Congreso citó a los “actores sociales” (estudiantes y aliados) y éstos aceptaron. Los contrincantes estarán cara a cara, pero la negociación no va a ser fácil. Según Gregory Elaqua, director del Instituto de Políticas Públicas de la Facultad de Economía y Empresa de Universidad Diego Portales, el problema principal es que el gobierno de Piñera no tiene un proyecto educativo.

“El gobierno no tiene una carta de navegación. No defiende convicciones ni principios. Si tuviera un proyecto conservador, de derecha, por lo menos se podría discutir. Pero Piñera responde como una empresa. Los empresarios arreglan problemas con plata, Piñera quiere arreglar todo con plata, y así es muy difícil.”

Es verdad, se vienen días difíciles. Con la ciudadanía movilizada, el Congreso jaqueado y un presidente débil y desorientado, arde Chile porque no encuentra respuestas en un sistema político orgulloso y anquilosado. Sin mediaciones ni respuestas directas para salirse del corset neoliberal que legó el dictador, sólo queda acordar la cifra del cheque que el empresario firmará para patear el problema. Un cheque con muchos ceros que dará pie a una dura lucha social, gremial y política contra las trampas que dejó el viejo, hasta alcanzar el objetivo de la igualdad educativa. Para los estudiantes no queda otra que pelearla. En la calle, en el Congreso, en puerta de La Moneda, porque, como dice Piñera, nada es gratis en la vida.

sodonnell@pagina12.com.ar

Los zapatos de Robinson. Revista Ñ-12/08//2011


Podríamos aceptar, como decía Schopenhauer, que desde un punto de vista general, la vida de cada individuo es un espectáculo trágico, pero que desde uno particular se convierte en un sainete. Es decir: las vicisitudes y los tormentos, las molestias incesantes, los ataques de pánico y la realidad conspirando contra nuestra propia existencia son verdaderos pasos de comedia. Detalles por los que todos terminamos convertidos en actores secundarios de una sitcom . George Costanza, el amigo gordo, feo y fracasado de Jerry Seinfeld es el personaje más divertido de la serie justamente porque todo, siempre, le sale mal; porque vive con los padres y no tiene trabajo, porque cada mujer con la que logra una cita se da cuenta del terrible error de la naturaleza que George representa. Juan Villoro podría ser el guionista detrás de George. Podría ser Larry David. Por ejemplo, si en este momento le propusiéramos al escritor mexicano ensayar su autorretrato, la mirada irónica lograría imponerse ante la egomanía. Puesto en este incordio, Villoro explica que el problema es que todos los autorretratos salen desenfocados. “No describes lo que eres sino lo que quieres ser. Entonces me hubiera gustado ser un autor ruso, plasmar emociones volcánicas en una novela, sobrevivir a Siberia, tener personajes que fueran terroristas mesiánicos, campesinos iluminados, mujeres frágiles que lo resisten todo, pero dediqué demasiado esfuerzo a tener cara de ruso y me quedé sin energías de aprender el idioma. De manera inevitable, me convertí en un lugar común de Coyoacán, el barrio donde vivo”.

Sabemos que el humor es algo subjetivo. Que la situación y el estilo son las fuentes principales de la comicidad. Ambas dependen a su vez del timing y el timing , en literatura, no es otra cosa que el orden de las palabras. Convertirse en un “lugar común de Coyoacán” después de haber deseado ser un “autor ruso” no puede generar otra cosa más que una estruendosa carcajada. El humor trabaja sobre los cimientos de la vulnerabilidad y la fragilidad humana, con los errores y los miedos de cada persona y alguien, para ser gracioso, primero debe ensayar frente al espejo. ¿Cuál es la imagen que tiene Juan Villoro de un tal Juan Villoro? “El problema es que vivo conmigo mismo. Trabajo por mi cuenta, eso significa que todos los días deseo despedirme y todos los días me vuelvo a contratar. Me gustaría caer en gozosos estados de irresponsabilidad pero no puedo hacerlo. Una amiga me dijo: ‘Estás demasiado tenso: déjate ir’. Le hice caso, pero me ‘dejé ir’ al dentista, el colmo de la tensión. La vida me parece tolerable gracias a los demás.” El humor, se sabe, es uno de los atributos de la inteligencia.


La risa como nervio

Hijo del filósofo mexicano Luis Villoro, uno de los intectuales más destacados de su país, Juan Villoro enfrentó la herencia con sinceridad: confiesa que fue un lector tardío y en vez de Letras estudió Sociología por un “prurito vitalista”. Surgió en la escena literaria con los relatos de La noche navegable (1980), Tiempo transcurrido (1983) y Albercas (1985), que exhibían una picaresca neocostumbrista desde la perspectiva adolescente. Melómano empedernido y cronista meticuloso, en los años noventa, según el ensayista José Carlos Castañeda, formó parte de una generación de escritores mexicanos que convirtieron a la risa en el nervio central de la mirada literaria. Narradores como Enrique Serna o Francisco Hinojosa trabajaron con el humor para revelar la ambigüedad moral del mundo y al hombre en su profunda incompetencia para juzgar a los demás. Ese humor que termina provocando un extraño placer: el que proviene de la certeza de que no hay certeza. No por nada Villoro sigue escribiendo periodismo, aunque sea un oficio peligroso en un país escandalizado por la violencia reverberante del narcotráfico.

El escritor chileno Rafael Gumucio, otra pluma irónica, considera que toda la obra de Villoro puede leerse como una liberación ante la moral de los padres, esos que separan lo vulgar y lo pedestre, lo moral y lo inmoral. Su trabajo ha sido, justamente, el de “internarse con la más exigente preparación intelectual en los territorios que se le suponen vedados por banales al escritor”. Para Gumucio, todo lo que ha escrito Villoro se basa en la idea de que nada es banal, de que nada está ausente de sentido profundo, de que todo conduce, de alguna u otra manera, a las preguntas importantes, que son importantes porque no le tienen miedo a ninguna nimiedad. Si hace falta algún ejemplo, ahí tenemos la línea del protagonista en el cuento “Campeón ligero” del libro La casa pierde : “Hay que saber ocultar el respeto que uno le tiene a la cultura”.


El caballero andante

Villoro considera que el escritor “debería desconfiar de lo que hace”, porque la única prueba válida para juzgar que un texto suyo es aceptable es que de pronto le parezca escrito por otro. “Cuando el resultado funciona, te rebasa. La originalidad siempre es ajena.” El autor de novelas como El disparo de argón y El testigo tiene la capacidad de construir con el detalle analogías existenciales. Por ejemplo: que un psicoanalista use una rosca inflable en su asiento es un dato revelador para la historia. Significa que tiene hemorroides y entonces alguien que sufre de manera íntima podrá ayudar a otro a confesar sus horrores. Al igual que los grandes narradores, Villoro puede analizar el fútbol ( Dios es redondo ) y encontrar en el circo y el negocio una esencia oculta perdida hace tiempo para convertir el deporte en mitología. También es habitual encontrar en sus personajes la reflexión trascendente sobre la identidad. Es el eje que recorre los cuentos de Los culpables: protagonistas angustiados por no entender quiénes son. Ahí están el futbolista que prioriza sus traumas o el mariachi que aspira a dejar de ser mariachi. En sus textos hay una metafísica de lo real. Es la característica de los filósofos o de los poetas. Tal como Villoro analizó en un ensayo sobre Nabokov, podríamos pensar su narrativa como poesía inadvertida, donde el ritmo opera sin hacerse evidente y los detalles “riman” en una red de misteriosas concordancias. Sus historias son el corte de difusión de un álbum clásico. Uno quiere escucharlas una y otra vez. Son textos que parecen tener estribillo, y sus frases, que logran un uso borgeano del adjetivo sin llegar a ser circunspecto, gozan de la arquitectura del hit. Tienen la capacidad de la hipnosis y por tanto acceden a los rincones ocultos del inconsciente colectivo.

“Mi condición habitual es el jet-lag”, dice el protagonista del cuento “Patrón de espera”. “Me he acostumbrado al desfase en la percepción, las cosas que veo cuando debería estar dormido”. Villoro podría ser el dueño de esta línea. Entre México D.F., Barcelona y París, esta entrevista se planteó por mail, se confeccionó entre la fiebre de una parte y los trasbordos de la otra hasta llegar a Buenos Aires para participar de un taller sobre periodismo narrativo de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano que se realizó en Proa, al estreno de una obra teatral de su autoría dirigida por Javier Daulte ( Filosofía de vida ) y la presentación de algunos de sus libros ahora reeditados ( Materia dispuesta y La casa pierde ). Tan cordial y mexicano llega a ser Villoro que no sabe (o no puede) rechazar la infinidad de invitaciones que le hacen para abrir conferencias, brindar entrevistas públicas, participar de congresos de literatura infantil, mantener las charlas más extravagantes (sobre fútbol, sobre narcotráfico, sobre el ser mexicano) en singulares escenarios de la cultura latinoamericana o europea. Según Gumucio: “Villoro es un artista en el arte de cumplir”. Ambos se conocieron mientras vivían en Barcelona y cada dos semanas se reunían en el restaurante Bauma a destrozar con la vista al análisis pormenorizado. “Primero lo hace con él mismo, algo que resulta bastante elegante de su parte”, confiesa Gumucio, para quien la aceptación constante de invitaciones es una suerte de método, la esperanza de que donde menos se lo espera, en las invitaciones más extrañas, en los encuentros menos deseados, se producirá de pronto la síntesis, el milagro.

-La tentación del viaje es ser otro en otras circunstancias: cada viaje es reconstruirse, reinventarse. Y si hay algo que te caracteriza es que vives de viaje. ¿Cómo te modificaron?
-Para mí, los viajes son como la estrella de Belén. Cuando llega la oportunidad de hacer uno sin que me lo haya propuesto, sigo esa estrella. Planeo pocos viajes en plan turístico y detesto las visitas relámpago. Prefiero los viajes largos. No consulto guías ni mapas; tampoco uso cámara ni celular, y es posible que no me entere de muchas cosas. Pero siempre hay gente que sabe lo que necesitas. Hace poco coincidí en Corea del Sur con Martín Caparrós, que es un viajero más curtido que yo. El apenas llevaba unas horas en la ciudad y ya estaba perfectamente orientado; conocía nombres, coordenadas, la historia de un río recién recuperado (que además ya había visto). En cambio, yo no sabía en qué bolsillo había dejado mis anteojos para ver de lejos. Pero no importaba: ¿para qué voy a orientarme si Caparrós ya se orientó? Dos temas opuestos deciden mis viajes: la sorpresa y la constancia. De golpe me intereso en cosas que no me interesaban (esto se puede referir al lugar en sí o a un cambio de conducta). Al mismo tiempo, lo que ya estaba haciendo, pensando o leyendo prosigue bajo otra luz. El desenlace de una historia puede estar en un sitio distinto.

-En el ensayo “Lichtenberg en las islas del Nuevo Mundo” mencionas la condición de náufrago y se me ocurrió pensar al ensayista como un náufrago de sus lecturas. Es decir, a Juan Villoro en medio del océano, rodeado por los restos de un naufragio intelectual. ¿Es un delirio?
-Nada define mejor mi escritorio que el naufragio. Recuerdo la imagen extraordinaria de Defoe: uno de los primeros detalles que Crusoe advierte al caer al agua son dos zapatos que no hacen juego. Eso define un naufragio: las cosas dejan de rimar entre sí. Veo mis papeles en el escritorio y en el suelo y son como zapatos de distintas personas. La imagen, por supuesto, se extiende a lo que leo y recuerdo. El consuelo es que así se sobrevive.

-Hay hombres que viven en condición de náufragos. Pienso en Baudelaire y en Kerouac: dos formas distintas de naufragar. ¿La única manera de escribir es en ese estado?
-Escribir es estar incómodo. A veces te conviene un naufragio real, a veces un naufragio mental. Te rebelas contra algo para superarlo por escrito. A veces, los escritores agregan molestias a su trabajo para seguir alertas. Schiller colocaba frutas en el cajón de su escritorio para que el olor a podrido lo incomodara lo suficiente para seguir trabajando. Las dificultades son un aliciente. Además, al escribir no sólo te opones a un mundo insuficiente, sino que los materiales se oponen a ti: ningún libro quiere ser escrito. Es lo interesante del asunto. El texto no está ahí para que lo descubras sino para resistirse. Escribí una novela sobre este tema: El libro salvaje . Es la historia de un libro outsider , que no quiere tener ningún lector. Pertenece a lo que se llama “literatura juvenil”, lo cual quiere decir que puede ser leída por cualquiera que haya tenido 13 años.

-Julio Valdivieso, el protagonista de tu novela “El testigo”, también termina siendo un náufrago: se escapa al desierto. Y esa es siempre una frontera. ¿Piensas que la literatura latinoamericana, necesariamente, es fronteriza?
-Hay muchos tipos de escritores latinoamericanos y no creo en las tendencias nacionales.Lolita no es una “road novel” norteamericana ni rusa, sino nabokoviana. La idea de frontera, por supuesto, es un gran estímulo literario, no sólo como idea espacial sino como transgresión de un límite.

El testigo explora el sentido de pertenencia. Julio Valdivieso pasa 24 años lejos de su país. Al volver, descubre que el lugar es otro y que él también es otro. Más que un protagonista es un testigo de su propia vida; busca integrarse, sin saber muy bien lo que eso significa. En su último rito de paso cruza una frontera decisiva hacia el origen, o hacia la mujer y el territorio que para él representan eso. Me interesaba explorar la noción de pertenecer a un sitio en un sentido sensorial y cognoscitivo, sin pasar por las referencias a la identidad nacional. ¿Hasta dónde podemos redescubrir lo propio? Hacia ahí se dirige la novela.

-Entonces podríamos considerar la periferia, estimulante.
-La ventaja de la periferia es que permite ver el centro. Maupassant se opuso a la construcción de la Torre Eiffel, que le parecía un adefesio moderno. Un día lo sorprendieron comiendo en el restaurante mirador de la Torre y se explicó de esta manera: “Es el único sitio desde el que no se ve la Torre Eiffel”. Lo mismo pasa con el centro: lo entiende mejor quien tiene perspectiva para verlo. Nadie consagra mejor la primavera que un ruso.

-Estudiaste nueve años en el Colegio Alexander von Humboldt de México D. F. y casi todas tus materias se dictaban en alemán. El alemán fue tu primera lengua escrita pero en tu familia nadie más hablaba ese idioma. ¿Qué aprendiste de esa época en la que fuiste un extranjero en tu propia tierra?
-La mayor lección fue que nada me gusta tanto como el español. Estudiar en una lengua impuesta, de enorme dificultad, convirtió mi idioma en una liberación. Con el tiempo, aprendería a admirar el alemán, pero en principio lo recibí como un castigo. Me costó años enterarme de que se podía estudiar en mi propio idioma. En mi primera infancia pensé que ir a la escuela consistía en aprender un lenguaje raro, sin uso aparente. Cuando supe que la educación en español era posible inicié una campaña para cambiarme de colegio. Lo logré después de nueve años en el alemán.

-Tus ensayos brindan la imagen de un hombre que ha leído toda su vida. ¿Es la única semejanza de Villoro con Don Quijote?
-Soy un lector tardío y disperso, pero ansioso, lo cual significa que busco relaciones intempestivas entre muy distintos textos. Comencé a leer en serio a los quince años, más tarde que otras personas, y no he seguido una disciplina muy precisa. Por un prurito vitalista, no quise estudiar Letras. Me pareció que un amor apasionado se podía convertir en un matrimonio por conveniencia del que sólo me libraría pagando pensión alimenticia. Estudié Sociología y me interesé lo suficiente en la contracultura para dedicarle más tiempo a los discos que a los libros durante varios años. Todo esto me descalifica como erudito. Lo importante del Quijote, como ha señalado Piglia, no es que haya leído mucho sino la forma en que lo hace: es el último lector de una tradición; entiende las novelas de caballería como nadie más lo hace. En ese sentido es un modelo. En mis ensayos no pretendo abrumar con lo leído sino sugerir que se puede leer de otra manera.

-Tanto en tus crónicas como en tus cuentos, el uso del detalle es revelador. ¿Crees que la ficción necesita de este elemento para construir un verosímil?
-Las cosas existen porque les da la gana, pero creemos en ellas por un detalle. El tribunal de la verdad depende de minucias. Lolita no es una abstracción: es una niña a la que un patinador descuidado dejó una cicatriz en el tobillo. ¿Cómo no creer en algo tan exacto? Es cierto que los ojos de Madame Bovary cambian de color. Lo importante es que son precisos de distintos modos. El sentido de la literatura puede depender de grandes emociones o grandes ideas, pero creemos en ellas por significativas bagatelas.

-En sus cuadernos, Lichtenberg anotaba sus reflexiones “con el rigor y la franqueza de quien no escribe para ser leído”. ¿Crees que escribía diferente el Villoro inédito al Villoro de hoy?
-Todo autor que publica presupone un público. También quien lleva un diario puede hacerlo en forma implícita, suponiendo que lo leerán después. En De eso se trata dedico un ensayo a ese tema. Nunca he llevado un diario pero me intriga que otros lo hagan. El caso de Lichtenberg es peculiar porque no era un escritor sino un físico que al modo de un tendero llevaba un “libro de saldos”, donde anotaba las sumas y las restas de su vida. En ese sentido, no presuponía un público; carecía de conciencia de cómo sería percibido. Sin embargo, reflexionaba mucho sobre la lectura. Uno de sus más conocidos aforismos es: “Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él, no puede ver reflejado a un apóstol”. Al leer, incorporamos al texto lo que llevamos dentro. Nunca he escrito al margen de la posibilidad de ser leído, pero estoy seguro de que el mejor lector es un perfecto desconocido, alguien que nunca sabrás quién es y sólo se comunica contigo a través del texto, sin saber nada más de ti. Ese tipo de lectura, que tiene algo de “póstuma”, es la más generosa: no buscas al autor de izquierdas, de éxito, de culto o que te simpatizó en la televisión, sino que te quedas con el texto. En el plano opuesto al diario están las cartas: escribes para un lector que conoces perfectamente y al que sabes qué le interesa. Esa forma privada de la literatura me gustaba mucho. A veces escribo mails como cartas, pero tengo que pedir disculpas por la extensión.

-¿Recuerdas el momento en el que descubriste, siendo un escritor en formación, qué fisura transgredir para abrir una nueva veta en la literatura mexicana?
-Los autores mexicanos que más he leído y comentado son Juan Rulfo, Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol en prosa, y Ramón López Velarde en poesía. Cada autor elige una zona de la tradición desde la que trabaja mejor. Me gustaría pensar que la alucinada densidad de Rulfo, el humor irreverente de Ibargüengoitia, la mezcla de géneros de Pitol y la reinvención sensorial de los detalles cotidianos de López Velarde tienen que ver con un reciclaje del canon.

-En “La obra maestra desconocida”, Balzac reflexiona sobre el trabajo del artista en la figura de Frenhofer y plantea que el arte no debe copiar la naturaleza sino expresarla. Este maestro rehace la pintura de un joven con tres pinceladas y así “le da vida” a la obra. ¿Cuáles son las tres pinceladas que el escritor y el cronista necesita para darle vida a un texto?
-La realidad del texto no está en la “realidad”. Lo que nos convence por escrito no es lo que resulta fiel a la abigarrada cotidianidad, sino lo que ahí causa un sentido especial. Frenhofer debe reproducir un pie con colores; por tanto, debe ser fiel a la lógica de sus materiales. De nada le serviría ir con un podólogo. En los ensayos de teatro, los actores suelen hacer preguntas al dramaturgo para encontrar a su personaje. En mi experiencia, no ayuda mucho aportar información concreta sobre el oficio del personaje. Si representan a un abogado, es inútil que estudien Derecho romano. Si ese abogado está desesperado por ganar un juicio y se embarca en un desbocado monólogo final, es más fácil pensar en él como un ciclista borracho que va en picada. Es el misterio del arte: un abogado lleno de angustia que se entiende a sí mismo como un ciclista borracho, convence... y gana el juicio.

-Hace tiempo que se viene discutiendo sobre la coyuntura que marca a una generación. Un acontecimiento histórico sin el cual sea imposible escribir. ¿Es imprescindible la existencia de una coyuntura?
-Me gusta que la historia se enmarque en la Historia. Materia dispuesta es una antinovela de formación ubicada entre dos terremotos, el de 1957, que tiró el Angel de la Independencia y el de 1985, que devastó la ciudad de México. Casi todo lo que escribo alude de manera directa o tangencial al proceso histórico que circunda la trama. No lo considero un mandato general, pero a mí me interesa aludir a un contexto. Siempre me han cautivado los objetos distantes que pintan los paisajistas. A lo lejos, bajo las patas de un caballo encabritado, se ve un castillo diminuto. El cuadro no sería el mismo sin ese punto de fuga. Ese castillo difuso no protagoniza el lienzo, pero revela que hay algo a lo lejos. Para mí, ese punto de fuga es la Historia.

-En “8.8 El miedo en el espejo” la imposibilidad de narrar el terremoto (que vives en Chile) convierte a tu escritura en un collage, en esquirlas. ¿Podríamos decir que tu vida literaria y personal está perseguida por estos temblores?
-En el 8.8 digo que “los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma”. Los terremotos han estado presentes en toda mi vida, pero mi relación con ellos ha cambiado. En la infancia los confundía con los pasos de mi padre y tenían algo arrullador; eran divertidos. Poco a poco entendí su peligrosidad hasta llegar al sismo de 1985, que arrasó la ciudad de México y donde uno de mis mejores amigos murió haciendo guardia en el Hospital General (a él está dedicada Materia dispuesta ). Ese impacto fue tan contundente que no me atreví a escribir de él en forma directa. Tal vez por pudor o porque me pareció oportunista narrar algo que nos dolía tanto, eso quedó como una mancha, una sombra que aparecería en algunas historias sin llegar a definirlas. El terremoto de Santiago fue mucho más fuerte desde el punto de vista telúrico. Esa sacudida mayúscula me obligó a regresar al terremoto anterior. 25 años después pude encararla. En este caso la receta médica decía: “Agítese después de usarse”.

-Hace algunas semanas, Rossana Reguillo dio un seminario en Buenos Aires que tenía como título “Cuando morir no es suficiente”, a partir de un trabajo que está haciendo sobre el narcotráfico. Trató de explicar una situación compleja en la que, según la investigadora, no hay sistema lingüístico que soporte el horror que se está viviendo en el país. ¿Cómo se escribe sobre el narcotráfico y cómo se escribe con el narcotráfico a cuestas?
-Rossana es una de las personas que mejor entiende el problema desde un punto de vista cultural. Uno de los errores del gobierno es que ha centrado la lucha contra el narcotráfico en el aspecto militar. En su trabajo de campo, Reguillo ha probado que para muchos sicarios la mejor opción de vida es el narco. No hay otra alternativa social, política, deportiva, cultural o religiosa que les dé ese sentido de pertenencia, esas emociones, esa integración y autoestima, por no hablar de dinero. Al mismo tiempo, la escala del horror se ha convertido en algo difícil de describir. ¿Cómo relatar eso sin banalizarlo ni contribuir al espanto? También las palabras están heridas de muerte: para sobreponernos a lo innombrable, comenzamos a usar el lenguaje del crimen. Los locutores de televisión dicen que alguien fue “levantado” en vez de decir que fue secuestrado. Tenemos un doble desafío: criticar el horror y crear un espacio que no sea horror. No se puede combatir el mal sin prefigurar al mismo tiempo una esperanza. Volvemos a un tema anterior: la crónica no puede ser sólo un espejo de lo que sucede, debe reelaborarlo para que tenga sentido. La imagen de un decapitado no informa, en el sentido de que no establece un contexto ni una explicación de lo sucedido. El desafío consiste en buscar esa articulación de sentido, y en abrir una ventana a lo que no es espanto. No hay nada más transgresor en este momento que sentirse bien. Debemos contribuir a esa ilusión literaria.

-Y en este sentido, a partir de la situación de Javier Sicilia, ¿cómo se vive con la “violencia performativa” del Estado que intenta combatir al narcotráfico con la misma estrategia comunicacional que tienen los narcos?
-El movimiento de Sicilia es muy importante porque se trata de una voz ciudadana y la gente está cansada de los políticos de todos los partidos. Necesitamos transitar de una política representativa a una participativa. Sicilia ha contribuido a esa ciudadanización de la cosa pública. Es una persona de una ética intachable. Obviamente, eso no basta para transformar el país. El movimiento que él encabeza debe precisar sus objetivos y, sobre todo, debe reconocer a sus seguidores. No puede sumar a “todo” México, debe distinguir con quienes puede marchar para buscar un cambio. Hay un momento en que un líder descubre con extrañeza que lo siguen personas con las que no contaba y que le piden precisar la ruta y en cierta medida rebasarla. Javier se encuentra en ese momento crucial.


El filósofo declara

Estrenada el año pasado en México con el título El filósofo declara, Filosofía de vida surge de una obsesión del padre de Villoro, que en una ocasión se irritó porque un colega suyo había “declarado” algo. Protestó: “Un filósofo no declara, razona”. Sin embargo, piensa ahora el hijo, hay momentos en los que incluso un profesional del pensamiento es llamado a declarar ante un tribunal. “Para ello debe ser responsable, cómplice o testigo de un crimen. ¿Qué clase de delito resulta específicamente filosófico? El de una muerte por argumentación.” Ese fue el disparador de una obra que transcurre durante una noche en la que El Profesor (interpretado por Alfredo Alcón) y su mujer Clara aguardan la llegada de Bermúdez, quien intentará convencer al Profesor de que acepte la invitación de integrar la Academia de Filosofía que Bermúdez preside. La traición recorre una pieza que exhibe una maquinaria conceptual efectiva y articula una crítica punzante sobre la relación que los intelectuales mexicanos establecen con el poder.

-Como dramaturgo, ¿trabajas más como un cuentista, como un guionista o piensas que el código teatral se diferencia radicalmente de estos géneros?
-Espero que escribir en otros géneros me haya servido para aportar la mirada del que viene de otra parte, pero sobre todo para entender lo que no es teatro. No me interesa escribir el teatro de un cuentista ni adaptar ahí tramas novelescas, sino explorar lo que sucede cuando el diálogo se convierte en la única forma de la acción.

-¿Cómo fue el proceso para que la filosofía sea atravesada por la comedia?
-Mi padre es filósofo. De niño, los únicos adultos que conocí eran filósofos. Fue una educación extraña. Escuché muchos disparates de gente inteligente y fui testigo de neurosis bastante elaboradas. Al cabo de los años ese idiotismo de la razón me pareció cómico. La capacidad de argumentar con perfecta lógica rumbo al delirio es algo fascinante. Filosofía de vida no se basa en nadie en particular; es una invención muy desaforada, pero si imaginas a un niño de 6 años en el escenario, entiendes el ambiente de mi infancia.

-En “Filosofía de vida”, el Profesor dice en un momento “Cometí el error de ser filósofo en un país donde la mente se corrige a trompadas”. Aunque fue escrita en México, ¿ésta es una virtud continental?
-Es la clásica dicotomía entre civilización y barbarie, un tema muy latinoamericano. Las élites ilustradas han querido actuar conforme a una lógica superior y han atribuido parte de sus derrotas a una patria corrompida que no los merece. Ese límite también ha sido una forma del confort: “No soy Wittgenstein porque esto no es Cambridge”. Filosofía de vida explora esa tensión.

-México tiene la particularidad de que la mayoría de sus intelectuales trabajan para el Estado. ¿Cómo afecta esta característica a la independencia de pensamiento?
-En la versión argentina de Filosofía de vida , preparada con mucho cuidado por Javier Daulte, suprimimos algunas alusiones a la relación entre los intelectuales y el poder, que es algo específico del caso mexicano. Mi obra es muy crítica del pensador que pretende ser independiente y en el fondo es un best-séller de Estado. Más allá del tema de la obra, la participación de los intelectuales en la gestión pública ha tenido luces y sombras. Entender la administración como un proceso civilizatorio, es decir, como parte de La Obra, permitió a Alfonso Reyes, José Vasconcelos, José Gorostiza, Salvador Novo, Jaime García Terrés y muchos otros crear instituciones culturales que no hay en otros sitios, definir una política exterior progresista, aumentar los niveles de educación en un país con enormes desigualdades. El efecto secundario de esto fue la creación del intelectual burócrata, cuya importancia “cultural” deriva de sus puestos y el manejo de los dineros públicos. No se puede juzgar en bloque a una comunidad, cada autor elige una forma única de salvarse o condenarse, y en México no han faltado autores independientes, que viven exclusivamente de su teclado.

-A muchos de tus cuentos (por nombrar dos: “Los culpables” y “Amigos mexicanos”) los recorre la traición. También aparece en “Filosofía de vida”. ¿Qué encuentras allí?
-Filosofía de vida se desmarca de eso en el sentido de que no alude a la identidad mexicana sino al problema del intelectual y su contexto en cualquier país: ¿Debe ser una cabeza sin mundo, consagrada a la reflexión sin dejarse influir por las bajezas de la vida real? Uno de los personajes cree en esa posibilidad, pero en forma muy problemática. Los cuentos que mencionas hacen una sátira de la identidad entendida como algo unívoco. ¿Qué tan mexicanos somos los mexicanos? ¿Es posible despertarse un día sintiéndose más mexicano que otro? A pesar de que cierta retórica oficial insiste en que eso es posible, tengo mis dudas. Esos cuentos tienen que ver con la identidad como lucrativa representación y simulacro de supervivencia.

-¿Con los años, tu idea de México se acerca más a lo horrible o a lo buñuelesco?
-Pertenezco a una generación que fue muy optimista. El país no era una maravilla pero “estaba cambiando”: el horizonte sería mejor. Después de la represión de Tlatelolco, en 1968, hubo una política compensatoria de oportunidades para la clase media y liberación cultural. Llegaron profesores latinoamericanos que huían de diversas dictaduras, surgieron nuevas universidades, nuevos periódicos y revistas. Había petróleo, la democratización avanzaba y creíamos en una utopía: cuando tuviéramos elecciones confiables, la voluntad popular elegiría al mejor. En 2000 la democracia llegó con una sorpresa de la que no nos hemos repuesto: el peor puede ganar limpiamente. Hoy México es un país con más de 40 mil muertos en los últimos cuatro años. Nada se ha devaluado tanto como las expectativas. Es algo muy grave. Cuando no puedes creer en lo intangible, la crisis en verdad es real.

-Sin culpa no hay historia, dices en un cuento. ¿Qué significa la culpa para Juan Villoro?
-Literatura.