martes, 26 de abril de 2011

Murió el poeta Gonzalo Rojas

"Dos poemas de su libro Contra la muerte"(1964)

Por Vallejo

Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: -Todavía.
Y le arrancó esta pluma al viejo cóndor
del énfasis. El tiempo es todavía,
la rosa es todavía y aunque pase el verano, y las estrellas
de todos los veranos, el hombre es todavía.

Nada pasó. Pero alguien que se llamaba César en peruano
y en piedra más que piedra, dio en la cumbre
del oxígeno hermoso. Las raíces
lo siguieron sangrientas cada día más lúcido. Lo fueron
secando, y ni París pudo salvarle el hueso ni el martirio.

Ninguno fue tan hondo por las médulas vivas del origen
ni nos habló en la música que decimos América
porque éste únicamente sacó el ser de la piedra más oscura
cuando nos vio la suerte debajo de las olas
en el vacío de la mano.

Cada cual su Vallejo doloroso y gozoso.
No en París
donde lloré por su alma, no en la nube violenta
que me dio a diez mil metros la certeza terrestre de su rostro
sobre la nieve libre, sino en esto
de respirar la espina mortal, estoy seguro
del que baja y me dice: -Todavía.



Contra la muerte

Me arranco las visiones y me arranco los ojos cada día que pasa.
No quiero ver ¡no puedo! ver morir a los hombres cada día.
Prefiero ser de piedra, estar oscuro,
a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír
a diestra y a siniestra con tal de prosperar en mi negocio.

No tengo otro negocio que estar aquí diciendo la verdad
en mitad de la calle y hacia todos los vientos:
la verdad de estar vivo, únicamente vivo,
con los pies en la tierra y el esqueleto libre en este mundo.

¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?

Dios no me sirve. Nadie me sirve para nada.
Pero respiro, y como, y hasta duermo
pensando que me faltan unos diez o veinte años para irme
http://www.gonzalorojas.uchile.cl/antologia/index.html

Sigue Polémica Vargas Llosa

MARTES, 26 DE ABRIL DE 2011
FERIA > OPINION
¿Es Mario Vargas Llosa liberal?






Por Rodolfo Alonso *
En principio, me desilusionó. Después de tanta bulla mediática, que aprovechó un desacuerdo inicial raudamente cicatrizado por nuestra Presidenta, Mario Vargas Llosa habló al fin en la mal llamada Feria del Libro (que debería ser en realidad Feria del Negocio del Libro). Y lo hizo sin limitación alguna, ante un público que dispuso no de una sino de dos salas, todo el acto (que cerró un largo monólogo disfrazado de entrevista) fue transmitido íntegro por televisión, los medios adictos lo arroparon como siempre, y hasta Página/12 le dedicó la tapa y un reportaje en sus tres primeras páginas.

Su acotada alocución, leída, no me resultó al cabo llamativa ni por el brillo literario ni por la novedad de los conceptos. La vulgata neoliberal fue reiterada, como si el Consenso de Washington o la reaganomics no hubieran estallado, tal como lo están ahora mismo padeciendo sus pueblos, en el mismísimo Primer Mundo. Pero algo me sigue sorprendiendo: que se sigan contrabandeando ideas opuestas bajo palabras que las contradicen. Hace ya mucho tiempo que, como anunció George Orwell en su difundido 1984, se reiteran vocablos que significan exactamente lo contrario de aquello que se les quiere hacer decir. Una de esas palabras, ya desde hace mucho trajinada es, por ejemplo, “liberal” y su genérico, “liberalismo”.

Sólo de manera burda, pero a la vez cínicamente eficaz, se puede intentar aplicar esos rótulos a lo que, en carne propia, nos tocó comenzar a padecer bajo el Proceso para culminar en los noventa: desguazamiento del Estado y la industria nacional, liquidación de los derechos sociales y laborales, indefensión ante la rapacidad financiera y multinacional, quebranto y miseria general, anulación de la entidad de ciudadano y de persona, imposición de criterios de rentabilidad empresaria como único valor, haciendo tabla rasa de toda solidaridad, imponiendo un vaciamiento ya no sólo económico sino ético y cultural, promoviendo un individualismo tan egoísta que resulta suicida.

Como bien dijo un gran intelectual antifascista italiano, Elio Vittorini, “la milenaria corriente liberal en la cual la revolución de clase de la burguesía supo a su tiempo insertarse”, tiene raíces hondas y una larga historia de enfrentamientos con el absolutismo monárquico y el totalitarismo religioso, que pretendían ocupar y regir toda la escena cultural y social. Y se puso de manifiesto, entre los siglos XVIII y XIX, con las grandes revoluciones europeas y americanas, americanas y europeas, que dieron origen a las naciones modernas.

Los derechos civiles y los derechos humanos son el resultado de una larga epopeya, a la vez siempre inconclusa. “Porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías, es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica.”

Quien dijo esto fue alguien al cual los seudoliberales solían en apariencia rendir culto, pero de quien se cuidaron bien de difundir esos conceptos: Octavio Paz. El mismo que, en reportaje de Jacques Julliard para Le Nouvel Observateur, agregó: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros”.

Es decir, algo que ya sabían muy bien liberales como el nicaragüense Augusto César Sandino, capaz de oponerse al imperialismo estadounidense. O como nuestro Lisandro de la Torre, autodefinido como “liberal orgánico”, que pagó con la vida su lucha contra la corrupción encarnada, entre otros, por los grandes frigoríficos ingleses. O como el perpetuo disidente Bertrand Russell que, siendo aristócrata, empezó como pacifista preso y terminó presidiendo el Tribunal Internacional para los Crímenes de Guerra en Vietnam.

Liberales como el italiano Randolfo Pacciardi, comandante del Batallón Garibaldi, que combatió en las Brigadas Internacionales defendiendo a la República española y que, tras la liberación, fue el único ministro de guerra que convocó un concurso de poesía. O como sus compatriotas, los hermanos Carlo y Nello Rosselli, aquellos “socialistas liberales” asesinados por el fascismo. Como lo fue el precoz Piero Gobetti, fundador del periódico La Revolución Liberal, pero capaz de escribir en el de Gramsci. Y como Norberto Bobbio, que preconizó toda su vida el reencuentro de la revolución social con los valores liberales y, en plena vigencia de la absurda profecía de Fukuyama, dejó su libro Derecha e Izquierda, subtitulado “Razones y significados de una discusión política”.

Liberales como sin duda fue nuestro Arturo Illia, acaso una de las últimas esperanzas de la democracia argentina, a quien destituyó un premonitorio golpe militar por enfrentarse a las multinacionales del petróleo y los medicamentos, y no por su supuesta inercia. O como el socialista Carlos Sánchez Viamonte, que llamó Liberalis a su revista. O como el científico y humanista Mario Bunge, quien se proclamó “liberal de izquierda”.

Me parece injusto, y me parece equivocado, permitir que se siga encubriendo con los dignos nombres de “liberalismo” y “liberal” lo que en realidad debería ser denominado “neoliberal” o “neocon”. Porque no es casual (nada es inocente en asuntos de lenguaje), que Norteamérica siga empleando el término inglés “liberal”, acentuado fonéticamente en la “i”, con el significado de “progresista”.

Un liberal auténtico se enfrenta sí con los poderes del Estado, cuando éste daña la libertad individual o cívica, pero lo hace enfrentándose también, en defensa de los mismos derechos, contra cualquier otro poder que se proponga amenazarlos: sea social, militar, religioso, cultural o, en estos tiempos, primordialmente económico, ningún liberal que se precie puede defender, si quiere serlo, monopolios, oligopolios, corporaciones y multinacionales, económicas o financieras, y peor aún si son globalizadas, universalizadas, frente a las cuales el individuo no tenga el simple derecho a decir “no”, ese derecho que es orgullo y garantía de cualquier liberal.

Desenmascarar a los seudoliberales de esta época, que no se amilanaron en propiciar o ser funcionarios de dictaduras sangrientas, como las de Videla y Pinochet por citar sólo las dolorosamente cercanas, es precisamente la tarea de cualquier liberal. Porque no fue Martínez de Hoz, sino León Trotsky quien afirmó: “El liberalismo fue, en la historia de Occidente, un poderoso movimiento contra las autoridades divinas y humanas, y con el ardor de la lucha revolucionaria enriqueció a la vez la civilización material y la espiritual”. Y no fue Domingo Cavallo, sino Adam Smith quien aclaró: “Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si en ella la mayor parte de los miembros es pobre y desdichada”.

Pero sí fueron de Mariano Grondona, en La Nación del 29 de octubre de 2000, estas palabras que delatan con absoluta nitidez a qué nos referimos: “Tendremos que resignarnos, por lo visto, a la idea de que la democracia contemporánea no es íntegramente democrática, sino un sistema mixto entre dos elementos: el voto formal y las encuestas; y un elemento oligárquico: el poder económico”.

¿Es ése un punto de vista “liberal”?, me animaría a preguntarle a Vargas Llosa, si confiara en su voluntad de responderme. Pero quien lo hace sin duda, de antemano, es uno de los últimos grandes humanistas europeos, un firme devoto de la mejor literatura: George Steiner, para quien: “Hoy, la censura es el mercado”.

* Poeta y traductor.

Entrevista a Jorge Edwards de Silvina Friera



El gesto blindado –a simple vista brusco– y el modo en que las cejas encuadran unos ojos que interrogan y aguijonean, que con un mínimo pestañear podrían manifestar un malhumor tal vez escatológico, pronto se desdibujan cuando Jorge Edwards saluda y sonríe. Pero es una risa que compone en el aire otra imagen, que suaviza las facciones de este hombre de 80 años –que aún juega al tenis cuando puede–, sin perder esa dureza paroxística que transmite. “Tanta gente que salió de un hueco pequeño, a lo mejor hacen yoga”, ironiza el escritor chileno ante Página/12, después de observar un bullicioso y multitudinario desfile de hombres y mujeres desde el café del Hotel Sheraton. Ironizar y desconcertar podrían ser dos familias de verbos asociadas a su figura y a su literatura. En el inclasificable La muerte de Montaigne (Tusquets), a caballo entre la ficción conjetural, la novela, la memoria y el ensayo, que presentó en la 37ª edición de la Feria del Libro, tira del elástico antidogmático del pensador francés del siglo XVI para llevar agua a su molino ideológico. “Mi proyecto siempre ha consistido en tratar de pensar por mi cuenta, fuera de los intereses partidarios, y no descarto que el proyecto pueda ser anticuado. ¿Reaccionario? No sé. A lo mejor. A lo peor”, confiesa Edwards al comienzo del libro.

Michel de Montaigne es uno de los protagonistas de este ensayo novelado o novela de “tesis”, que explora los últimos cuatro años de vida del autor de los Ensayos. En 1588, en vísperas de la turbulenta llegada al trono francés de Enrique III de Navarra y con las guerras entre católicos y protestantes aún frescas en la memoria, el escritor francés conoce a una joven admiradora de su obra, Marie de Gournay, con quien iniciará una misteriosa relación y la convertirá en su “hija de adopción”. El otro personaje es el propio Edwards, Premio Cervantes y actual embajador en Francia, quien con meridiana claridad iluminará aspectos de su propia infancia a la luz de las extravagancias del travieso y digresivo “Señor de la Montaña”, que descubrió por la vía indirecta de Azorín, novelista y ensayista de la generación española del 98. El escritor chileno afirmará que Montaigne es un precursor cercano de su “casi contemporáneo” Miguel de Cervantes, por el tono de la voz cervantina, el humor, la distancia irónica y la afición a los episodios sorprendentes. “¿Creen ustedes que voy a sostener que Montaigne soy yo, como afirmó Flaubert, dicen, que Madame Bovary c’est moi? –interpela Edwards a los lectores–. No me van a sorprender en esta debilidad inconfesable.”

–Pero una debilidad de vez en cuando, vamos, no viene nada mal.

–Yo también podría decir “Montaigne soy yo”, pero no creo que se pueda. Primero porque Montaigne no soy yo, eso es evidente (risas), y porque los procesos de identificación son cuestiones muy personales. A mí me cae más simpático Montaigne que Maquiavelo; pero no es que yo sea Montaigne, sino que encuentro en ese escritor cosas que me inspiran más, que me sirven para mi propia escritura. El escritor se alimenta de lo que lee; el gran alimento de la escritura es la lectura.

–¿En qué aspectos de su obra percibe a Montaigne como inspirador?

–En los últimos narradores que he usado en El inútil de la familia, El origen del mundo y La casa de Dostoievski, esos narradores bromistas, flexibles, que cambian de un personaje a otro, que pasan de un “tú” a un “yo” a un “él”; hay algo de esa manera muy juguetona que tenía de escribir Montaigne. Cuando Montaigne examinaba un tema y no llegaba a una conclusión clara, prefería abstenerse. Cuando discutía con alguien, admitía que lo empezaban a convencer las razones del otro, algo que rara vez diría un político. Montaigne, en cambio, tiene una visión de la convivencia: dialoga mucho con protestantes y con judíos, tratando de entender las razones de los otros. El decía: “Cada hombre lleva en sí la forma entera de la condición humana”. Esto es el renacimiento, la colocación del ser humano en el centro de las cosas.

–¿De todos los escritores que leyó, Montaigne era el menos angustiado por la “dificultad” de la escritura?

–Sí. Esos escritores sufrientes que cambian la frase durante tres horas y que al final del día han escrito sólo tres frases, a mí no me atraen demasiado. Si escribiera así, me aburriría profundamente y cambiaría de profesión. Yo tengo una manera de escribir mucho más rápida, prefiero conseguir un ritmo de escritura y una atmósfera. Después de una primera versión rápida, corrijo lento. Ahora llevo ocho meses en París y en mis levantadas matinales, que no son todos los días porque mentiría, he escrito ya todo el primer tomo de mis memorias, que llega hasta mis veinte años. Lo escribí muy rápido, en cinco o seis meses, a razón de cuatro páginas cada mañana. Pero la corrección es lenta, quizá me demore unos quince meses. Esta manera de trabajar me hace preservar algo que para mí es fundamental en la escritura: el tono, el ritmo, hasta lo que se podría llamar la respiración. Si escribiera minuciosa y lentamente, viendo el diccionario a cada segundo, a lo mejor me resultaría un texto sin vida. Yo prefiero algunos errores de gramática o de lenguaje a un texto rígido.

–En el libro cuenta cómo fue su viaje a Burdeos para conocer la torre de Montaigne. ¿En qué momento decide comenzar a “ficcionalizar” la escritura o incluir la crónica?

–Como he hecho en muchos otros libros, me gusta introducir la historia del propio libro; hablar de cómo algunos escritores escriben en los márgenes y cómo otros plantean un gran magma inicial y hacen textos que crecen. Conté ese viaje a Burdeos porque es real, ahí no hay ficción; es la crónica de un viaje. Nadie sabía en el hotel quién era Montaigne; en la oficina de turismo se confundieron y me mandaron con los papeles de Montesquieu y tuve que pedir que me los cambiaran; no encontré un taxi en el pueblo que me llevara hasta la torre y me metí en el bar, a las doce del mediodía de un sábado, y había un jaleo impresionante.

–¿Por qué ese lugar donde vivió Montaigne y el propio escritor están tan ausentes del imaginario de Burdeos?

–Lo curioso es que hay una moda intelectual de Montaigne, sobre todo en Francia, donde se han publicado muchos libros nuevos sobre su obra. Se habla de Montaigne, está en el aire, y creo que pronto sucederá lo mismo en Inglaterra y en Alemania; pero en el pueblo, la gente pasa por la torre donde vivió Montaigne y no le importa. La mayoría son campesinos, y yo imagino que deben ser campesinos similares a los de la época en que vivió Montaigne. Los mismos que veía desde su ventanita en la torre. He leído muchas descripciones de esa torre, pero en ninguna encontré un detalle que vi en su estudio, donde se replegó. Hay tres sillas de montar, puestas en caballetes. Este hombre que se replegó de repente ensillaba un caballo y se iba. Hay un viaje que hizo durante dos años desde Burdeos hasta Roma. Montaigne trataba siempre de identificarse con los lugares que visitaba. Cuando llegó a Roma, le dijeron que como era un caballero francés le iban a preparar comida francesa. Pero él lo rechazó, decía que quería comer las mismas comidas que comía la gente en Roma. Y con los mismos cubiertos y los mismos platos. Y estudiaba los idiomas porque como era latinista, tenía facilidad para los idiomas. Tenía una actitud vital casi de antropólogo.

Que Edwards admira a Montaigne, que como lector se “babea” con el escritor francés, no hay dudas. Podría estar toda la mañana hablando del “Señor de la Montaña” sin el más mínimo asomo de cansancio. “Su escritura tiene un ritmo y unos silencios maravillosos –explica–. No tiene la superstición de la frase perfecta. El hace una digresión y no vuelve a la idea anterior; a veces pone un título y empieza a escribir sobre otra cosa, pero deja el título. Se ha dicho que es un precursor del surrealismo; se ha hablado bastante de dos cosas sobre Montaigne: de Freud y del surrealismo, porque deja casi flotar el inconsciente cuando escribe. Hace mucha escritura espontánea, que es lo que buscaban los surrealistas con la escritura automática, pero eso son lucubraciones de teóricos literarios.”

–¿Y qué hay de sus lucubraciones como escritor?

–Montaigne es un pensador-literato, un filósofo literario; me gustan esos filósofos que escriben como escritores. Que escriben bien, como Descartes, Nietzsche y Kierkegaard. La escritura de Montaigne es chispeante, de una frescura enorme que se mantiene hasta hoy. Yo descubrí, por ejemplo, que Flaubert lo leía todas las noches. Flaubert decía que no sabía si Montaigne era el mejor escritor del mundo, pero si tuviera que escoger a un escritor para conversar, lo elegiría a Montaigne, sin dudas.

–¿Con qué escritor del pasado cree que no podría conversar?

–Hay algunos escritores buenos muy antipáticos, como Pascal, que era enemigo de Montaigne. Pascal era un fanático religioso, enemigo de la variedad, que es lo que más le gusta a Montaigne. Pascal decía que los errores de los seres humanos provenían del hecho de que no se quedaban tranquilos en su habitación. Eso a Montaigne lo mata y a mí también. Estamos en otro bando

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/2-21503-2011-04-26.html

domingo, 24 de abril de 2011

Jardines en otoño- Dirección: Otar Iosselian


Nota
El regreso del sibarita
Diego Brodersen
Estrenada el 30 de Abril de 2009

Calificación: **** (Máximo: *****)

Película Jardines en otoño (Jardins en automne, Francia-Italia-Rusia/2006) Dirección: Otar Iosseliani. Con Séverin Blanchet, Jacynthe Jacquet, Otar Iosseliani, Lily Lavina, Denis Lambert, Michel Piccoli. Fotografía: William Lubtchansky. Música: Nicholas Zourabichvili. Edición: Otar Iosseliani y Ewa Lenkiewicz. Diseño de Producción: Yves Brover y Emmanuel de Chauvigny. Distribuidora: IFA Cinema. Duración: 115 minutos. Apta para todo público. Salas: 4 (Arteplex Centro, Belgrano y Caballito y Showcase Norte).
Ocurrió, finalmente: Otar Iosseliani recibe su tercer lanzamiento comercial en la Argentina, a veinte años del estreno de Y la luz se hizo y a siete del de Hogar, dulce hogar. No se trata de un joven talento recién salido de las hormas del cine internacional sino de un veterano realizador con varias décadas y largometrajes sobre sus espaldas. Georgiano de nacimiento -vio el mundo en 1934, cuando esa región pertenecía al monstruo pan-cultural soviético-, Iosseliani viene desarrollando una filmografía de particular intensidad e idiosincrasia artística, primero en su país de origen, más tarde en Francia, país adoptivo en el cual vive y trabaja desde mediados de los años 80.

El quinto BAFICI le dedicó una retrospectiva virtualmente completa, oportunidad casi única de apreciar sus primeros trabajos –La caída de las hojas, Pastoral y Había una vez un mirlo cantarín, éste último uno de sus títulos más reconocidos-, en los cuales ya es posible reconocer su fascinación por el humor absurdo y la utilización de recursos del cine documental en estructuras narrativas de ficción, además de la intransigente búsqueda de algunos de sus personajes de ese algo inasible que solemos llamar libertad. Ya instalado en Europa, films como Los favoritos de la Luna, La caza de las mariposas o su antepenúltima película, Lundi matin, volverían a recorrer una y mil veces esas obsesiones, además de otras nuevas. O, tal vez, las mismas de siempre pero renovadas.

Jardines en otoño, en ese sentido, no viene a ofrecer nada novedoso, más bien todo lo contrario. Hay algo testamentario en este último opus, sensación reforzada por la aparición en pantalla del propio realizador como un personaje obcecado en la práctica de tres actividades: dibujar, fumar y beber; uno más entre varios del film que intentan por todos los medios olvidar cualquier clase de obligación y disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Algo similar puede afirmarse del protagonista, Vincent (Séverin Blanchet), quien al comienzo del relato encontramos ocupando un cargo ministerial, poco antes de que un escándalo lo encuentre renunciando a su cargo (o bien “lo hagan renunciar”, para ser más precisos).

Por su resistencia a construir una concatenación de escenas que desarrollen una trama en el sentido más tradicional del término, sería particularmente estéril describir la historia del film. Por el contrario, Jardines en otoño se ofrece como una serie de viñetas humorosas (satíricas, irónicas, soñadoras, hedonistas, excéntricas, entre otros adjetivos) empeñadas en contraponer esa existencia de supuesto trabajo y responsabilidad -que no es tal, como se advierte rápidamente- y la posibilidad de acceder a un día a día más cordial, menos falso, más humano. Vincent abandona puesto y hábitos y regresa al terruño, donde lo espera un nutrido grupo de amigos -siempre dispuestos a descorchar alguna botella-, un par de amantes consuetudinarias y su madre, encarnada por un Michel Piccoli travestido que, realmente, hay que ver para creer. Además de una propiedad inmobiliaria ocupada por decenas de inmigrantes africanos.

Pero Iosseliani no carga las tintas y su film no debería ser considerado simplemente un panfleto sobre las bondades de los placeres cotidianos o el cultivo de las amistades (aunque esa ideología de vida se filtre en gran parte del metraje). Las filiaciones con el cine de Jacques Tati saltan inmediatamente a la vista, particularmente el de Mi tío, tanto en la aparición sorpresiva del humor absurdo, atravesado en algunas ocasiones por el más puro slapstick, como en la notable utilización de los diálogos, más como cadencia musical que como reservorio de sentido (ver la secuencia insertada entre los títulos de apertura del film, con ese trío de ancianos revisando concienzudamente una serie de ataúdes, como quien elige productos en el supermercado). Pero también es posible encontrar puntos de contacto -esenciales, no de estilo- con otro practicante de placeres similares, el desaparecido cineasta portugués João César Monteiro, otro sibarita de la vida y el cine.

El Iosseliani-cineasta traza una pintura hiperbólica de la casta política, con sus despachos como pequeños Xanadúes de ocasión y sus galanteos protocolares, al tiempo que se permite opinar con enorme gracia sobre los cambios de la vida en los barrios, el fenómeno de la inmigración y las inestables máscaras de la civilidad (que tantas veces disfrazan la más prosaica de las hipocresías). Mientras tanto, el Iosseliani-personaje dibuja amorosamente en las paredes de un bar que será cerrado hacia el final de la película, testimonio del inevitable paso del tiempo y de los cambios que éste trae aparejado. La melancolía no tiene fin, pero la vida continúa.

http://www.otroscines.com/criticas_detalle.php?idnota=2715

Crìtica de Libros: La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa


La Gaceta Literariia; La Gaceta de Tucumán
Urania, el generalísimo y una inigualable novela de dictador
Domingo 24 de Abril de 2011 | Pluralidad de voces que polemizan sobre la verdad, con la muerte de Trujillo como telón
Novela
La fiesta del Chivo
MARIO VARGAS LLOSA
(Alfaguara - Buenos Aires)

Esta reedición es una excelente ocasión para repensar "la narrativa de dictador", un modelo de larga tradición dentro de la literatura latinoamericana, y uno de cuyos exponentes es El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias. Una anécdota cuenta que Carlos Fuentes propuso armar una suerte de mapa de los dictadores latinoamericanos. El desafío habría sido recogido por Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca), Augusto Roa Bastos (Yo, El Supremo), Alejo Carpentier (El recurso del método) y otros. La fiesta del Chivo es la segunda "novela de dictador" de Vargas Llosa. La primera -Conversación en la catedral- está centrada en la dictadura de Manuel Odría en el Perú.
La fiesta del Chivo se centra en Rafael Trujillo, el mítico dictador dominicano que se mantuvo más de 30 años en el poder, hasta que fue asesinado en 1961. Vargas Llosa parte de los momentos previos a la muerte del dictador a partir de tres historias: la de Urania, que regresa al país; el relato de Trujillo y el de los conspiradores.
La escritura escenifica la contradictoria y heterogénea trama que secretó la figura del tirano. Urania, la hija de uno de sus colaboradores más cercanos, encarna la tragedia de la mujer ultrajada y su narración nos permite asistir a la representación del poder desde una mirada ingenua que va cambiando. Desde un presente de exiliada, su memorioso relato se dirige a las mujeres sobrevivientes de la familia y a su anciano y enfermo padre. La historia de Urania da inicio y término a la obra, en el mismo espacio, el Hotel Jaragua.

El "macho cabrío"
La biografía de Trujillo se devana desde el presente de la vejez y la proximidad de una muerte anunciada. El personaje que comparte muchas de la notas del patriarca de García Márquez, maneja su país con total discrecionalidad, lleva adelante una modernización brutal avalado por la obediencia ciega. Trujillo ha producido una ingente literatura, por ejemplo las novelas En el tiempo de las mariposas, de Julia Álvarez (1994), y La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Díaz (2007).
Su origen mulato explica su odio a los haitianos, cuya migración corta de raíz en la que fue denominada "la matanza del río Masacre". Su larga familia comprende hermanos e hijos, una devoción sin igual por la madre y una alianza inescrupulosa con la esposa. El cuerpo del dictador logra un espesor fascinante e insiste en la devastación de una masculinidad basada en el imperio de la fuerza en la batalla y en la cama. Su incontrolable apetito sexual le ganó el apodo de "El Chivo", por la alusión explícita a "macho cabrío". Los férreos rituales del anciano buscan asegurarse que nada cambiará y que sigue siendo el Jefe, el que controla el mapa y la historia.
Algunos ex colaboradores, hastiados de los excesos del "Padre de la Patria", se conjuran para matarle, convencidos que así van hacia su propia muerte. Uno de ellos, Antonio de la Maza, piensa en la relación con el dictador: "Era algo más sutil e indefinible que el miedo: esa parálisis, el adormecimiento de la voluntad, del raciocinio y del libre albedrío que aquel personajillo acicalado hasta el ridículo, de vocecilla aflautada y ojos de hipnotizador, ejercía sobre los dominicanos".
El cambio democrático se hace bajo la tutela de los Estados Unidos y lleva a la presidencia a un colaborador de Trujillo, a dos años de la revolución cubana. El éxito de la conspiración desata la matanza encabezada por los siniestros y crueles hijos de Trujillo, Radhamés y Ramfis, y acaba con todos los implicados.
La narración apela a la memoria para armar un relato donde los distintos enunciados se enfrentan, polemizando por la verdad. Considera al relato histórico un "artefacto literario" y pone al sujeto en el centro del texto.
La fiesta del Chivo es una "morada de voces enfrentadas" y, al mismo tiempo, una eficaz escenificación que se apoya en el mito para destruirlo.
© LA GACETA

Carmen Perilli
http://www.lagaceta.com.ar/nota/432381/LA_GACETA_Literaria/Urania-generalisimo-inigualable-novela-dictador.html

viernes, 22 de abril de 2011

Vargas (Llosa) y Scalabrini (Ortiz) de Horacio Gonzàlez

Sería interesante pensar –discretamente, pues casi todo ya ha sido pensado– sobre la condición del intelectual. Pero posterguemos unas líneas la aparición de Vargas Llosa y en primer lugar veamos el caso de Raúl Scalabrini Ortiz. Me gustaría proponer que se trata de un intelectual sacrificial, al que defino como el que unge su prédica en términos de una misión trascendental. Nadie se la ha otorgado, pero se le va la vida en ello. Así, pone el sacrificio personal como precio de la verdad. Le sobrevuela la idea de suicidio, que Lugones había establecido, aunque no lo cometa. Su interés es por las grandiosas revelaciones. Las que suceden cuando en la conciencia colectiva se clavan los aguijones de la magna denuncia. Estas pueden consistir en el hecho de que todo está corroído. En que ha triunfado el mal bajo el nombre del bien, lo ilógico bajo el nombre de lo normal. Scalabrini abunda en estos temas; es su método para las reprobaciones. “Falso, todo es falso”, exclama angustiado cierta vez. Es que percibía una enaltecida trama cultural, pero dentro de ella se asfixiaba el país. Empréstitos ingleses, ferrocarriles ingleses, un Banco Central “hecho para los ingleses”.

Las tergiversaciones políticas que afectaban al cuerpo social las sentía en su propio cuerpo como malestar, oscura enfermedad. La escritura tenía, por eso, un aire febril. Era un sacramento. Equivalía a un síntoma, expresaba una dolencia. Ya en El hombre que está solo y espera había una idea antropomórfica de la naturaleza, de los ríos, el paisaje. Dice del hombre porteño, modo espiritual y mineral de la vida nacional: “Aventa las teorizaciones arqueológicas, poda la ampulosidad de los conceptos, humilla la arrogancia de los contextos legalistas y manumite al hombre de la artificiosa hojarasca literaria que le recubría...”. Con verbos un poco enrarecidos, señalaba un programa sensitivo, apoyado en grandes alegorías y recónditas energías vitales. Sin dictámenes letrados ni instituciones aúlicas. La teoría, la ley, la “hojarasca literaria”, como buen modernista, eran condenadas por Scalabrini. El asombroso éxito del libro, en 1931, le dicta un paradojal sentimiento. El del retiro del ruido mundano hacia el gabinete del estudioso que en soledad arroja sus dardos contra el demonio, como Lutero lanza su tintero en Wartburg.

Halperín Donghi le reprocha a Scalabrini que su estudio sobre cómo el país ha sido ahogado por el imperialismo inglés tiene un sabor demonológico. No es justo este dictamen, si se tratase de un acto sumario de descalificación. Sin embargo, es cierto que Scalabrini tiene una noción de culpa histórica y una tendencia a exorcizar los males colectivos desde una fuerza telúrica espiritualizada. Pero lo hace con una entrega inusual hacia la investigación de los archivos, que a partir de él pueden ser considerados yacimientos donde el destino de la ciencia convive con el sigiloso hechizo de los secretos que se guardan y deben ser revelados. Con él los archivos recobran el aire misterioso de cerrojo a la verdad que hay que revolver con intuición santa. Si se tiene en cuenta que el hombre de Corrientes y Esmeralda debía “aventar las teorizaciones arqueológicas”, para Scalabrini, hijo de un gran paleontólogo y autor de la célebre frase sobre “el subsuelo sublevado de la Patria”, no se presentaban tan fáciles las cosas. Cierta preferencia por hombres vitales y candorosos, abiertos hacia el mundo con su pudor casi místico, componía una parte de su libreto existencial. Pero había que excavar profundo, resguardarse de las acechanzas, expulsar de sí mismo la posible flojera ante fuerzas tan poderosas a ser denunciadas –un imperio–, y crearse una ética de soledad y esperanza para oscuras épocas de simulación.

Solamente Martínez Estrada llega tan lejos como Scalabrini en cuanto al profetismo laico que le atribuye a la tarea intelectual. Es cierto que estos dos hombres devocionaban cosas diferentes –uno, a la nación como redención moral; el otro, a la moral como forma vital de salvación–, pero usaban los mismos planos oculares, una misma hipótesis sobre lo insondable que emerge y se subleva. Ambos trataban sobre una escisión complementaria de un único momento: la verdad como encierro a liberar, lo falso que oprime en la superficie. El acto liberador debía constituirse, antes o después, en texto. Por eso, decimos ahora: cualquier canon nacional reconstruido debe poner a estos dos escritores frente a frente. Conmocionado, Scalabrini imaginó que los hombres del subsuelo que marchaban por las calles en 1945, no tanto salían con su libro en la mano, sino que salían “desde” su propio libro de 1931. Excesivo, Martínez Estrada pensó también que “desde” su libro de 1933, Radiografía de la pampa, emergían los personajes sociales que se manifestaban en la ciudad de esa misma década del ’40. Son dos intelectuales que conocieron por igual –diferencias políticas aparte– la fuerza del texto propiciador, incluso profético, y el martirio de su propia vida ofrecido como prueba de que los ensalmos salvadores no aparecían.

¿Persisten intelectuales de este rango? ¿Los años foucaultianos, con su intelectual cartógrafo o micropolítico, no los han desplazado? ¿Los modelos de investigación universitaria, las redes institucionales de tecnologías archivísticas y modelos de pesquisa, no los han convertido en anacrónicos? ¿Las foundations neoconservadoras no han creado una nueva figura del converso, el sepulturero más eficaz del pasado que lo persigue quedamente?

Sin embargo, se sigue devocionando a Rodolfo Walsh, que también cultivaba una noción de sacrificio, de aciagos días de justicia. Viñas había pensado mucho esta cuestión y había inventado un aforismo: a mayor criticismo, mayor riesgo. La tesis sobre el riesgo era también la punta trágica viñesca, pero en una época en que no había audibilidad para los lenguajes del tormento existencial. Ya Borges los había condenado por “patéticos”, en pleno momento del compromiso sartreano. Ensayó su respuesta en una literatura que refugió en grandes alegorías universalistas su profundo núcleo nacional y sembró sus alrededores de airadas conjeturas políticas. Terribles opiniones, verdaderos caprichos infantiles, convivieron con una magnífica obra que surge de los mitos más íntimos de la vida y el lenguaje. En cuanto a Cortázar, deslindó el problema y anunció en el preámbulo de Rayuela que no era concebible que un hombre pudiera cargar con los problemas y la representación de una nación: sincero reconocimiento de su propio juego literario.

¿Qué nos trae en cambio Vargas? No es el intelectual en su cartuja, pues está en el mundo, combate y caracolea. Curiosamente, retoma la idea de señalar las heridas del mundo para reencaminarlo, darle verdad frente a los hombres equivocados, como él dice haberlo estado, melancolía mediante, en los años sesenta. ¿Pero es el escritor destinado a conmoverse por los rumbos de una comunidad y lanzar sus profecías doloridas? Político que viaja con sus certificados, sus ujieres y palafreneros, alerta sobre los males presentes, por lo general resumidos en la expresión “totalitarismo”. Algo de aristocrática perversidad –se conoce su preferencia por el famoso y sutil escrito de Flaubert sobre las épocas de la historia entendidas según los tipos de zapatos femeninos– lo lleva a convivir con las incultas derechas argentinas. ¿Sufre allí su castellano apacible y bien modulado? No parece cuando suelta la lengua y arroja su tintero contra los demonios del populismo, ante la risa gorda de los recaderos del macrismo.

Pero de inmediato comprendemos que Vargas Llosa ha aprendido mucho de los políticos que actualmente frecuenta. Llega un momento en que modula la voz, retira adjetivos, calcula sus pasos, exhuma una distraída dulzura de hombre superior y acude al real goce del provocador, que es asumir la máscara ritual del fauno herido en su momento de prudencia y calma: “No vine a provocar”. Es que con los antiguos elementos del intelectual que llamamos sacrificial, actúa protegido por penumbrosas fundaciones, corporaciones mediáticas y conglomerados de derecha. Pero no corre riesgos, lo protegen símbolos de intocabilidad. Aunque su caso demuestra que estamos debatiendo sobre la historia viva del intelectual latinoamericano de la contemporaneidad, pues como sea –sofocados, invertidos, transfigurados, astutamente alterados–, los motivos de Vargas saben despertar un interés libertario. Late en ellos su drama personal, restos apagados de viejos debates, recuerdos que ahora sólo parecen amables conversaciones con aduladores de turno, y que en algún momento debieron ser turbulencias como las que ahora permanecen en el espíritu de los intelectuales latinoamericanos que viven en la espesura de la historia actual y no en el foro de las convenciones de las derechas mundiales.

¿Pero es de derecha Vargas Llosa? La genealogía del inquisidor, convertido luego en el moderno comisario político, es de las historias que despiertan inmediata adhesión. El la cuenta bien. ¿Quién las cuestionaría? Todos desearíamos ser hijos de la crítica a la intolerancia. Y efectivamente lo somos, al punto de una verdad a la que Vargas no ha llegado. Porque los verdaderos enemigos de la intolerancia, lo somos porque –nuevamente–, estamos inmersos en la dialéctica del lenguaje, en sus grandes paradojas, y menos en lo que ahora, en Vargas, es la cómoda linealidad de un liberalismo cuya ambigüedad da por descontada. Es liberal para trazar la historia de la modernidad y es liberal mientras se palmea con Hernán Lombardi. ¿No hay diferencias entre ambas acepciones? Entonces, su condición de hombre de derecha la da menos su vieja problemática literaria impregnada de una chispa que sin duda no ha cesado –pues piensa como un ironista liberal puro–, que su falso candor, repleto de ardides. Los ha mostrado, “encantadoramente”, en su discurso de la Feria. Y en verdad es encantador, hasta que el peso de la historia una y otra vez pone pesadas comillas en esta frase, sin abandonarla.

En su discurso desgranó estos temas, entre afirmaciones interesantes pero vagas, y trivialidades que no dejaban de ser simpáticas. Se mostró como si un personaje del Marqués de Sade, ahogando sus pasiones previsibles, se transformara en un amable conversador que da explicaciones sobre sus buenas novelas de iniciación de un modo que lo acerca –es una pena– a las pedagogías obligatorias de la globalización. El gran hombre relata sus complacientes fórmulas luego de darle consejos a la Presidenta y rezongar sobre premios como lo haría algún espíritu escéptico del siglo XVI. Como diría Sartre, su sinceridad suena de mala fe. Me gustó escucharlo. No dejó de coincidir con las palabras que en espejo poco antes dijo Bergoglio, ambos asombrados de tanta “crispación”. Dijimos que había “dos” Vargas Llosa. Ahora pienso que hay muchos, variados géneros multicolores de “Vargas Llosa”, replicantes que habitan un solo cuerpo. Interesante enigma, que nos instiga luego de este debate, que no fue vano, a respetar esas banalidades donde se cuela la tragedia real del novelista que es, y a imaginar un nuevo tipo de intelectual latinoamericano que permita el balance entre aquel éxtasis scalabriniano y este candoroso liberalismo vargaslloseano. En su misma exposición, la palabra “liberalismo” se mostró una de las tantas máscaras abstractas que no logra abarcar el conjunto de temas de un debate que excede –lector de Madame Bovary como él es y somos todos–, sus pasmosas ensoñaciones, ingenuidades y sofismas. Nadie le pide bolivarismo, en cambio es afligente su bovarysmo.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

Entrevista a Mario Vargas Llosa (muy inteligente)


Una entrevista con Vargas Llosa sobre la economía, Lula, Cardoso, el Estado, los liberales, Sudamérica, Humala y Dostoievski.
Por Martín Granovsky y Silvina Friera de Página12
Si tiene que quedarse con un solo libro sabe cuál es: La guerra y la paz, de León Tolstoi. Conoce su próximo voto en el ballottage peruano: será por Ollanta Humala y no por Keiko, la hija del dictador Alberto Fujimori. Confiesa que se siente perplejo sobre la crisis económica internacional. Y, quizá porque la provoca, acepta la polémica.

Mario Vargas Llosa vino a Buenos Aires para dar una conferencia en la Feria del Libro (ver página 5) y participar de una reunión de la Mont Pelerin Society, fundada en 1947, entre otros, por los economistas Milton Friedman y Friedrich von Hayek y presidida hoy por el neocelandés ultraconservador Kenneth Minogue, profesojavascript:void(0)r de Ciencia Política en la London School of Economics. Los visitantes fueron agasajados por Mauricio Macri y discutieron un tema que los preocupa: “El desafío populista a la libertad latinoamericana”.

A las 10 de la mañana de ayer, cuando recibió a Página/12 en la suite presidencial del Sheraton, la bruma caía sobre Retiro. Vargas Llosa miró el paisaje desde la ventana dos veces, al llegar y antes de irse. En el medio concedió un reportaje que aquí se transcribe en el orden exacto en que fue realizado y entero, incluyendo su crítica a la Revolución Cubana y hasta la curiosa forma en que el escritor se refirió a su idolatrado Fernando Henrique Cardoso, el ex presidente brasileño: Henríquez.

–En El sueño del Celta un personaje dice: “Se puede ser un gran escritor y un timorato en asuntos políticos”. ¿Qué piensa usted de la frase?

–El personaje a quien se refiere es Joseph Conrad y no Roger Casement. Conrad era timorato políticamente por una razón obvia: era un recién venido a la nacionalidad británica. Por otra parte, tenía esa especie de lealtad perruna que tiene un inmigrante de primera generación al país que ha hecho suyo, que lo ha acogido y al que se ha integrado. Aunque eran muy amigos, el hecho de que Casement optara por Alemania en la Primera Guerra Mundial, un país al que, por razones obvias, los polacos...

–Como Conrad.

–Claro. Los polacos odiaban a Alemania tanto como a Rusia porque los habían desaparecido como país. Eso hizo que Conrad tomara distancia de Casement y retirara su firma de ese manifiesto de los intelectuales que pedían la conmutación de la pena. Debió dolerle mucho porque eran amigos. Casement tenía una enorme admiración por Conrad. Conrad sí había apoyado la lucha de Casement contra el gobierno belga por las atrocidades que se cometían en el Congo. El diálogo es ficticio, inventado.

–Pero Conrad retiró su firma.

–Sí, sí existió el hecho de que Conrad retiró su firma, y aunque no hay testimonios de eso, es segurísimo que para Casement debió ser muy doloroso que una persona que tanto admiraba, y que además tenía prestigio, no quisiera firmar esa solicitud.

–¿Qué es un timorato en política? Porque timorato es una palabra que se usa poco.

Es alguien que teme pronunciarse con claridad sobre aquellas cosas que cree. No es una persona vacilante...

–No está hablando de un apolítico.

–No, es una persona que no tiene el coraje de asumir públicamente sus opiniones políticas porque piensa que hay riesgos implicados en ello. Eso diría que es un timorato. Una persona puede ser vacilante, puede tener dudas respecto a ciertos temas, eso es perfectamente legítimo.

–Y es bueno, ¿no?

–Sí, es bueno, en muchos casos es bueno. Tener mucha seguridad es peligroso (se ríe).

–¿Qué es lo contrario de “timorato” para alguien que conoce tan bien la lengua como usted? ¿Hay un antónimo?

–(Piensa.) A ver... Yo creo que es un poco exacerbado decir “valiente”. No lo sé. Me parece que si una persona tiene ideas políticas, sobre todo en circunstancias en que esas ideas están puestas a prueba (y ya no se diga cuando están en peligro), debe defenderlas. Si cree en ellas, debe defenderlas. Sobre todo en América latina nosotros sabemos muchas veces adónde conducen esos riesgos. Entonces me parece que una persona debe defender sus ideas, preferentemente con razones y no a pedradas o puñetazos.

–¿Usted hizo un click en sus ideas políticas de un momento a otro?

–No. Un click de un momento a otro nunca, creo. Ha sido un proceso. Por ejemplo, el pasar de convicciones socialistas a convicciones democráticas y liberales ha sido un proceso que tiene distintas etapas, pero creo que se inicia a mediados de los años ’60, en relación con Cuba, básicamente.

–¿Pero en algún momento hace un click entre no decir las cosas o decirlas?

–No, no. Digamos que yo creo que estaba muy identificado con la izquierda, básicamente a partir de la Revolución Cubana, y empecé a tener ciertas dudas, pero no me atrevía a hacerlas públicas. La primera duda seria que yo tengo con la Revolución Cubana es cuando la Umap, las unidades militares de apoyo a la producción, un eufemismo para campos de concentración.

–¿Por qué lo dice?

–Eran campos de concentración donde metieron a gusanos, a criminales comunes y a gays. Para mí eso fue una experiencia muy chocante, yo no lo esperaba. Conocí a bastantes de los jóvenes que fueron a los campos de concentración.

–El año pasado Fidel Castro dijo al diario La Jornada de México que la persecución a los gays había sido uno de los grandes errores de la Revolución Cubana.

–Un poco tarde, ¿no? Porque en esa experiencia pues no solamente sufrieron terriblemente chicas y chicos que eran identificados con la revolución, los del grupo El Puente. Fue muy traumático, muy violento, y para mí fue la primera vez que tuve dudas muy serias de si la Revolución Cubana era lo que yo creía y lo que yo decía que era. Ese hecho me fue cambiando muchísimo, me creó muchas dudas, me empezó a estimular actitudes críticas frente a la revolución. Otra experiencia que resultó confirmatoria y mucho más importante para mi evolución fue el apoyo de Fidel a la invasión de Checoslovaquia, cuando la invasión de los países del Pacto de Varsovia.

–La de 1968.

–Sí. Fue la primera vez que ya no me importó “armar al enemigo”, y lo digo entre comillas para hablar de la fórmula chantajista que mantenía siempre a los críticos de izquierda en el silencio. Ahí escribí un artículo que se llamó “El socialismo y los tanques”, claramente haciendo una crítica a la revolución. Pero todavía fui una vez más a Cuba después de eso, que fue la última vez que he estado allá, ya no me acuerdo el año, no sé si ’69 o ’70, inmediatamente antes del caso (del poeta Heberto) Padilla. Todavía no lo habían metido preso, pero era evidente que lo iban a meter preso en cualquier momento. Padilla estaba enloquecido por la tensión en la que vivía, y el clima era un clima... de una... Uff, había zozobra, había miedo entre muchos escritores que conocía muy bien. Yo salí completamente angustiado de ese viaje, y al poquito ocurrió el caso Padilla, que fue lo definitivo.

–¿Ese fue un cambio de ideas socialistas a ideas liberales?

–No, el liberalismo es posterior. En ese momento el socialismo entusiasta pasa a ser un socialismo muy crítico, pasa a ser una socialdemocracia. Yo me sentí como se sienten los curas que de pronto se vuelven ateos: muy desamparado, muy solo, en un mundo muy confuso. Fue un proceso lento de revalorización de la idea de democracia, la importancia de esa democracia formal tan denostada por la izquierda, y empecé a leer a Raymond Aron, a (George) Orwell, a (Arthur) Koestler y a (Albert) Camus, a quien había leído y había atacado cuando yo era muy sartreano. Incluso publiqué un librito que se llama Entre Sartre y Camus, contando esa evolución.

–¿Y el liberalismo cuándo comenzó en usted?

–Primero fue una especie de rescate de la idea democrática, de la importancia de esos valores formales, de las formas en lo político. Y luego creo que el liberalismo fue el descubrimiento de Isaiah Berlin y (Karl) Popper. La lectura de Popper, la lectura de La sociedad abierta y sus enemigos para mí fue fundamental; es uno de los libros que más me ha marcado, me ha cambiado, me enriqueció extraordinariamente lo que es la visión del autoritarismo, de lo que es el totalitarismo, y cómo esa es una amenaza que está siempre presente, incluso en las sociedades más libres, más avanzadas.

–Usted acaba de participar de un seminario sobre populismo organizado en Buenos Aires por la Sociedad Mount Pelerin. Popper fue uno de sus fundadores.

–Sí, claro, Popper estuvo en el año ’47...

–Y (Milton) Friedman y (Friedrich von) Hayek también. Los dos terminaron sosteniendo la dictadura de Augusto Pinochet.

–No tienen ellos la culpa de la dictadura de Pinochet.

–Sostenes, no causantes.

–Pinochet aplicó políticas de mercado, pero jamás apoyó la política liberal, que parte de la democracia política.

–Pinochet no apoyó el liberalismo político, pero Friedman y Von Hayek apoyaron la dictadura de Pinochet.

–No, no. Apoyaron la política económica, pensaron que la política económica era la buena, pero nunca apoyaron la dictadura de Pinochet, nunca apoyaron los crímenes, nunca apoyaron la desaparición de un Congreso, de elecciones libres. Nunca. Von Hayek ha defendido... Miren... No sé si han leído The Constitution of Liberty, un libro absolutamente fundamental en defensa de la cultura democrática y de la libertad económica a partir de la libertad política. Es el sustento fundamental de la idea de Von Hayek.

–Pero no estamos hablando de las ideas sino del apoyo a una política concreta.

–Pues yo no conozco ninguna declaración de Von Hayek a favor de Pinochet, que haya estado defendiendo la dictadura de Pinochet. Todo el paquete, con los crímenes, las desapariciones. Y si la defendió, se equivocó.

–Si quiere pasemos a Friedman. Estuvo varias veces como invitado en el Chile de Pinochet.

–Pero fue a dar conferencias.

–Hasta escribió cartas de agradecimiento a Pinochet por haber aplicado sus recomendaciones económicas.

–No conozco esas cartas.

–Son de 1975. Aquí están, impresas. Podemos leerlas, pero se extendería el reportaje.

–Si Friedman y Von Hayek lo hicieron, se equivocaron. Cometieron una gravísima equivocación y hay que criticarlos por eso, porque ningún liberal debe apoyar una dictadura política. Y si lo hace se equivoca, y hay que criticarlo. Yo soy un liberal y nunca he apoyado una dictadura.

–Isaiah Berlin es una cosa, Popper, que fue cofundador de la Sociedad Mont Pelerin, es otra. Y los otros dos fundadores, Friedman y Von Hayek, fueron muy activos políticamente, en los Estados Unidos y en Chile.

–La Sociedad Mont Pelerin es una sociedad creada fundamentalmente para pasar revista o tomar el pulso a la situación de la economía en el mundo. Es una sociedad que crean especialistas en economía, a la cual yo no pertenezco. Es la primera vez en mi vida que he asistido a una reunión de la Mont Pelerin. Yo estoy totalmente a favor de la libertad económica como un correlato de o contrapartida de la libertad política. Esa es mi visión del liberalismo. Esa es la visión de liberalismo de los liberales que admiro, que leo. De tal manera que si hay liberales que han apoyado una dictadura, para mí no son liberales. No tengo por qué cargar con la responsabilidad de señores que defienden dictaduras.

–Una sociedad de liberales políticos que reivindican a Friedman y Von Hayek es como fundar un centro de estudios socialdemócratas y ponerle de nombre Sociedad Lavrenti Beria, en homenaje al jefe de la policía secreta de José Stalin.

–(Se ríe.) ¡Pero es injusto! La Sociedad Mont Pelerin defiende la libertad económica, está constituida fundamentalmente por economistas, pero que yo sepa, que yo recuerde, jamás se ha identificado con ninguna dictadura, porque esa dictadura hizo políticas de mercado. Von Hayek y Friedman defendieron la libertad económica que se introdujo en Chile, defendieron ciertas reformas.

–¿Esas reformas se podrían haber introducido en 1973 sin dictadura?

–Deberían haberse introducido en democracia. Esa es la postura de un liberal. Un liberal es un señor que cree en la libertad y que cree que la libertad es indivisible, que no se puede dividir la libertad política de la económica. Ese es un principio básico del liberalismo. Está en Adam Smith, el padre del liberalismo. Si hay alguien que pretende dividir la libertad política y económica, se equivoca: no tiene derecho a ser llamado un liberal o da una visión completamente corrompida y criticable del liberalismo. Eso no es el liberalismo que defiendo y con el que yo me siento identificado. Además, creo haber demostrado que mi conducta es una conducta clarísimamente de defensa de la libertad en el campo político, en el campo social y en el campo económico.

–Usted acaba de participar en una reunión sobre el populismo en América latina. Uno podría decir que Franklin Delano Roosevelt, el presidente norteamericano que asumió en 1933, fue un gran populista. ¿Está de acuerdo?

–Todo depende de las definiciones. Por ejemplo aquí el día de la inauguración de la Mont Pelerin el representante del presidente de la Sociedad dijo que había un populismo “bueno” y un populismo “malo”. El populismo bueno era el de Ronald Reagan. ¿Qué es lo que quería decir este señor? Entendía por populismo la proyección a nivel popular de las reformas liberales a través de un gran comunicador, como era Reagan.

–Es el momento en que comienza el proceso de mayor desigualdad histórica de los Estados Unidos. Lo dice Paul Krugman, otro Nobel pero de Economía, no de literatura.

–Sí, pero... Si yo tengo que corregir cada frase vamos a perder mucho tiempo.

–No es corregir o no corregir. Es una entrevista.

–Los liberales no estamos a favor de que haya desigualdad.

–¿Qué quieren?

–Que todo nazca del éxito, del esfuerzo, de la producción de bienes o servicios que benefician al conjunto de la comunidad. Que haya gentes que tienen mayores o menores ingresos en función de su excelencia, de su talento, es legítimo para un liberal. Lo que no es legítimo es que esas diferencias se establezcan a partir del privilegio o de la desaparición de la igualdad de oportunidades de base, que es un principio liberal.

–¿Y qué sucede cuando, por ejemplo, como dice Krugman, Reagan modifica la política impositiva y quita impuestos a los más ricos? ¿No cambia lo que usted define como igualdad de oportunidades de base?

–Mmmm, es que ahí tendríamos que discutir muchísimo. Krugman no es precisamente un liberal. Krugman es un hombre muy inteligente, pero es una especie de socialdemócrata con debilidades considerables hacia fórmulas socialistas, colectivistas. Tiene debilidades en ese campo.

–¿Usted dice que Krugman, el columnista de The New York Times, es colectivista?

–Sí, tiene debilidades colectivistas, como muchos socialdemócratas muy respetables, demócratas impecables que tienen debilidades colectivistas. Por ejemplo los demócratas cristianos son absolutamente demócratas, pero ellos creían que el Estado tenía que intervenir masivamente en la economía para suplir lo que llamaban las desigualdades de base. Los liberales siempre hemos criticado esa idea.

–¿Pero acaso la intervención del Estado no la propugnaba también Adam Smith?

–No, no. La intervención del Estado en la economía para suplir lo que los demócratas cristianos llamaban –porque eso ha cambiado– las debilidades de base, es una forma de intervencionismo que al final genera mucha más injusticia y muchos más privilegios. Pero en fin..., eso creo que nos aburriría muchísimo.

–Volvamos al tema del populismo. Del populismo bueno y del populismo malo.

–Pero eso decía ese señor y yo creo que se equivocaba. Llamaba populismo a una forma de popularidad. Entonces, si eso es populismo toda forma de comunicación exitosa sería populismo. Yo creo que populismo es sacrificar el futuro en nombre de una actualidad pasajera, efímera, y hacer política con esta visión. Hay un populismo de derecha y hay un populismo de izquierda, sin ninguna duda.

–¿El cortoplacismo sería un populismo?

–El cortoplacismo es una forma de populismo, sobre todo en medidas económicas. Pero hay un populismo político, no solamente económico.

–Si le parece volvamos a Roosevelt. Usted no desconoce qué hacía. Con la radio como herramienta, le hablaba directamente al pueblo sobre los efectos de la crisis de los años ’30.

–¿Pero qué es lo que consigue Roosevelt? Consigue dar seguridad en un momento de una inseguridad terrible. Entonces, con esa tranquilidad con la que él se dirige a su sociedad, a sus electores, crea una seguridad que hacía una falta extraordinaria para que la crisis económica no se profundizara.

–Roosevelt les decía a los ciudadanos que apelaba directamente a ellos para explicarles que el Senado y los bancos no lo dejaban resolver la crisis.

–Pero bueno, está bien... El Senado y los bancos en ese momento no lo dejaban gobernar. A veces es bueno no dejar gobernar a los políticos si hacen malas políticas, ¿no es verdad?

–¿Y en ese caso era bueno?

–No hablo de hacer revoluciones, pero sí de que existan una democracia y unas instituciones que permitan frenar las malas leyes. Por ejemplo en el Perú, en la época de Alan García, nosotros conseguimos parar una medida, que para mí era el final de la democracia: la nacionalización de los bancos. Y la paramos en democracia, sin hacer nada sedicioso, mediante manifestaciones y actos públicos. Y al final conseguimos que esa ley, que era una mala ley que podía acabar con la democracia en el Perú, no prosperara, diera marcha atrás y no hubo ningún muerto, ningún preso.

–¿Ningún liberal reivindica a Roosevelt y a John Maynard Keynes? Un liberal como usted, ¿qué dice?

–Keynes sí. Ambos fueron grandes demócratas. Keynes fue un genio, un hombre de una cultura absolutamente prodigiosa, y las tesis keynesianas, que la socialdemocracia luego hace suyas, son unas tesis generadas en un contexto muy especial de crisis terrible, en las que ya no estaba en juego una política económica sino la supervivencia de un país y de una cultura democrática. Ese es el contexto en el que nace el keynesianismo, que no se puede aplicar de una manera automática. Nadie ha descrito mejor que el propio Friedman lo que significa la inflación para un país, ¿no es verdad? Yo tengo mucho respeto por Keynes, creo que es uno de los grandes pensadores modernos, sin ninguna duda, y en cierta forma buena parte de su legado lo pueden reivindicar los liberales. Sin ninguna duda.

–En cierta medida, y siguiendo su frase de que nada se puede aplicar de manera automática, los países más importantes de Sudamérica estaban en una situación parecida a la que usted describe. Y en los últimos años resolvieron su tremenda crisis con mayor intervención estatal.

–Hay circunstancias en que ningún liberal va a rechazar una cierta intervención del Estado a partir de ciertos consensos democráticos, por supuesto. Sin ninguna duda, ¿no es verdad? En esta última crisis terrible, por ejemplo...

–La crisis mundial que comenzó en 2008.

–Sí. Frente a ella, los liberales han estado completamente divididos. Algunos decían que se trataba de “salvar al muerto” que se iba a morir. Entonces, si se va a morir, que intervenga el Estado. Otros liberales decían que lo que se iba a morir no era el Estado sino las políticas que nos han llevado a esta crisis absolutamente monstruosa.

–¿Y usted qué decía?

–Yo estaba en la confusión total, y creo que ahí se necesitaba un tipo de conocimiento técnico de la magnitud de la crisis y de las consecuencias para tomar una decisión. Yo carecía de eso y simplemente, como sobre muchas otras cosas, lo que he declarado es mi perplejidad. Sobre eso no puedo opinar porque no sé, opinaría a partir del puro pálpito y creo que eso es irresponsable, no en literatura, pero sí en política.

–¿Tiene un pálpito para el ballottage peruano entre Ollanta Humala y Keiko Fujimori?

–No hay pálpito allí sino un conocimiento muy claro. Hay un mal menor y un mal menor. El mal mayor es Keiko Fujimori y entonces yo voto por Humala. Eso es clarísimo. Los problemas que pueda traer Humala ya los enfrentaremos cuando venga. Pero tengo una esperanza que quiero que quede escrita. Mi esperanza es que Humala se aleje realmente de (Hugo) Chávez y se acerque realmente a gente como (Luiz Inácio) Lula (da Silva), como (José) Mujica, como (Mauricio) Funes, y haga una política semejante en el campo económico.

–De cualquier modo, en América latina cada país se termina dando su destino nacional, no hay forma de copiar...

–No hay destinos nacionales...

–Aunque alguien quiera copiar, no podrá hacerlo porque cada nación es única.

–Hay formas de copiar la orientación, hay formas de entender que la creación de la riqueza pasa por el mercado, no pasa por el estatismo. Las pruebas son tan absolutamente contundentes... Eso lo han entendido el socialismo chileno, el uruguayo, el brasileño. Hay una izquierda peruana que ya entiende eso, aunque es muy pequeñita. Ojalá con Humala ésa pasara a ser la política que se adopte. Sería una salvación.

–Usted habló de Lula como modelo. Su estrategia fue de intervención fuerte del Estado.

–No tan intervencionista gracias a que el anterior presidente fue Henriquez Cardoso. Las grandes reformas que ha aprovechado Lula las hace Cardoso. El es el gran estadista.

–¿Fernando Henrique Cardoso?

–Sí.

–Pero Lula no representó la continuidad respecto de Cardoso sino la ruptura.

–¡No, no, no! ¿Cómo? ¡Qué horror, qué injusticia! ¡Qué dices!

–Brasil creció y se hizo más justo con Lula.

–Pero porque la gran reforma económica, la gran reforma monetaria la hace Henriquez Cardoso. Crea las bases de una economía de mercado. Abre las fronteras de Brasil. Lo que pasa es que lo hace con discreción, con una elegancia británica porque no es un populista. Entonces Lula, que no sabía nada de economía, que no entendía absolutamente nada...

–¿Usted dice que un hombre que fue fundador del Partido de los Trabajadores y secretario general de los metalúrgicos no sabía nada de economía?

–Lula de pronto se encuentra con un país preparado gracias a la extraordinaria habilidad y la inmensa cultura de Henriquez Cardoso, que es el que abre la modernidad para Brasil, el que introduce una economía de mercado auténtica, el que hace entender a la izquierda brasileña que no hay creación de riqueza sin mercado, sin empresa privada, sin inversiones, sin integración al mundo. Y Lula, en buena hora para Brasil, sigue esa ruta.

–Tal vez Lula sea considerado “tribal” por Hayek, pero Lula es el que habla de justicia social, no Cardoso.

–Hablar de justicia social no quiere decir nada...

–Hayek decía que buscar la justicia social es una actitud que venía de las tribus o las hordas. ¿Lula fue tribal al poner en práctica ese principio?

–Para hacerlo hay que crear riquezas. Un país tiene que prosperar. Eso es lo que ha permitido la política de Henriquez Cardoso: que ese país prospere.

–Pero el país no creció con Cardoso, y no superó el tres por ciento anual.

–Pero creó las condiciones y empezó a crecer y se ordenó la moneda. Encontró una estabilidad que en la historia Brasil prácticamente no había tenido nunca. Esa estabilidad es fundamental para que haya una economía de mercado. ¿Cómo puede haber inversión, cómo puede un empresario proyectar su plan de trabajo, de inversiones, si la moneda está sujeta a los vaivenes permanentes como estaba cuando sube al poder Henriquez Cardoso?

–Tal vez la novedad de Lula sea que la justicia social no fue sólo un valor sino una condición de eficacia y posibilidad práctica para conseguir el desarrollo económico.

–Ahí nos estamos acercando ya, creo (risas). No hemos hablado nada de literatura, sólo una preguntita. El ideólogo no lo ha permitido (se ríe). Una entrevista tras otra... Qué barbaridad, es un ritmo estajanovista.

–Es una palabra muy soviética.

–Ahora que la Unión Soviética desapareció se pueden decir.

–¿Es retro, es vintage?

–He visto en Nueva York los retratos del realismo socialista y ahora resulta que la frivolidad ya los puso de moda. La frivolidad de la vanguardia hace que toda esa pintura se empiece a rescatar en las galerías neoyorquinas.

–¿Qué hubiera dicho Milton Friedman?

–Friedman era un buen lector de novelas. La única vez que conversé con él no hablamos nada de economía, sólo de literatura.

–¿Qué está leyendo usted ahora?

–El último libro de Jorge Edwards, La muerte de Montaigne. Parece una crónica histórica y después empieza a surgir la ficción.

–¿Con qué libro se quedaría?

–La guerra y la paz. Si tengo que quedarme con uno solo quizá me quedo con ése.

jueves, 21 de abril de 2011

La hora de la religión de Marco Bellocchio

La hora de la religión, de Marco Bellocchio
¿Santa madre?
Diego Batlle
Estrenada el 02 de Diciembre de 2010

La hora de la religión (L'ora di religione, Italia/2002). Guión y dirección: Marco Bellocchio. Con Sergio Castellitto, Jaqueline Lusting, Chiara Conti, Gigio Alberti, Alberto Mondini y Gianfelice Imparato. Fotografía: Pasquale Mari. Música: Riccardo Giagni. Edición: Francesca Calvelli. Diseño de producción: Marco Dentici. Distribuidora: Primer Plano. Duración: 105 minutos. Apta para mayores de 13 años. En DVD (ampliado). Salas: 3 (Arteplex Belgrano, Arteplex Centro y Arteplex Villa del Parque).
A casi una década de su controvertido estreno en Italia (recibió un fuerte cuestionamiento de vastos sectores de la Iglesia por su supuesto contenido blasfemo) y su paso por la competencia oficial del Festival de Cannes 2002, llega esta gran película de Marco Bellochio, sin dudas uno de los mejores directores de la historia del cine de ese país. Se trata de un film duro, exigente y muy provocador, cuyo demorado lanzamiento local en DVD ampliado se debe más a un cálculo comercial luego del sorprendente éxito conseguido aquí por Vincere que al genuino interés por distribuiir una propuesta de estas dimensiones y alcances. Sea cual fuere el motivo real, resulta bienvenido su arribo a las salas argentinas para generar lo que podría ser un rico debate intelectual y cinéfilo.

Habituado desde hace décadas a las polémicas, el creador de El diablo en el cuerpo se centra aquí en los dilemas morales de Ernesto (el gran Sergio Castellitto, ganador del European Film Award por este trabajo), un artista plástico ateo que debe enfrentar una compleja confabulación por parte de su familia, que apuesta su futuro a la casi segura canonización de la madre del protagonista, asesinada por su hermano insano.

Con un estilo visual y narrativo tan sugerente como extraño (en el que nada es como parece y en el que el director ofrece más indicios que certezas), La hora de la religión resulta muy interesante en la incursión en la torturada mente de Ernesto, por más que algunos elementos y situaciones no se resuelvan en los términos en que el espectador convencional está acostumbrado a que le "cierren" las historias. Así, aun cuando puede resultar algo desconcertante, esta épica familiar / psicológica / espiritual es otro saludable reencuentro con un director único, poderoso e inteligente como Bellocchio.
http://www.otroscines.com/criticas_detalle.php?idnota=4924

miércoles, 13 de abril de 2011

Increíble noticia: Guerra contra una telenovela

Los militares brasileños, en pie de guerra contra una telenovela
13/04/11 Pidieron sacar del aire una tira que habla de las violaciones a los derechos humanos en la dictadura. Por Eleonora Gosman
San Pablo. Corresponsal

Brasil, Dilma Rousseff “Amor y revolución”, la más flamante telenovela entre las emitidas diariamente por los principales canales brasileños, alteró los ánimos de algunos sectores militares que quieren impedir la investigación de los crímenes contra militantes, cometidos en 21 años de dictadura (1964-1985). El estreno de esa tira, hace una semana, permitió llevar a un público masivo una visión más detallada de los delitos de lesa humanidad en que incurrieron los gobiernos militares brasileños, luego del golpe que derribó a Joao Goulart.

En un intento por movilizar las segundas líneas de las Fuerzas Armadas, una web militar brasileña –www.militar.com.br– distribuyó por Internet una solicitada para su firma por los suscriptores, donde reclama al Ministerio Público Federal que tome “medidas” respecto de la emisión de la telenovela: a saber, que la saque del aire . Argumenta que el gobierno de Dilma Rousseff hizo un acuerdo con la emisora SBT, propiedad de Silvio Santos, para que diera espacio a “Amor...”. A cambio de eso, Santos recibiría ayuda para enfrentar la quiebra de su banco, el Panamericano, ocurrida a fines de 2010. El comunicado fue hasta ahora firmado por 336 militares no identificados “tanto activos como en retiro”.

La historia de “Amor y Revolución”, emitida en horario central, refleja una realidad común a los países sudamericanos de la época, en la que militantes anti dictatoriales y de organizaciones armadas fueron perseguidos y con frecuencia exterminados sin que sus verdugos dejaran rastros de sus delitos. Uno de los personajes de la novela es un militante de izquierda que es secuestrado y torturado hasta morir.

Abundan las escenas de sadismo , desde un joven que se saca la bala de su hombro hasta la tortura practicada por agentes del DOPS (Departamento del Orden Político y Social), la columna vertebral de la represión en Brasil.

La organización Tortura Nunca Más declaró que la solicitada intenta “impedir la búsqueda de la verdad de ese período”. De hecho, los autores de la iniciativa lo dicen explícitamente: “Las fuerzas armadas no deben permitir, dentro de la legalidad, que tal novela sea exhibida. Conviene destacar que las Fuerzas Armadas ya se manifestaron negativamente respecto de la novela”.

Según los organismos de derechos humanos, “en realidad ellos quieren tapar todo. Es así que no abren los archivos y pretenden que la historia no sea contada; menos aún si alcanza a un público masivo”. Para el libretista Tiago Santiago la acción de ese grupo de militares es “irracional y descabellada”. Aclaró que de ninguna manera irá a introducir cambios en la historia: “No voy a favorecer a delincuentes, torturados y asesinos”. Ese sector de la derecha militar considera que la línea histórica de la novela se basa en la vida juvenil y militante de la presidenta Dilma Rousseff, como lo admitió el propio Santiago. Sus voceros creen ver en el libreto una intención “maniquea” y critican lo que presumen que es “su falta de rigor en la descripción de los acontecimientos”.

Diario Clarín

Bafici

Título Original A espada e a rosa
Título en Inglés The Sword and the Rose
Director João Nicolau

Países
Año 2010
Formato 35 mm
Color Color
Duración 137 min
Reparto:
Manuel Mesquita, Luís Lima Barreto, Nuno Pino Custódio, Pedro Faro, Joana Cunha Ferreira
Produccion:
Guiòn: João Nicolau, Mariana Ricardo
Fotografía: Mário Castanheira
Montaje: Francisco Moreira, João Nicolau
Producciòn: Sandro Aguilar, Luís Urbano
Sinopsis

Colaborador de Marcelo Gomes y autor de algunos cortos de delirante transcurso como Rapace (Bafici 2009), João Nicolau logra en su primer largometraje la extensión y desarrollo de esas ideas, conformando un verdadero mentís a la noción de que cine independiente equivale a economía de peripecias. Los personajes de A espada e a rosa desprecian el ensimismamiento y se mueven por el mundo como si les perteneciera, ansiosos por hacer. En el camino se las arreglan para desafiar la imagen que tenemos del cine portugués, el encasillamiento de los géneros y también, por qué no, las leyes de la física. Manuel (Manuel Mesquita, también en Rapace) sale de su casa acosado por deudas impositivas –analizadas en un divertido duelo musical con el cobrador– y decidido a comerse el mundo. Así llega a un grupo de descastados que vive en un barco y planea dedicarse a la ¡piratería! Claro que estamos en el siglo XXI y el abordaje será sideral… Pero mejor no contar demasiado: A espada e a rosa es una caja de sorpresas.

El aire del riío de Carlos Gorostiza

La acción de esta obra, que se desarrolla sin interrupciones y con los mismos actores, se inicia alrededor de 1800 en la época colonial, continúa en 1900, en pleno auge de la corriente inmigratoria, y finaliza en la actualidad, apenas iniciado el 2001. Los tres personajes viven sus escenas avanzando individualmente a través de los tiempos, enfrentándose y confrontando así los lenguajes y modismos propios de cada época.

En las primeras escenas los tres personajes utilizan el lenguaje de la época colonial; el autor se basó en una copia original de la obra anónima de cerca de 1800 titulada El amor de la estanciera, y en estudios realizados por María Beatriz Fontanella de Weinberg en la Universidad del Sur. En cuanto a las escenas que corresponden a la etapa del gran movimiento inmigratorio, se apoyó sobre todo en su memoria personal y en diálogos de sainetes de la época( Lástima que, por desgracia; Pompeyo Audivert sigue hablando en cocoliche en el siglo XX).

En El aire del río se aborda el proceso político-dramático de nuestro país a lo largo de la historia, mostrando lo que sucede en el interior de una casa a través del reencuentro entre Domingo, Isabel y Francisco. Hay una continuidad en la acción ligada al vínculo entre ellos a lo largo de sus vidas, mientras afuera siempre está sucediendo algo inquietante y violento, a la vez que llega recurrentemente el aire cálido del río.

Autoría: Carlos Gorostiza
Actuan: Pompeyo Audivert, Alejandro Awada, Ingrid Pelicori
Vestuario: Aníbal Duarte
Escenografía: Héctor Calmet
Iluminación: Héctor Calmet, Miguel Morales
Dirección: Manuel Iedvabni

TEATRO SAN MARTIN
Comentario: Interesante pero un tanto sobrevaluada, se sostiene en las actuaciones, pero creo que decir que pasa toda la historia argentina es exagerado.

martes, 12 de abril de 2011

Lo que está en juego en Colombia de William Ospina


Si se quiere, después de La franja amarilla,
publicada originalmente en revista Número 9, marzo de 1996,
éste es el ensayo más directo, certero y esclarecedor
del poeta y ensayista William Ospina.



Por William Ospina
Pinturas de Beatriz González, de la serie «Uno sobre quinientos».

En el siglo XVI, el territorio de lo que hoy es Colombia vivió, como el resto del continente, pero de modo especialmente severo, las guerras del oro. Poderosos ejércitos europeos de ocupación arrebataron a los pueblos nativos todo el oro elaborado de sus santuarios, de sus casas y de sus ornamentos personales, y después sondearon en las venas de la tierra y explotaron mediante el trabajo de los indios y de los esclavos traídos de África, el oro de las minas. Por los mismos tiempos, en Cumaná y en el cabo de la Vela, se vivió la guerra de las perlas, en la cual fueron sacrificados decenas de miles de seres humanos. Estaba esa guerra en su plenitud cuando una región remota del territorio vivió la guerra de la canela: la expedición de Gonzalo Pizarro había remontado violentamente con sus tropas y con miles de siervos indígenas las cumbres nevadas de Quito, buscando unos legendarios bosques de caneleros que no aparecieron jamás. En esos mismos tiempos, el valiente y cruel Pedro de Ursúa libró cuatro guerras feroces: una contra los panches, en el país de montañas azules de Neyva; otra contra los muzos, en el país de las esmeraldas; otra contra los chitareros, en los páramos de Pamplona hasta el cañón del Chicamocha, y otra contra los tayronas, en el país de ciudades de piedra de la Sierra Nevada de Santa Marta. En aquel tiempo estas tierras fueron escenario de algunos episodios centrales de la historia occidental, y epicentro de los grandes mitos de la época: el país del Oro, el país de las Perlas, el país de la Canela, el país de las Amazonas.
La Colonia fue una época de crueldades y de injusticias, pero no hubo en ella grandes conflictos armados, sino una sola sombra larga: la extenuación de siervos en las encomiendas y de esclavos en minas, campos de algodón y planicies de caña de azúcar. Los choques armados reaparecieron cuando se libró la guerra de Independencia, que enfrentó a los criollos con los españoles. Esa guerra supuso también un reorde-namiento de los mercados, una redistri-bución de las influencias de las grandes metrópolis, y contó con la colaboración eficaz de los franceses y los ingleses, interesados en abrir nuevos horizontes para sus mercaderías. Así, con el discurso de la Revolución Francesa, de la división de los poderes públicos, las nuevas repúblicas inspiradas en el pensamiento de la Ilustración abrieron camino al libre cambio, al comercio de maderas, de quina y de tabaco, a las promesas de la modernidad. Y de allí nacieron otros conflictos: conflictos mercantiles entre artesanos proteccionistas y comerciantes librecambistas; políticos, entre federalistas y centralistas; económicos, entre defensores de la esclavitud y abolicionistas. Entre estos últimos se libraron varias guerras, hasta el triunfo precario, pero significativo, de la abolición.
La primera riqueza nacional que no parece haber producido una guerra de inmediato fue el café. Pero ello se debió a que el territorio necesario para esa economía había sido previamente despoblado por la Conquista y abandonado después, hasta comienzos de la República, a las inercias de la naturaleza, hasta que oleadas de colonizadores antioqueños y caucanos del siglo XIX prepararon con hachas y con incendios el terreno donde habrían de ordenarse los cafetales. Con el final del siglo XIX, la guerra de los Mil Días, cuyas causas fueron a la vez la disputa por la tierra y las nuevas pautas de modernización, terminó precipitando el zarpazo imperialista sobre el territorio donde se construiría el más importante canal interoceánico del hemisferio occidental. No había cicatrizado el país de la secesión del istmo de Panamá, cuando empezaron las crueles guerras del caucho, consecuencia de la invención del automóvil y de la desaforada demanda de materia prima para neumáticos por parte de la industria naciente. Vino después la guerra de la industrialización, que se manifestó sobre todo como persecución contra las organizaciones de trabajadores fluviales, contra los sindicatos y contra los trabajadores bananeros, uno de cuyos episodios fue la nunca olvidada masacre de 1928.


A partir de 1940 comenzó una nueva guerra, a la que se ha llamado a secas la Violencia, pero que bien podría llamarse la guerra del café, ya que se centró en los departamentos cafeteros de Colombia, es decir, los que sostenían al país, pues desde hacía casi un siglo el café se había convertido en la principal fuente de ingresos de nuestra sociedad. Esa guerra permitió que una región de minifundios democráticos se convirtiera, al cabo de 20 años, en una región de numerosos latifundios cafeteros, y que las ciudades colombianas crecieran de un modo desmesurado con la población desplazada de los campos. Esa guerra también podría llamarse la guerra contra la pequeña agricultura, sobre la que reposaba la riqueza nacional, o la guerra urbanizadora, o la guerra paralela al proceso de industrialización del país.

Apenas terminaba la violencia que dio origen a nuestras ciudades modernas cuando recomenzó la violencia guerrillera, que ahora unía a las guerras agrarias por la tierra, los conflictos engendrados por la pobreza, la exclusión y el resentimiento, y que tuvo como acicate la guerra estatal contra toda oposición democrática. No hay que olvidar que el Frente Nacional funcionó siempre sobre la base de una periódica suspensión de las garantías constitucionales para la población a través de la coartada despótica del Estado de Sitio; así, la violencia fue utilizada para reprimir el descontento y las demandas democráticas de la población; la violencia era el sustituto de las reformas liberales. También se dio entonces el avance violento de la colonización y de los desplazados sobre los territorios menos explorados del país, sobre la Orinoquia y la Amazonia, y el descubrimiento de nuevas riquezas, con el inevitable presagio de nuevas guerras derivadas de ellas. Así nació la guerra de la marihuana, y gradualmente después la guerra de la coca, que acabaría enfrentando a los grandes traficantes de cocaína con el Estado, al Estado con los pequeños productores de hoja de coca, y a una comunidad pobre, forzada a vender lo que le compran, con un imperio opulento y hastiado que nunca pagó tan bien los frutos del trabajo honesto y abnegado de nuestros campesinos. A esas guerras se han sumado recientemente los conflictos por la biodiversidad, la disputa por territorios que se adivinan ricos en petróleo, y una reviviscencia de las guerras del oro, porque al parecer mucho oro queda todavía en lo que fue por siglos la región más aurífera del continente. Las minas que produjeron el metal en otro tiempo fueron explotadas con recursos artesanales, de modo que todavía sus filones profundos pueden ser desentrañados por la gran tecnología contemporánea.



¿Quiero decir con este largo catálogo que la nuestra ha sido una historia de guerras? En parte sí, pero también quiero señalar que en nuestra historia cada guerra parece haber correspondido a una riqueza particular: al oro, a las perlas, a las esmeraldas, al café, al caucho, a la marihuana, a la coca. Incluso a veces a riquezas fantásticas como la canela, a riquezas potenciales como el canal interoceánico, a riquezas infames como la esclavitud. Y ello parece también presagiar tristemente que toda nueva riqueza o toda riqueza que responda a nuevas necesidades, podría dar pie entre nosotros a nuevas violencias, a nuevas guerras. Ello nos hace pensar y temer que la biodiversidad, la gran riqueza del futuro, y el santuario de los páramos colombianos, puedan suspender sobre nuestro porvenir la amenaza de las guerras de la biología, de las guerras del agua, cada vez más escasa en el planeta.

Algún funcionario internacional afirmó recientemente que nosotros padecíamos la maldición de la riqueza, es decir, que nuestro mal no es la precariedad sino la abundancia, que nuestra desdicha está en ser ricos. Sin embargo, creo que es necesario mirar el problema más en detalle, para advertir que ese análisis esconde un error de perspectiva. No es posible negar que a cada riqueza nuestra ha correspondido una guerra particular, pero hay que añadir inmediatamente que muchos países poseen riquezas semejantes, y que no todos presentan una sucesión de guerras derivadas de esas riquezas. Para empezar, es bueno advertir que en toda su historia, Estados Unidos, un país rico en oro, en petróleo, en otros metales y minerales, en fauna y flora, en tierras agrícolas y en recursos diversos de la tierra y del mar, sólo ha padecido en su territorio tres grandes guerras: la guerra de exterminio de la población aborigen; la de Independencia, concluida tras ocho años de lucha (1775-1783), y la guerra de Secesión, en la segunda mitad del siglo XIX, aunque también una serie de conflictos importantes entre los cuales podemos enumerar la conquista del Oeste, que culminó con la fiebre del oro de California a fines del siglo XIX; la guerra de intolerancia contra los hijos de los esclavos, y la guerra de las mafias de Chicago y de Nueva York, en las primeras décadas del siglo XX. La mayor parte de las grandes guerras de los Estados Unidos se han librado lejos de su territorio: en aguas de Cuba, dos veces en las trincheras de Europa, en el Pacífico sur, en Corea, en Vietnam, en Bagdad y en Kosovo, y en ellas, por supuesto, no estaban en juego sus riquezas sino las de los otros.
¿Qué es lo que permite que las riquezas se conviertan en fuente de guerras para un país? Yo diría que fundamentalmente la incapacidad de defenderlas o la incapacidad de compartirlas. La incapacidad de defenderlas hace débiles a los países frente a las rapacidades colonialistas e imperialistas. La incapacidad de compartirlas los trenza en crueles y cíclicas guerras civiles. Y esto modifica entonces el planteamiento: no es que nuestras riquezas tengan que producir fatalmente guerras, sino que esa abundancia, unida a una crónica debilidad del Estado y a las discordias de la sociedad, no le permiten a un país tener la fortaleza para defenderlas ni el acuerdo para compartirlas y aprovecharlas. Así, de la sospecha de que lo que producen las guerras es la riqueza, pasamos a la sospecha de que lo que producen las guerras es la imposibilidad de unos acuerdos nacionales duraderos que permitan la convivencia interna, al igual que la resistencia y la firmeza ante los poderes externos.
Cada vez creo con mayor intensidad que sólo hay dos posibilidades de resistir a los poderes imperialistas: la fuerza y el carácter. Hoy la China es el único país con poderío económico, cohesión política y fuerza militar para confrontar al gran Estado norteamericano, en el clímax de su poder sobre el mundo. Eric Hobsbawm, y otros historiadores, han afirmado que nunca un imperio en la historia tuvo tanto poder y tanta influencia sobre el planeta como los Estados Unidos. Si hace poco el periódico Le Monde Diplomatique, último vocero de la altivez europea frente al nuevo orden mundial, señalaba con consternación que el otrora orgulloso ejército inglés se convirtió en dócil subalterno de los Estados Unidos en su campaña contra Irak y contra Kosovo, qué no podrían decir de la actitud de nuestro país frente al gran imperio. Evidentemente, hoy también se han hecho menos altivos los franceses, los italianos y los españoles: los aeropuertos de España, como los del norte de Italia, son incondicionales centros de provisión de los aviones militares norteamericanos. Hoy el imperio se sirve de casi todo el planeta para sus fines particulares, pero por supuesto ejerce un poder más irrestricto donde encuentra menos resistencia. Y es allí donde entra en juego el segundo elemento que he mencionado: el carácter. México es un país menos poderoso que los Estados Unidos, pero siempre ha sabido relacionarse con el imperio desde la perspectiva de una profunda dignidad. Tal vez porque sus gobernantes no ignoran que, como decía Alfonso Reyes, México representa el frente de una raza, o al menos de un ámbito cultural muy distinto del estadounidense y mucho más definido: el de la América Mestiza. Recientemente el presidente Chávez, en Venezuela, ha sabido jugar con inteligencia en el escenario de la economía mundial y prácticamente ha duplicado los ingresos de su país por concepto de exportaciones de petróleo. Muchos en Colombia sienten recelo ante él y lo tratan como a un dictador golpista, olvidando que fue elegido por una amplia mayoría y que ha realizado sus reformas políticas de un modo ejemplarmente pacífico, en especial si lo comparamos con el baño de sangre que padece hoy por hoy nuestro territorio. Pero a pesar de que nuestras élites lo miren con recelo -pienso que sobre todo por ser mulato-, nuestros empresarios no ignoran que en Venezuela se han incre-men-tado de un modo notable las ventas de productos importados de Colombia; que hoy Colombia, gobernada por sus elegantes señores blancos, se está beneficiando de la bonanza petrolera propiciada por Chávez y está derivando importantes ingresos de sus vecinos venezolanos y ecuatorianos. Cuba es un país pobre: no tiene economía fuerte, ni poderío militar; tal vez lo único que tiene es un señor furioso gritando desde una tribuna, pero eso le basta para mantener a raya al mayor imperio del mundo. Como me decía hace poco un amigo en Bolivia, los Estados Unidos no muestran mucho respeto por el señor Castro, lo atacan sin cesar por todos los medios, pero no hay duda de que respetan a Cuba. En general, Cuba es un país al que pocos envidian pero al que muchos respetan, incluido el gobierno español, incluido el papa, incluidos muchos empresarios norteamericanos que no ven la hora de que se acabe el bloqueo para poder invertir sus capitales en un país que será el mayor destino turístico del futuro próximo y que está para ellos al alcance de la mano, e incluidos muchos cubanos que están sosteniendo al país con sus aportes en dólares desde todo el planeta.


Si nuestros dirigentes tuvieran al menos la fuerza de carácter, el espíritu nacionalista que tuvo siempre el Partido Revolucionario Institucional mexicano, otra sería nuestra suerte. Pero desafortunadamente si algo ha caracterizado a esa dirigencia ha sido un espíritu sumiso y obsecuente frente a los socios imperiales. Les duelen más las críticas que se hacen a los Estados Unidos que las críticas a su propia torpeza, y siempre les interesó más quedar bien con las metrópolis que quedar bien con el país. Su capacidad de regateo a la hora de firmar los tratados y los convenios internacionales es nula, y siempre creyeron que esa era la mejor manera de asegurarse el respeto de los norteamericanos. Pero yo tengo para mí que los imperialistas no son meros filibusteros que saquean e invaden a cualquier precio, como piensan algunos, sino que son negociantes inteligentes y astutos que se aprovechan de las debilidades y las servilidades de sus socios, y que en cambio son capaces de respetar las expresiones de resistencia, de dignidad y de firmeza.

Pero decía que la crónica debilidad del Estado, unida a la discordia de la sociedad, son los elementos que permiten que las riquezas del país sean causa a la vez de dependencia y de guerras civiles. Es necesario preguntarse por qué, y de qué manera, nuestra historia fue produciendo esa debilidad frente a los poderes planetarios. Hace cuatro siglos nuestra sociedad giraba en torno a la poderosa corona española, hace dos giraba en torno a la Revolución Francesa y al mercantilismo inglés, hace uno giraba como una luna febril en torno a los mandatos del Vaticano, pronto hará un siglo perdió una parte esencial de su territorio a manos de su gran socio norteamericano, hace siete décadas abandonó el sueño inglés de tejer una gran red de ferrocarriles porque ya se había abierto camino el gran mandato norteamericano de tender carreteras y de llenarlas de automóviles. Hace poco más de diez años el querido socio norteamericano rompió el convenio cafetero sobre el que había girado la estabilidad de nuestra economía, precipitando la ruina gradual de los cultivadores de café, y en ese mismo momento firmamos con ese mismo país una apertura económica calamitosa que nos invadió de mercancías de todo tipo y arrasó con la agricultura nacional y con la pequeña industria.
Hoy, en el pleno viento de trompetas de la globalización, cada país europeo discute su intercambio con los demás renglón por renglón y tonelaje por tonelaje. España accede a producir menos aceite de oliva para que Italia pueda producir un poco más, si a cambio de eso se les permite exportar un poco más de vino de Rioja o de Ribera del Duero, o algún otro producto. Francia es un país totalmente inscrito en los lenguajes mediáticos y en el horizonte cibernético, pero no ha abandonado ni un solo instante su vocación agrícola, y la tierra que hace milenios sembraron los galos y los romanos sigue produciendo sin cesar sus uvas y sus hortalizas, sus cereales y sus manzanas. Aquí cada día nos llegan con una moda nueva que justifique el acabar con una tradición. Y todo se define de acuerdo con un increíble orden de prioridades, dentro del cual la última preocupación de los economistas es qué consumen los propios colombianos.
¿De qué manera enlazar esto con la meditación inicial de que aquí cada riqueza produjo una guerra? Tal vez podamos decir que nunca la prioridad en los beneficios de esa riqueza fue la gente colombiana. Se sacó oro porque Europa estaba ávida de ese metal, se buscó canela porque Europa aromaba su vida con ella, se reventaron los pulmones de los indios de Manaure extrayendo perlas porque esos collares les fascinaban a las señoritas de Toledo y a las de Habsburgo, se sembró café porque esa oscura bebida era el aroma del après-midi en unos salones remotos, se crearon los campos de concentración del Putumayo para extraer la leche de los cauchos porque los automóviles se habían apoderado del sueño americano, se sembró banano porque míster N. lo había encontrado exquisito, se produjo azúcar porque las guerras de Europa habían devastado los campos de remolacha, se saturaron de fertilizantes y pesticidas los campos de flores para que adornaran las salas de los Estados Unidos y los entierros de las princesas de Europa, se carcomió la selva para cultivar hoja de coca y se arrasaron los páramos sembrando amapola porque así lo exigían los desvelados adictos de Wall Street y los desdichados heroinómanos de Amsterdam. Pero en las casas de la gran mayoría de colombianos no hubo nunca oro, ni perlas, ni se supo nunca cómo preparar café espresso, ni hubo automóviles, ni se consumieron esos bananos sin mancha que cargan los mulatos corteros hacia los barcos presurosos, ni hubo rosas ni nardos ni astromelias -salvo en algún velorio-, ni se conocían coca ni morfina, como dice la canción, ni habría con qué comprarlas aunque se conocieran.
Es una desdicha ser mentalmente desde siempre un habitante de las periferias del mundo, pertenecer a países que primero se llamaron a sí mismos colonias, después se llamaron países subdesarrollados, y después se resignaron a formar parte de una entelequia llamada el Tercer Mundo. Porque lo que hace que los países piensen primero en sí mismos a la hora de producir y a la hora de consumir es que se permitan la ilusión poética de sentirse en el centro del mundo y en el corazón de la historia; lo que hace que sus gentes sean la prioridad de sus gobiernos es que no imperen en ellos castas privilegiadas y excluyentes que se avergüencen de sus conciudadanos y utilicen la fuerza para impedirles ser parte de la nación y acceder a la dignidad; lo que hace que se desarrollen de acuerdo con sus propias necesidades y con sus propias posibilidades es que no se plieguen de un modo sumiso o servil a las pautas de desarrollo que les dictan otras sociedades, y que no sean víctimas de la ideología perversa de la marginalidad y de la inferioridad; lo que les permite construir grandes civilizaciones es la capacidad de ser ellos quienes crean el pensamiento, quienes establecen los criterios, quienes hacen la valoración de los avances sociales, y quienes dignifican y hacen habitable su espacio llenándolo con los lenguajes estéticos originales de una comunidad, creando desde ellos la inédita poesía de un mundo.


¿Qué son las guerras actuales de Colombia si no la mezcla de todas esas carencias? Colombia sigue siendo una sociedad llena de riquezas pero llena de exclusiones y de privilegios, que posterga siempre a sus ciudadanos, donde se gobierna siempre en función de unos cuantos caballeros de industria pero se espera que sólo el pueblo dé la vida por las instituciones, donde falta un orden de prioridades en el cual lo primero sea la educación y la dignificación de la comunidad, donde falta un esfuerzo de cohesión y de equilibrio social que permita aprovechar esas riquezas en función de su propia gente, donde se siente cada vez más dramáticamente la falta de una nueva dirigencia orgullosa y generosa que sepa inscribir a su país en el mundo sin servilismo y sin simulación, sin las postergaciones de la mentalidad colonial, conociendo el país y valorando sus singularidades y su indudable originalidad.

Aquí siempre se ha gobernado, por acción o por omisión, contra la gente. En Colombia en los años cincuenta se arrasó la base democrática de la producción de café y se permitió que los campesinos fueran expulsados a las ciudades, mientras la zona cafetera se llenaba de latifundios. En Colombia en los años sesenta se intentó una industrialización pero se prohibió en la práctica todo reclamo democrático, se hostilizó y se manipuló la organización de los trabajadores industriales y se persiguió hasta el exterminio las luchas de los campesinos por la tierra. En Colombia en los años setenta se ahogaron los reclamos de los estudiantes por una educación moderna, adecuada a la realidad de su país y que dialogara orgullosa-mente con el mundo. Así se postergó siempre la gran revolución de la educación que permitiera a las nuevas generaciones formarse una idea más compleja del país al que pertenecían y ser el nuevo puente con la realidad planetaria. En Colombia se pasó en los años ochenta de producir café y petróleo, a producir marihuana y cocaína para esos mercados lejanos que siempre fueron prioritarios. En Colombia se desdeñó, por imposición de las metrópolis y por falta de decisión de la dirigencia, crear un mercado interno y orientar las pautas de la producción por la satisfacción de esas mayorías. En Colombia se llegó a creer que era posible importarlo todo sin producir aquí riqueza alguna, como si uno pudiera adquirir cosas sin entregar nada a cambio; se creyó que se puede tener un país de comerciantes sin tener un país de productores, pero eso sólo permitió que grandes industrias clandestinas y violentas sustituyeran todo el andamiaje de la economía tradicional. En Colombia vastas regiones no existieron nunca para el Estado, hasta que se inventaron sus propias fuerzas paraestatales y sus propias economías anormales. En Colombia una crisis de dirigencia y un profundo colapso de convivencia se nos presentan hoy como una inexplicable irrupción del mal, que sólo puede corregirse mediante una tardía y ya imposible guerra de exterminio.
Pero lo que más me interesa señalar es que este tipo de guerras no son nuevas aquí, aunque ciertamente nunca habían alcanzado el grado de complejidad y la magnitud de la presente; que este tipo de dependencia no es nuevo; que este tipo de presencia de la política norteamericana entre nosotros no es menos interesado que hace cien años, cuando otra guerra intestina desbarató el país, debilitó sus instituciones y abrió las puertas a la pérdida de una parte del territorio. Que, sin embargo, la única manera eficaz de luchar contra la dependencia y de protegerse de un posible zarpazo imperialista consiste en refundar la República y en relegitimar y fortalecer a un Estado que en este momento ha colapsado en todos los órdenes. Y que la única manera de fortalecer ese Estado nacional es poniendo fin a la guerra mediante una negociación patriótica en la que todos los bandos pongan la supervivencia y la transformación de la República por encima de cualquier otra consideración e interés.
Nuestras guerras son complejas y son antiguas. Hay viajeros como el filósofo mediático francés Bernard Henri-Levy, que vienen aquí, visitan el sitio de una masacre, hablan con un guerrillero y con un paramilitar, y simplifican irresponsablemente este dramático y complejo conflicto declarando que es una guerra entre un psicópata y unos mafiosos, porque esas teorías tienen compradores en alguna parte, pero sinceramente no nos ayudan en nada a remediar nuestros viejos males. Hay profesores de Oxford que vienen a sosegar la conciencia de nuestros dirigentes diciéndoles que también en Inglaterra hay pobres y hay terratenientes, como si fuera útil postergar este urgente proceso de dignificación ciudadana contra largas discriminaciones en un país que no ha conquistado todavía su autonomía mental, que no les ha impuesto unos mínimos contratos sociales a sus Guillermos de Orange, ni ha conquistado el orgullo nacional del que en cambio vive Inglaterra, ni ha podido modelar para cada hijo de su patria, a partir de una bárbara cosmogonía, una poética de la historia como tan admirablemente lo hizo Shakespeare hace cinco siglos. Aquí hay profesores que vieron al país en una tregua de civilidad hace treinta años y han decidido negar esta larga cadena de guerras no resueltas y de conflictos que comprometen las más hondas dificultades de convivencia, pensando que nuestros problemas son los de una democracia europea.
Pero hay algunas cosas nuevas en la guerra actual. Desde la Conquista no se sentía que nuestra historia, es decir, nuestra guerra, estuviera tan conectada con los grandes asuntos contemporáneos. La conquista de América fue un gran hecho histórico universal, como lo fue la época de la Independencia, que puso estatuas de Bolívar en el parque Central de Manhattan, junto al puente Alejandro III de París y en las plazas de El Cairo. Pero desde entonces nuestra historia estuvo marcada por un sentimiento de marginalidad y de ausencia. Y como ni siquiera nos acordábamos de nosotros mismos, no podíamos censurar el que el mundo no se acordara de nosotros. Todas esas cosas que otros tomaban de nuestro suelo ni siquiera tenían denominación de origen, sello de procedencia. Pero Colombia ha vuelto a estar en el ojo del huracán del mundo contemporáneo. En más de un sentido hemos dejado de ser periferia, aunque no sepamos responder con claridad qué tipo de centro somos. El de la droga es un gran problema mundial y responde a hondas inquietudes de la civilización, aunque todavía se lo esté tratando como un trivial asunto de policía. Pero muy pronto se abrirá camino en el mundo un debate serio sobre el sentido profundo de esta crisis de la cultura, y nosotros tendremos que ser protagonistas de ese debate. Otro gran tema de nuestra realidad presente es el del tráfico de armas y el terrorismo. En todo el mundo el terrorismo nace de la falta de diálogos culturales, de choques entre fanatismos e intolerancias, de las centrífugas de la exclusión. No menos importante es el tema de la biodiversidad, de la conservación de los recursos naturales, de un replanteamiento del sentido de la naturaleza para la especie humana, de las demandas de agua y de oxígeno que nos plantea el futuro, y no ignoramos que también en ese aspecto tendremos cosas que decir. Hoy el mundo vive las consecuencias de un choque entre la sociedad industrial y el universo natural, y una de sus consecuencias es la amenaza de un colapso ecológico. En el centro de nuestros conflictos está también el tema del mestizaje, el tema de la valoración de las culturas nativas y la vigencia de sus mitologías frente a la defensa de la naturaleza. Tal vez no hay un solo tema crucial de la sociedad contemporánea que no tenga vigencia y expresión en Colombia, y podemos añadir que no los estamos viviendo como temas de reflexión y de debate sino como urgentes conflictos de nuestra vida práctica, lo cual nos impone la búsqueda de soluciones y de respuestas: el tema de la diversidad étnica y geográfica, el tema del desarrollo desigual del campo y la ciudad, el tema de la urbanización acelerada con todos los conflictos sociales que genera, el tema de la pérdida de tradiciones y de su improvisada sustitución por modas, el tema del debate religioso entre formalidad y ética, el auge tardío entre nosotros de la reforma protestante, la actitud de los jóvenes sin horizonte enfrentados a encrucijadas de peligro y violencia, el tema de la construcción de estados nacionales en sociedades de gran diversidad, en estas sociedades poscoloniales, deformadas por la exclusión y violentadas por la injusticia, el tema del choque entre el individualismo de la sociedad de consumo y la necesidad de sociedades coherentes, solidarias y con valores comunitarios: podemos decir que lo que está en juego en Colombia es ya lo mismo que está en juego en todo el mundo contemporáneo.


Colombia no es simplemente una sociedad en crisis, es un vasto laboratorio de los conflictos de la época y de sus soluciones. Y todos ellos ponen como una prioridad el deber de un país de asumir su modernidad, de comprender que es ya uno de los nuevos centros de la esfera, porque ahora el centro está en todas partes, como querían Giordano Bruno y Pascal. Comprender que sin un cambio radical de actitud, que le permita a cada ciudadano darse cuenta de cuántas cosas esenciales, apasionantes y nuevas se están jugando en su tierra, cuántas respuestas urgentes para el futuro se están formulando en las encrucijadas del conflicto, no será posible superar una larga historia de discordia social y de debilidad nacional resuelta siempre en guerras alrededor de cada mina de oro, de cada árbol de caucho y de cada planta de coca. Así, el país de las guerras antiguas, de las guerras coloniales, de las guerras de aldea, de los conflictos tribales y medievales, se ve de pronto asediado por la más moderna de las guerras, y está en la obligación de interrogar profundamente la realidad en que esa guerra está inscrita. Decidir si seguirá subordinando su destino a la satisfacción de las necesidades, de los deseos y de los vicios de los habitantes de las viejas metrópolis; decidir si seguirá sacrificando su orgullo y su respeto por sí mismo a la interpretación y la valoración que otros hagan de su destino; decidir si va a sacrificar su naturaleza a unas pautas de desarrollo que ya han mostrado en otras regiones del mundo su fracaso; decidir si va a asumir sus saberes y sus conocimientos con firmeza y con dignidad.

Hasta finales del siglo XV, los habitantes de esta tierra llevaban el oro en sus cascos de guerra y como un ornamento sagrado sobre sus cuerpos, y el oro era la condensación mágica de la luz del sol. Mascaban con cal las hojas de coca que llevaban en sus poporos, y gozaban de una suerte de alimento místico lleno de propiedades. Cubrían sus cuerpos de perlas y así los vio por primera vez Colón con su catalejo: hombres con sartas de perlas en los cuellos, los brazos y las piernas, que remaban en largas canoas sobre el mar espumoso. Hacían pelotas de caucho para practicar un juego en el que no podían utilizarse los brazos. Todo lo que amaban y lo que producían era para ellos, y era para todos ellos. Y se sabían en el centro del mundo, y crearon un universo de mitos y de símbolos nacido de una relación profunda con su propia realidad. Yo diría que nuestros antepasados eran universales y que nosotros somos aldeanos. O mejor aún, que nuestros antepasados eran aldeanos que asumían una responsabilidad universal y que nosotros somos universales pero ni siquiera asumimos la responsabilidad de la aldea. Los aztecas demolían sus templos si advertían que no se ajustaban a las pautas astronómicas correctas. Estaban en el universo y nosotros escasamente estamos en el barrio. Los bárbaros de la Conquista y los civilizadores de la Independencia recorrían a caballo todo el continente; hoy no podemos ir de una ciudad a otra, estamos más encerrados que nunca y sólo se van los que no pueden regresar. Nuestro mundo parece más amplio, pero no somos capaces de entender a nuestros vecinos. Tal vez las guerras también se deban a eso, y en la transformación de nuestro destino no todo dependa de las negociaciones políticas y de las constituciones; tal vez llegue a tener algún peso la mirada que arrojamos sobre nosotros mismos, el pequeño pero hondamente significativo giro de dejar de sentirnos en la periferia y en un tiempo rezagado, de empezar a sentirnos en el misterioso y apasionante centro del mundo, en el urgente y decisivo corazón de la historia.


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