viernes, 30 de marzo de 2012

Prólogo


HAY GOLPES EN LA VIDA

¿Cuáles son las características en común de estos diecisiete autores de diversa nacionalidad, estilos, géneros y edades? La locura es, en efecto, una de las condiciones del malditismo: locura que en el caso de Martín Adán, tal como cuenta Daniel Ttinger, parece venir de la familia: “Su hermano, por leer tanto a Verne, construyó un avión de madera lo suficientemente grande como para poner de piloto a un muchachito de trece años, subirlo a un segundo piso, convencerlo de que se agarre fuerte del timón y arrojarlo al vacío”. Algo similar sucede con Jorge Barón Biza y ese aire trágico y suicida de familia que plasma de manera impresionante en El desierto y su semilla. Otra característica del malditismo parece estar dada por los golpes, golpes en la vida tan fuertes, golpes como el odio de Dios, golpes que son pocos pero son; golpes metafóricos, golpes concretos, golpes propios, golpes ajenos. Samuel Rawet, a quien se le cae al suelo su hermanito (“no hace falta más que eso para transformar una vida en una catástrofe”, señala Guerriero), golpes que, acaso, cambian el destino y presagian algo, golpes como el que sufrió a los tres años el poeta chileno Pablo Palacio cuando la niñera se lo llevó al arroyo a lavar ropa blanca, desde donde sufrió una tremenda caída que, además de imborrables cicatrices, le habría hecho ingresar el don, el gen, o el virus literario. Una caída casi calcada es la que sufre el mexicano Jorge Cuesta cuando es soltado por su niñera que lo sujetaba y se revienta la cabeza contra un mueble.

Otro elemento esencial del malditismo, un verdadero género del escritor maldito es el que constituyen las últimas palabras. Así, el hermético poeta Jorge Cuesta dejó escrita la siguiente nota antes de ahorcarse: “Porque me pareció poco suicidarme una sola vez. Una sola vez no era suficiente, no ha sido suficiente”; por su parte, las últimas palabras del poeta boliviano Jaime Sáenz, que terminó sus días en la Casa del Poeta, una vivienda de la alcaldía de La Paz, fueron una cita a Goethe: “Sólo el amor salva”; y, por otro lado, el caso paradigmático de Alejandra Pizarnik quien, antes de su muerte por sobredosis, llegó a escribir en su pizarrón de trabajo: “No quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”.

En definitiva, para ser maldito no alcanza con ser loco, solitario, gay, pobre. Pero, sin lugar a dudas, la gran coincidencia de los malditos recae en el exceso de nombres, como si uno solo no resultara suficiente para contener tanta pulsión, tanta necesidad, tanto exceso: seudónimos o heterónimos como es el caso de Martín Adán, quien decía: “A Martín Adán pueden escudriñarlo todo a través de sus obras. A Rafael de la Fuente no, le hacen daño”; el seudónimo de sir Edgar Dixon utilizado por Bernardo Arias Trujillo para firmar una de sus novelas malditas, Por los caminos de Sodoma; también los apodos sufridos o autoimpuestos por escritores como Rodrigo Lira, que se hacía llamar Mister Pico, que en Chile quiere decir pene, o el aristócrata padre de la chilena Teresa Wilms Montt a quien, a falta de herederos hombres, decidió llamarla “mi Tereso”. O, directamente la esquizofrenia, esa especie de muñeca rusa que constituyen los nombres de Porfirio Barba Jacob que, tal como cuenta Juan Gabriel Vásquez, “de niño y de joven fue Miguel Angel Osorio, que durante un breve tiempo fue Maín Ximénez y luego, durante un tiempo no tan breve, Ricardo Arenales; que al final de su vida llegó a pensar en llamarse Juan Pedro Pablo y pasar así de tener un nombre que no tenía nadie a tener un nombre que era todos”. O el caso contrario que es el poder de aquellos pocos nombres que terminan condensando con su poder todo lo que hay a su alrededor, como sucede, nuevamente, con la chilena Teresa Wilms Montt, tan hermosa y tan maldita como sus hermanas que Traslaviña, la calle donde vivían, se transformó en Tras las Wilms; o lo que implica la eliminación de parte del nombre, como hizo Pizarnik con respecto a Flora, luego de la publicación de su primer libro, La tierra más ajena (1955). Cambios de nombre que parecen verdaderos cambios de piel, como exhibe el poeta César Moro que, en realidad, se llamaba Alfredo Quíspez Asín Más, nombre que modificó con todas las de la ley en el Registro Civil de Lima a los veinte años porque, tal vez, le parecía de indio.

SIEMPRE TENDREMOS MALDITOS

Cuesta pensar que estos diecisiete autores hayan podido conocer algo parecido a la felicidad, en primer lugar porque es difícil entender la felicidad sin el humor, y si de algo carecen la mayoría de estos autores es de cinismo, es decir, no tenían la capacidad de verse desde afuera, muy inmersos como estaban en sus propios demonios: “Toda esta gente tenía un infierno en la cabeza, sí han tenido respiros, nadie puede vivir más de diez años con un infierno en la cabeza permanente, creo que en algunos casos han tenido alguna etapa más de remanso, a veces una pareja funcionaba como eso, como un lugar de cobijo, pero esa tortura permanente no se resolvía nunca: eso que entendemos como felicidad, estado de más placidez o bienestar, adquiere en ellos una forma muy efímera de la euforia, de la exaltación, un pico completamente inestable que, para ellos, es lo más parecido a la felicidad. En definitiva, si les pudiéramos preguntar a todos ellos si fueron felices, la respuesta sería no positiva. Escanlar, por ejemplo, tendría una respuesta más insolente, no hay que ser reduccionista, con lo difícil que es aceptar que uno no tuvo una vida feliz”, concluye Guerriero.

Si algo deja en claro este libro excepcional es que, a pesar de que la categoría maldito remita al campo semántico del romanticismo, el malditismo sigue y seguirá siempre vigente, tal vez reencarnando en otras formas, reapareciendo como los fantasmas y espíritus de muchos de estos escritores, cuya aura persiste luego de la muerte.

“Son personas muy dotadas para algo, pero muy poco dotadas para otras cosas, ahí hay un abismo insondable, resolver la vida práctica, hasta resolver un afecto, gente que nació con la sexualidad equivocada en la época equivocada. Y eso, en efecto, va a pasar siempre. Habrá otras cosas, pero siempre va a haber un punto de inadaptación, siempre habrá algo difícil de tragar, tal vez personas que, dentro de sesenta años, se quieran cocer y compartir el hígado con otra persona. Siempre algo nos va a producir rechazo.”

Los malditos


OMINGO, 4 DE MARZO DE 2012
Maldición eterna
De Alejandra Pizarnik a Gustavo Escanlar, de César Moro a Ignacio Anzoátegui, de Porfirio Barba Jacob a Jorge Barón Biza, Los malditos, un volumen de la Universidad Diego Portales editado por Leila Guerriero, reúne diecisiete retratos de vidas al límite de artistas de América latina contados por escritores y cronistas destacados como Alan Pauls, Mariana Enriquez, Alberto Fuguet, Juan José Becerra y Juan Gabriel Vásquez, entre otros. Suicidios, infiernos interiores, impulsos autodestructivos, pero también talento y creatividad extremos se ponen en juego en este formidable volumen que indaga en las formas antiguas y aún vigentes del malditismo.







Por Juan Pablo Bertazza
La palabra maldito proviene del latín male dictus, que sería algo así como “expresar ofensas a alguien” o, incluso, “maldecir”. Los malditos son, en consecuencia, los que antes maldijeron, un círculo que se cierra sobre ellos mismos. Malditos son los que caen en su propia trampa, los que se enredan en sus propias maldiciones. Los malditos es también un libro fascinante compilado por la escritora y periodista Leila Guerriero, una verdadera puerta de acceso hacia una dimensión desconocida o, mejor, una plataforma lanzada hacia aquello desde donde ya no se vuelve: el interés por hombres y mujeres que escribieron con sangre su obra y su propia vida. Diecisiete –el número de la desgracia– perfiles de autores muertos pero vigentes y contemporáneos de Latinoamérica; ese fue el punto de arranque para confeccionar esta obra, aclara Leila Guerriero desde la mesa de un bar de Chacarita, con anteojos de sol, fresca, grave, lúcida y reflexiva, como recién llegada de un lugar traumático, como si hubiera pasado una temporada en el infierno: “Confeccionar la lista de malditos me llevó nueve meses, había países de cuyos escritores malditos no teníamos la menor idea. No por escasez, es decir, no los países que podés estar pensando como Ecuador, que sí tenían un referente muy claro, sino por superpoblación de malditos, como es el caso de Colombia, donde tuvimos que dejar afuera a Raúl Gómez Jattin, y Brasil, otro país muy difícil porque sus malditos tienen más que ver con la composición de las canciones de la década del ’70. Queríamos un balance entre escritores conocidos y algunos que fueran más soterrados, rescatar la obra de gente con mucho brillo en su momento que luego quedó olvidada, tratamos de esquivar la moda consagratoria”, explica Guerriero.

Jugando un poco a las estadísticas, digamos que el gran mapa del malditismo contemporáneo de América latina cuenta con tres argentinos, tres chilenos, dos colombianos, dos peruanos, un boliviano, un brasileño, un mexicano, un cubano, un uruguayo; un escritor que se agregó a último momento, el periodista y estrella de la televisión uruguaya Gustavo Escanlar, que falleció en noviembre del 2010, y sólo dos mujeres: la chilena Teresa Wilms Montt y Alejandra Pizarnik.

Pero además este libro presenta, en uno de sus sucesivos trasfondos, una antología de los escritores más importantes de Latinoamérica, aquellos encargados de escribir y bucear en la vida de los malditos: nombres como Alan Pauls, Juan Gabriel Vázquez, Edmundo Paz Soldán, Rafael Lemus, Juan José Becerra, Mariana Enriquez y Alberto Fuguet. Escritores que elaboraron textos de una excelente calidad literaria pero que, en cada caso, emprendieron un viaje, un itinerario, es decir, no sólo por los libros del escritor que les tocó en suerte, sino también por la ciudad natal de cada uno de ellos, los barrios que habitaron, los colegios donde estudiaron o fueron expulsados, las familias en las que nacieron, los amigos que eligieron y hasta los cementerios donde permanecen enterrados.

A todo esto, ¿qué es un escritor maldito?

“Los malditos tienen que tener, inevitablemente, un punto de tortura interna, estar a la intemperie, ser frágiles para resolver cuestiones que a otros no les cuesta demasiado, un retorcijón fuerte de la conciencia, del ánimo, una sensibilidad exacerbada, son sobrevivientes de ellos mismos, gente muy arrojada a los lobos. Por ejemplo, un alcohólico agarrado del semáforo de la esquina y con una obra endeble no podría ser considerado un maldito, intentamos evitar la leyenda de los excesos o, por lo menos, que eso no fuera lo único para mostrar. El objetivo noble de este libro es despertar el interés por todas estas obras que son muy valiosas, despertar la curiosidad del lector”, concluye Guerriero.

Sin volver a apelar a las etimologías, dentro de la literatura el término “maldito” se remonta a la poesía francesa, a partir de Los poetas malditos, de Paul Verlaine, un libro de ensayos publicado por primera vez en 1884, y luego en su versión definitiva de 1888. En esta obra se honra y se reconstruye la obra y la vida de seis poetas emblemáticos: Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Villiers de L’Isle-Adam y Pauvre Lelian, anagrama del propio Paul Verlaine. Desde aquel entonces a esta parte, el malditismo parece subsistir en el género poético, a tal punto que se conoce la expresión poeta maldito, pero no cuentista o novelista maldito. ¿Por qué la poesía es el género que más aloja sujetos malditos?

“Es verdad, parece haber una relación estrecha entre la poesía y el malditismo, de hecho, los grandes referentes son poetas, quizá se deba a que la poesía es un género que trabaja con el ser sin tanta intermediación: yo primero pensé que en el libro íbamos a tener sólo poetas y no fue tan así.”

Los Malditos -Blog FTEM

VIERNES 30 DE MARZO DE 2012

Prólogo: Los Malditos
Es un honor para la Fundación TEM inaugurar Prólogos -la nueva sección del blog- con el texto introductorio que escribió Leila Guerriero para Los Malditos, libro que compila y reconstruye en 17 perfiles, la vida de 17 escritores latinoamericanos del siglo XX. El libro fue editado por la Universidad Diego Portales, de Chile.


Leila Guerriero

El mail decía así: “Aproveché para ir a Manizales, la ciudad donde murió Arias Trujillo, y te cuento que, entre otras cosas, visité a una de sus sobrinas, una mujer que guarda la mascarilla mortuoria de su extraño tío. La acariciaba como si se tratara de un gato. Eso para decirte que la cosa va muy bien”. Iba firmado por Andrés Felipe Solano, escritor y periodista que, por esos días, seguía las huellas de su coterráneo, el colombiano Bernardo Arias Trujillo, escritor, diplomático amateur y morfinómano profesional, muerto por sobredosis en 1938. En ese mismo momento, en otras ciudades, otros periodistas y escritores revisaban correspondencia, visitaban universidades, hablaban con viudas, novias, amigos, psiquiatras y académicos para reconstruir la historia de diecisiete escritores de once países latinoamericanos (Chile, Uruguay, Argentina, Colombia, Venezuela, Perú, Bolivia, Ecuador, Brasil, Cuba y México), todos ellos atravesados por diversas formas del padecimiento, todos ellos dueños de una obra proteica y poderosa, todos ya muertos .
El resultado son los diecisiete perfiles que integran este libro, que existe porque Matías Rivas, director de publicaciones de la Universidad Diego Portales, tuvo la idea.

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Un perfil. Un perfil no es un ensayo ni una crítica ni un análisis literario. Un perfil es un perfil es un perfil. Una mirada en primer plano sobre los trabajos y los días, los maridos y los hijos, los tíos y las bibliotecas, los armarios, los libros, los poemas, los viajes, los amantes, las manías, las píldoras, los electroshocks.

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Todos los escritores cuyos perfiles integran este libro son latinoamericanos (excepto dos, uno nacido en Estados Unidos y otro en Polonia, que desarrollaron su obra en latinoamérica); están muertos (no antes del siglo XX pero sí después: uno se arrojó al vacío en 2001, otro murió por sobredosis en 2010); tienen una obra contundente (que, en la mayoría de los casos, aunque con notorias excepciones, está olvidada y/o es inconseguible), y padecieron diversos grados de desdicha y de devastación, ya sea por ejercer el sexo a contrapelo en el momento y el lugar equivocados, por escribir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por vivir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por haber enfermado cuando no había cura, por no tener amor ni patria ni padres ni hermanos ni casa ni rumbo ni consuelo. Vivieron en un mundo que les resultaba demasiado incomprensible o demasiado despreciable o demasiado hostil, y se enfrentaron a él con hostilidad, con desprecio, con fragmentación, con fragilidad, con espanto.

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El chileno Joaquín Edwards Bello por el chileno Roberto Merino.
El argentino Jorge Barón Biza por el argentino Alan Pauls.
El uruguayo Gustavo Escanlar por el chileno Alberto Fuguet.
El ¿cubano? nacido en Baltimore Calvert Casey por el chileno Rafael Gumucio.
El colombiano Bernardo Arias Trujillo por el colombiano Andrés Felipe Solano.
El venezolano Rafael José Muñoz por el venezolano –que es, además, su hijo- Boris Muñoz.
La chilena Teresa Willms Montt por la chilena Alejandra Costamagna.
El chileno Rodrigo Lira por el chileno Oscar Contardo.
El peruano Martín Adán por el peruano Daniel Titinger.
El boliviano Jaime Sáenz por el boliviano Edmundo Paz Soldán.
El ecuatoriano Pablo Palacio por la ecuatoriana Gabriela Aleman.
El ¿brasileño? nacido en Polonia Samuel Rawet por la brasileña Graça Ramos.
El argentino Ignacio Anzoátegui por el argentino Juan José Becerra.
El colombiano Porfirio Barba Jacob por el colombiano Juan Gabriel Vásquez.
El peruano César Moro por el peruano Marco Avilés.
La argentina Alejandra Pizarnik por la argentina Mariana Enríquez.
El mexicano Jorge Cuesta por el mexicano Rafael Lemus.
Esos son: los escritores; quienes los escriben.

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El ensayista mexicano Gabriel Zaid publicó, en 2006, en la revista colombiana El Malpensante, un artículo llamado Periodismo cultural. Allí se preguntaba: “¿De qué debería informar el periodismo cultural? Lo dijo Ezra Pound: la noticia está en el poema, en lo que sucede en el poema (...) Pero informar sobre este acontecer requiere un reportero capaz de entender lo que sucede en un poema, en un cuadro, en una sonata; de igual manera que informar sobre un acto político requiere un reportero capaz de entender el juego político: qué está pasando, qué sentido tiene, a qué juegan Fulano y Mengano, por qué hacen esto y no aquello. Los mejores periódicos tienen reporteros y analistas capaces de relatar y analizar estos acontecimientos, situándolos en su contexto político, legal, histórico. Pero sus periodistas culturales no informan sobre lo que dijo el piano maravillosamente (o no) (...) Informan sobre los calcetines del pianista”.
Si, en efecto, todo buen periodista debería ser alguien capaz de entender lo que dice el piano, maravillosamente o no, debería ser, sobre todo, alguien capaz de entender cuándo es hora de abrir el cuadro e informar, también, sobre los calcetines del pianista. Durante semanas, o meses, Merino, Fuguet, Costamagna, Pauls, Solano, Muñoz, Titinger, Paz Soldán, Alemán, Ramos, Becerra, Vásquez, Avilés, Enríquez, Contardo, Gumucio y Lemus leyeron, entrevistaron, hurgaron, caminaron, preguntaron, fueron a ver. El resultado es este libro sobre lo que dice el piano pero, también, sobre los calcetines del pianista. Porque los hechos son fáciles: lo difícil es entender cómo llegaron las personas hasta allí.


El libro

Jorge Barón Biza descuartizando libros de su biblioteca para regalar sus partes favoritas a parientes y amigos; Joaquín Edwards Bello refugiándose en un prostíbulo después de la publicación de su novela; Jorge Cuesta visitando a un médico y exponiéndole su teoría de que una degeneración de la próstata lo arrastra inevitablemente a la androginia; Calvert Casey dejando de lado su educación racional y neoyorquina para participar de ritos de la santería cubana; Rodrigo Lira pidiendo la mano de las hijas solteras de Parra, Donoso, Edwards: Colombina Parra, 12 años, Pilar Donoso, 16, Pilar Edwards, 15; Alejandra Pizarnik sentándose en las rodillas de un amigo gay, queriendo tener sexo, enojándose cuando él sólo puede aplacarla con caricias; César Moro, usualmente discreto, comportándose como una bailarina de cabaret durante una entrevista de trabajo con el funcionario de una empresa telefónica; Porfirio Barba Jacob fumando marihuana por las calles de la ciudad de México, hablando a gritos de “el día en que maté a mi padre”; Ignacio Anzoátegui diciéndole a una jueza que “la justicia no puede emanar de una mujer”; Samuel Rawet entrando al Hotel Nacional de Brasilia con una jaula de pájaros sin pájaro en la que promete encerrar “a todos los corruptos” y a “las ratas judías”; Pablo Palacio transformándose en personaje cruel, capaz de jugar una broma atroz a unos amigos cuyo padre ha muerto; Jaime Sáenz robando de la morgue el pie de un cadáver y llevándolo con él a todas partes; Martín Adán recluyéndose por propia voluntad, a los 27 años, en un psiquiátrico de Lima; Rafael José Muñoz resitiendo a la tortura en una cárcel de Venezuela gracias a los poderes mentales que está convencido de poseer; Bernardo Arias Trujillo buscando sustancias y grumetes por las calles de Buenos Aires y redactando más tarde, como juez, sentencias en contra del consumo de drogas; Teresa Wilms Montt casándose a los 17, sin el consentimiento de sus padres y, poco después, tratando a su marido de “canalla”, “indigno cobarde” y “puerco”; Gustavo Escanlar haciendo las veces de testigo –no oficial- del casamiento de un serial killer uruguayo.
Hechos, hechos, hechos: los hechos son fáciles. Lo difícil es entender.

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“-En sus últimos años ella estaba muy interesada por la obscenidad, me costaba seguirla. Siempre llamaba de madrugada, pero llegó un momento en que se volvió demasiado demandante y podía ser agotadora”, le dijo el escritor argentino Edgardo Cozarinsky a Mariana Enríquez, recordando a Alejandra Pizarnik.
“Un día me lo encontré en Lima tirado en el suelo, hecho una mierda en la calle, y lo levanté. Él me miró y me dijo “¡Suéltame, soy Martín Adán!”, así con su voz ronca y fuerte. “No, le dije, yo soy Carlos Miguel de la Fuente Gálvez y tú eres mi tío querido Rafael de la Fuente Benavides”. Entonces me miró, se sacudió y me dijo “Vete, yo soy Martín Adán”. Supongo que me reconoció, pero él cuando chupaba se ponía horrible. Pero era Martín Adán, pues, un genio carajo” le dijo Cocoy, sobrino de Martín Adán, a Daniel Titinger, recordando a su tío.
“(...) para ese cumpleaños Rodrigo vendió la bombona de gas de su casa para poder hacerme un regalo.
-¿Qué te regaló?
- Las Prédicas del Cristo de Elqui, de Nicanor Parra”, le dijo la chilena Alicia Opoport a Oscar Contardo, recordando a su compañero de estudios Rodrigo Lira.
“Saenz era un ermitaño, pero eso no lo hacía antisocial y, de hecho, era muy alegre, sociable, lleno de chistes, ceremonias y supersticiones (...) Para García Pabón, era “carismático, generoso, jodido, insoportable”. (...) Podía ser un energúmeno si las cosas no salían como quería, pero tenía una risotada franca y ayudaba a los jóvenes con sus primeros libros”, escribe Edmundo Paz Soldán sobre Jaime Sáenz.
“Hasta ese momento había funcionado como un reloj la máxima que afirma que la marca de una inteligencia superior es poder mantener dos ideas opuestas en la cabeza sin dejar de funcionar. La inteligencia de Palacio podía reconocer que no había salida posible y aún así intentar cambiar el mundo. Su militancia y su escritura, pues, no se contradecían. Pero, por esos años, algo cambió y la vida comenzó a presentarse como un continuo proceso de pérdidas y resquebrajamientos. Quizás fue entonces cuando supo que había contraído sífilis, una enfermedad que en ese momento sólo podía tratarse con mercurio. Ninguna opción era alentadora: para curarse tendría que envenenarse con el remedio y, si la cura no surtía efecto, esperar un deterioro general”, escribe Gabriela Alemán sobre Pablo Palacio.
Los hechos son fáciles. Lo difícil es entender la minucia: las inevitables contradicciones que hacen que nadie sea, del todo, un demonio o un ángel encendido.

***

Y antes y durante y después: la obra.
Jorge Barón Biza escribiendo una novela única y fulgurante que se lo tragó vivo; Teresa Wilms Montt escribiendo libros de un lirismo oscuro que la crítica saludó de pie; Gustavo Escanlar escribiendo una obra tan explícita como insoportablemente autobiográfica que la crítica aún no saluda; Bernardo Arias Trujillo escribiendo una novela cuya importancia se comparó con la de La Vorágine y que lo hizo famoso a los 33 años; Rafael José Muñoz escribiendo poemas que son objeto de culto en Venezuela; Calvert Casey que fue, según Guillermo Cabrera Infante, “el escritor ideal para una época ideal —mientras duraron ambas”; Rodrigo Lira, que no publicó un solo libro en vida, que aún así despertó el interés de Enrique Lihn y de Nicanor Parra, y cuya devoción se replica como si se tratara de una estrella de rock; Martín Adán, a quien Allen Ginsberg escribía cartas en las que decía “Quiero leer tus más sucios/garabatos secretos,/tu Esperanza./en su más obscena Magnificiencia” y cuya obra, casi toda inédita, se guarda en un sótano de la Universidad Católica de Lima; Pablo Palacio, que publicó artículos y libros que dividieron las furias en el Ecuador en los años ´30; Joaquín Edwards Bello, cronista chileno de éxito en su época y con lectores fieles hasta el día de hoy; Jaime Sáenz, de quien se dice que es el escritor boliviano más grande del siglo XX; Alejandra Pizarnik, poeta de admiración, estudio y consumo en varios países a la redonda; Jorge Cuesta, figura mítica de la literatura y la crítica mexicanas; Samuel Rawet, que contribuyó a la construcción de Brasilia (era ingeniero) y escribió ensayos, novelas y cuentos recibidos con elogios por la crítica y con indiferencia por los lectores; Ignacio Anzoátegui, de una incorrección ideológica difícil de tragar, admirado por intelectuales cuyas convicciones están en sus antípodas; Porfirio Barba Jacob, dueño de la que fue, según Alfonso Reyes, “la mejor prosa periodística en lengua castellana”; César Moro, de quien se dice que fue, junto a César Vallejo, el poeta peruano más importante del siglo pasado pero cuyos libros no se consiguen en ninguna parte.
Antes, después, ahora: la obra.

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A veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es entrar en un palacio en ruinas en el que todavía zozobran angustiosamente los ecos de los valses viejos. Alejandra Costamagna llegó hasta la casona donde había vivido la familia Wilms Montt, en la calle Viana 301, de Viña del Mar, y se topó con un cartel: “Casa vacía: se robaron hasta las cañerías de cobre e instalación eléctrica. No insista”. Andrés Felipe Solano peregrinó hasta el barrio de Hoyo Frío, en Manizales, Colombia, buscando la casa en la que murió Bernardo Arias Trujillo, y la encontró transformada en la Comunidad Terapéutica El Edén. El peruano Marco Avilés entró al cuarto del barrio de Barranco, en Lima, donde vivió César Moro, y encontró una “habitación de techos altos y llena de cachivaches” de cuyas paredes, alguna vez cubiertas por las ilustraciones del poeta, colgaban “toallas y un afiche de vinil donde nadan peces gordos”. El argentino Juan José Becerra buscó la casa de Ignacio Anzoátegui en Buenos Aires y encontró ”un edificio de seis pisos donde se ignora olímpicamente la estela que ha dejado mi personaje”. Rafael Lemus fue tras los pasos de Jorge Cuesta, en México, y se encontró con nada: “La Escuela de Ciencias Químicas en el pueblo de Tacuba, entonces fuera de la ciudad: cercada y abandonada, devorada por el centro. El edificio de Tampico 8, colonia Roma, donde vivió con Lupe Marín y al que más tarde se mudaron Diego Rivera y Frida Kahlo: un anodino loft contemporáneo, pretendidamente ligero, con un consultorio dental (“Smile Center!”) detrás de los vidrios de la planta baja. (..) El manicomio donde padeció su primer encierro: derrumbado, ahora un deportivo y un supermercado”.
Otras veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es abrir cofres donde no siempre hay lo que se espera. La madre de Rodrigo Lira le contó a Oscar Contardo que sólo cuando supo que poetas como Nicanor Parra o Enrique Lihn mostraban interés por su obra entendió que lo que su hijo escribía “no eran puras leseras”. “No se puede soslayar el carácter mercenario de (Porfirio) Barba Jacob, cómo alquilaba su pluma a ciertos poderosos, cómo acomodaba sus ideas al molde que mejor las horneara. En ese ejercicio lamentable cortejó dictadores, se hizo el cegatón ante muchas realidades, apacentó su rebeldía”, le dijo el poeta Juan Manuel Roca a Juan Gabriel Vásquez.
Otras veces, reconstruir la historia de un hombre o una mujer muertos es un ejercicio de pura tristeza. Roberto Merino, al recordar la relación gélida de Joaquín Edwards Bello con dos hijos de su primer matrimonio, reproduce la carta que envió uno de ellos: “Querido papá: he venido innumerables veces a verte. Quería decirte lo contento que estaba con el abrigo y que la camisa me quedaba muy bien. Ayer vine de nuevo y mientras te esperaba en la esquina tú pasaste y entraste a la casa. Golpeé yo y no abriste. ¿Por qué, papá? ¿Estás enojado conmigo? (...) Te ruego me llames, yo iré a verte y espero encontrarte. Créeme sinceramente que te quiero”. Alan Pauls, al narrar el momento en que las colaboraciones de Jorge Barzón Biza en el periódico La voz del interior se vieron casi interrumpidas debido a la crisis económica, dice: “Es un golpe duro para Baron Biza: económico (porque su confusa pero modesta economía parece depender de la relación con el diario), pero también social (el contacto que mantenía con el círculo de periodistas amigos se vuelve más intermitente) y sobre todo anímico (está cada vez más fuera de lugar, más desamparado). (...) Como le escribe a Juan Carlos González, editor de la sección Cultura: “Mi agenda me dice que [el día en que iba al diario] es el día de la semana en que estoy seguro que almuerzo... Y que mis notas serán publicadas y que pagaré el alquiler a fin de mes. Y que si tengo algún lector atento, podrá entender algo de lo que escribo“ (...) Más de una vez, en medio de la tarde, suena el teléfono de la sección y atienden y reconocen su voz, que vacila del otro lado, hasta que se disculpa y dice haberse equivocado de número al marcar y se despide. Recién cuando sea demasiado tarde sabrán hasta qué punto mentía”.


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Como si la onda expansiva del daño siguiera produciendo círculos en las aguas del presente, la reticencia de algunos entrevistados terminó siendo parte troncal de las historias. A Juan José Becerra le costó acceder a los familiares directos de Ignacio Anzoátegui. Un día consiguió cita con una de sus hijas, Josefina pero, aunque Becerra tocó el timbre veinte veces en la dirección convenida para el encuentro, la mujer no lo atendió. Alberto Fuguet, que viajó a Montevideo tras los pasos del cuerpo más tibio de este libro, Gustavo Escanlar, que murió en noviembre de 2010, se topó con un inesperado universo endogámico en el que casi nadie –amigos, editores, parientes, novias- estaba dispuesto a aparecer dando su nombre. Otras veces no hubo reticencias, sino asombro: “¿Sabe hace cuánto no oía el nombre de Bernardo Arias Trujillo? –le pregunto a Andrés Felipe Solano un hombre de 91 años lamado Otto Morales Benítez, ex ministro colombiano-. Yo creo que hace unos treinta, cuarenta años”. Otras, ni reticencia ni asombro, sino pura pena: “Él tenía tanto valor. Todavía siento una profunda tristeza cuando pienso en él” le dijo a Graça Ramos la hermana del brasileño Samuel Rawet, muerto veintisiete años atrás, mientras acariciaba una carpeta de plástico con las últimas pertenencias de su hermano: “la última goma, la lapicera, el documento de identidad, el certificado de defunción”.
Como si la onda expansiva del daño siguiera produciendo círculos.

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El periodista venezolano Boris Muñoz cuenta la vida y la muerte de su padre, José Rafael Muñoz, y escribe cosas como esta: “A los períodos de sobriedad y lucidez los seguían inevitables crisis alcohólicas (...) Había días en los que salía a la calle sobrio y, un par de horas más tarde, un taxi lo dejaba en la puerta del edificio hecho un guiñapo. (...) Vivíamos en un primer piso, de modo que yo miraba todo escondido tras la ventana, con un escalofrío de vergüenza que venía acompañado por el deseo malsano de que el hombre tirado en el suelo no fuera mi padre. (...) Sin embargo, como no había nadie más en casa, bajaba a recogerlo y lo ayudaba a acostarse en el sofá.”
El escritor chileno Alberto Fuguet cuenta la vida y la muerte del uruguayo Gustavo Escanlar, con quien intercambió correspondencia y a quien vio, al menos, dos veces, y escribe cosas como esta: “Fui tras un escritor y volví salpicado de sangre y escupitajos, con la historia de un hombre ciego por los focos, el maquillaje pastoso, la droga dura, la orina propia, la farándula mal iluminada y berreta, el cotilleo, el morbo, y con la sensación de que un huracán había azotado a la gente que lo había conocido que parecía estar recuperándose de un mal que los había cambiado para siempre.“
El escritor chileno Roberto Merino cuenta la vida y la muerte del chileno Joaquín Edwards Bello, de quien su abuelo era amigo, y escribe cosas como esta: ”Recuerdo bien la mañana de febrero del ´68 en que Edwards Bello se suicidó de un balazo. La noticia la dieron en la radio de la cocina. Yo tenía siete años y fue la primera vez que escuché su nombre. Como mi abuelo había sido su amigo, o más bien su contertulio, mi mamá exclamó: “¡Oh, tu Tata se va a morir!” Entonces me subí a un monopatín y me fui a la parte de delante de la casa gritando: “¡Se suicidó Joaquín Edwards Bello!” Mi abuelo no dijo nada, simplemente me miró serio con una expresión de ausencia”.
El malditismo es, quizás, una categoría difusa y evasiva pero, en todo caso, no está reservada para siglos viejos: no es una categoría en extinción.

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La forma de su muerte no los une.
Están la horrible muerte de Jorge Cuesta que, emasculado por su propia mano, se ahorcó en la celda de un neuropsiquiátrico de México en 1942; la oscura muerte de Rodrigo Lira, que se cortó todo lo que pudo cortarse en la bañera de su departamento de Santiago en 1981; la literaria muerte de Alejandra Pizarnik, que escribió la frase “no quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo” y tomó pastillas en su departamento de Buenos Aires en 1972; la suave muerte de Calvert Casey, que despachó un frasco de barbitúricos en una habitación de Roma en 1968; la muerte casi genética de Jorge Barón Biza, que se arrojó de un piso doce desde un edificio de la ciudad de Córdoba en 2001; la muerte anunciada de Gustavo Escanlar que murió de sobredosis en un hospital de Montevideo en 2010; la muerte por morfina de Bernardo Arias Trujillo en una casa de Manizales en 1938; la muerte por veronal de Teresa Wilms Montt en una habitación de París en 1921; la muerte por disparo de Joaquín Edwards Bello en su casa de Santiago en 1968. Pero también la muerte de César Moro en una cama del Instituto del Cáncer de Lima en 1956; la muerte por tuberculosis de Porfirio Barba Jacob en su departamento de la ciudad de México en 1942; la muerte por paro cardíaco de Samuel Rawet en su casa de Brasilia en 1984; la muerte por parálisis estomacal de Pablo Palacio en el Hospital General de Guayaquil en 1947; la muerte a bordo de siete enfermedades distintas de Jaime Sáenz en un departamento de La Paz en 1986; la muerte por problemas renales de Martín Adán en el hospital limeño Santo Toribio de Mogrovejo en 1985; la muerte “ahogado por el agua acumulada en sus pulmones, luchando por liberarse de una camisa de fuerza” de Rafael José Muñoz en el Hospital Clínico Universitario de Caracas en 1981; la muerte, al borde del despedazamiento por mutilación sanitarista, de Ignacio Anzoátegui en un hospital de Buenos Aires en 1978.
La forma de la muerte no los une.
Con los cerebros revueltos por las convulsiones del electroshock, los estados alterados por la pena, el alcohol o la morfina, perseguidores de patrias que no encontraron nunca, extraviados en el amor, perdidos en el sexo, transidos por el abandono: la forma de la muerte no los une. La muerte es sólo el puerto al que llegaron todos.
Los une, a veces, esa materia que se llama olvido, esa cosa esquiva que se llama genio, y una forma, muy humana, del desasosiego, de la insatisfacción y de la rabia.
Publicado por fundaciontem en 10:00

lunes, 26 de marzo de 2012

Las 12: Homenaje a Domitila

VIERNES, 23 DE MARZO DE 2012
HOMENAJE
Habla Domitila
La semana pasada murió en Bolivia Domitila Barrios Cuenca –así se presentaba sobre el final de su vida cuando se despojó del “de Chungara”, su apellido de casada–, una mujer que supo tanto cambiar la historia de su país al organizar una huelga de hambre, que comenzaron cuatro amas de casa, que terminó derrocando una dictadura, como enfrentar al feminismo conservador –en 1975– al oponer su testimonio de vida a quienes pretendían seguir hablando de los problemas de “la mujer” así, en singular. Minera, dirigenta, madre, indígena; Domitila es una de esas personas imprescindibles para entender la historia de las mujeres en América latina.







Por Malena Bystrowicz
Fue el 22 de enero de 2006, cuando asumía por primera vez en la historia de Bolivia un presidente indígena. La ceremonia duró varios días. Eduardo Galeano fue invitado al gran evento y fueron sus palabras (ver aparte) las que encendieron en mí la necesidad de saber más sobre Domitila.

Aquella tarde de fiesta en La Paz, Galeano recordó una asamblea de mineros en los años ’70. Allí se tejían las luchas clandestinas de los obreros y solía haber puros hombres. Pero en aquella ocasión una mujer alzó su voz y, mirando a cada uno a los ojos, preguntó: “¿Cuál es nuestro peor enemigo, compañeros?”

Unos respondieron “el capitalismo”; otros “la patronal”; algunos dijeron “la burguesía” o “el imperialismo”. Esa mujer, sin bajar la mirada, contestó: “No, compañeros, nuestro peor enemigo es el miedo, y lo tenemos dentro”. Ella junto a otras cuatro mujeres habían comenzado una huelga de hambre que desembocó, en 1978, en el derrocamiento de la sangrienta dictadura de Hugo Banzer. Esa mujer era Domitila Barrios de Chungara.

Quise saber todo de ella y fui a buscarla. Me encontré con una mujer bajita, de aspecto muy frágil pero que transmitía una poderosa fuerza emocional. Tenía una escuela de formación política en Cochabamba, 74 años y un cáncer que avanzaba sobre sus pechos. Lo que sigue es parte de la entrevista que tuve con ella el año pasado, una de las últimas que dio:

“Me llamo Domitila Barrios Cuenca porque cuando una se casa en Bolivia siempre lleva el apellido del marido: Chungara”, se presentó.

“Soy hija de un campesino de Toledo, un pueblito pequeño al lado de Oruro. Hasta que lo mandaron a la guerra con el Paraguay, mi padre criaba ovejas. Cuando regresó los animales habían muerto, ya no tenía nada y se fue a trabajar a la mina Siglo XX con la intención de ganarse un buen dinerito para comprar ovejas y volver a su pueblo otra vez.”

Pero el destino fue otro. “Las minas siempre están en las cordilleras más altas donde no hay ni siquiera mercado. El patrón hacía llevar alimentos y les vendía a los obreros. Pero nunca lo necesario, siempre muy poco. Y si les había prometido que les iba a pagar diez pesos por día, les daba cinco. Y encima los obreros le debían el transporte, las botas que le dieron y alguna otra cosita más. Desde el principio estaban deudores. Allí se casó con mi madre. Yo nací en Siglo XX, en la mina.”

Recuerdos de infancia

“Mi madre, al tener su quinto hijo, le hicieron una cesárea y murió. Yo tenía entonces diez años. Cinco hijos nos dejó y la huahua recién nacida. Todas mujeres. Y yo era la mayor.”

¿Y estaba yendo a la escuela?

–Las mujeres no mandaban a sus hijas a la escuela. Así era como se discriminaba. Pero mi padre siempre decía que había que estudiar, que había que leer. Mi madrina, no. Ella decía que la escuela era para mandar cartas a los novios. Pero mi papá habló con el gerente y le suplicó que nos diera permiso para ir a la escuela. De cien alumnos ochenta eran varones y veinte, chicas. Ninguna era hija de obreros.

¿Y tenía que cuidar también de las hermanas?

–Nos turnábamos con mi papá. Mi hermana, la más menorcita, tenía meses de haber nacido. La otrita estaba por cumplir un año. La siguiente tenía un año y más. Imagínense ¡eran pequeñas! No teníamos dónde dejarlas ni quién las vea. En el recreo yo corría a verlas y a darles la mamadera. Las teníamos ahí, a las dos huahuas, en un agujero en la pared. Años después, la más pequeña, que ya tenía tres años, se salió de donde estaba y se acercó a un basural donde habían echado comida podrida sobre las cenizas de carburo de las lámparas de los mineros. Yo volvía de la escuela y escuché “mamá”. No la había visto ahí sentadita, en el basural, y cuando la miro de su boquita salía una espuma. Con las dos manos había estado comiendo. Ha muerto con eso la huahua. Mi madrina me pegó, me agarró de mis cabellos, me jaló de las orejas y me pateó. Yo me aguantaba. El sufrimiento de la huahua muerta. Mi madrina me dijo que me dejara de hinchar con eso de la escuela. Yo contesté: “Tienes razón, yo no quise quedarme en casa para cuidar a mi hermanita”. Me sentí muy mal y le dije que no iba a ir más a la escuela.

¿Y tu padre qué dijo?

–Cuando volvió a casa y me vio cocinando me dijo “¿Y la escuela?”. Le respondí llorando que no iba a ir más porque por mi culpa mi hermanita se había muerto. Entonces mi papá me abrazó y me dijo “no es tu culpa hijita, es el destino que nos ha hecho así. Es necesario que la mujer se eduque y tú tienes que seguir estudiando. Yo me voy a llevar a la huahua a mi trabajo. Hija, ya nos vamos a arreglar”.

De repente un acceso de tos muy fuerte obliga a Domitila a hacer un alto. Pero no por mucho tiempo. Como si se acabara la vida ella vuelve a hablar de sus recuerdos, sin parar, sin respiro.

“Un día mi papá me anunció que se iba lejos, de comisión. Había comprado víveres. Me pidió que cuidara a mis hermanas y me dijo que si se acababa el alimento sacara la plata necesaria para comprar más. Al día siguiente cuando fui a la pulpería a recoger carne, vi las calles desiertas. Hacía un frío fuerte y parecía oscuro. Las mujeres sentadas en las calles, llorando. Decían que había guerra en Bolivia, que los hombres habían ido a luchar. Poco después, una mañana, empezaron a tocar las campanas, las sirenas y la gente salía y gritaba ‘¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!’ Había sido la revolución de 1952.”

Domitila se ríe de los recuerdos que vuelven a su mente. La revolución popular del 9 de abril de 1952 del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) fue un momento feliz para el pueblo boliviano. Derecho de voto para todos, alfabetización masiva, reforma agraria y reparto justo de la tierra; nacionalización de las minas de estaño y otros codiciados minerales, creación de la Central Obrera Boliviana, reemplazo del ejército regular por milicias populares fueron parte de esa transformación histórica.

“La gente decía: ‘¡Hemos destruido al Ejército! ¡Ya llegan los mineros!’ Y a la noche, llegó primero la banda con sus estandartes, luego los dirigentes del MNR y, todos en fila, con sus guardatojos brillando, varias filas de mineros. En la quinta, estaba mi papá con su fusil cruzado. Nosotras nos metimos por debajo de los pies de la gente y lo agarrábamos: ‘Papi, papi’. Me miró con mucha alegría y me dijo: ‘Hemos ganado, hijita, nunca más ahora los niños van a andar descalzos’. Y empezaron las medidas económicas para los obreros: bonos de producción, subsidio familiar, cajas seguro social. Ya todos podíamos ir al hospital...”

Los Gringos

¿Cómo fue que usted se integró a la lucha?

–En el año ’63, el gobierno se había entregado completamente al Fondo Monetario Internacional. Hubo una asamblea de la Federación de Mineros para decidir si rompía con el MNR. Hubo una emboscada y apresaron a varios dirigentes, entre ellos a Federico Escobar. Justo en ese momento había unos norteamericanos en Catavi. Cuando se supo sobre la emboscada, a la noche, los obreros apresaron a los gringos y los llevaron a la plaza para colgarlos. Les decíamos: “¿Qué vienen a hacer aquí, a asesinar a los dirigentes? Ahora van a morir ustedes”. Y los gringos lloraban. Ya estaban poniendo las cuerdas para colgarlos cuando una señora pequeñita dijo: “Compañeros, no nos dejaremos llevar por la ira. No sabemos si nuestros dirigentes están vivos o muertos. Yo sugiero que tengamos a los gringos de rehenes para canjearlos por nuestros dirigentes si es que están vivos. Si están muertos, ni modo, colgamos a éstos”. La señora era del sindicato de Amas de Casa y me dijo si no quería hacer guardia con ellas para vigilar a los gringos.

¿Y usted se sumó?

–Yo por entonces tenía tres hijos pequeños y dije que no podía. La señora que se llamaba Norberta y era la secretaria general de las Amas de Casa me dijo entonces: “Yo también tengo hijos pequeñitos” y me llevó a una sala llena de huahuas por todos los lados. Mi marido, que escuchó todo, me dijo, despreciándome, que no le hiciera perder tiempo a la señora y que me fuera a casa a cocinar que él se quedaba. Me dio tanta rabia que, aunque no estaba convencida de participar, le dije a Norberta: “Anóteme los tres turnos”.

¿Cuánto tiempo tuvieron a los gringos?

–Varias semanas. Un día vino Norberta y dijo que los norteamericanos iban a venir con su tropa más especializada, en helicópteros, a rescatar a los gringos. “Nos van a matar y van a sacar a los gringos”, nos dijo. El sindicato ordenó a todos llevar comida y agua e irse a resguardar a la mina. Pero la directiva de las Amas de Casa, responsable de vigilar a los gringos, dijo que se quedaba. Yo me sentí una miserable porque había pensado en irme. Ahí fue mi marido que me dijo: “Hay que seguir hasta el final. Yo no quiero que mis hijos se queden huérfanos. Si vamos a morir nos quedamos la familia entera, pues. Nadie va a decir que nosotros hemos traicionado.” Entonces, todo mi miedo desapareció.

¿Se quedaron dispuestos a todo?

–Claro. Todas las mujeres dispuestas a morir. Debajo del poncho teníamos cartucheras con dinamita. La señora Norberta se lo explicó a los gringos: “Sabemos que esta noche van a venir a rescatarlos en helicópteros. No los vamos a largar. Ustedes tienen mucho que perder, nosotras nada, solo nuestra pobreza y nuestro sufrimiento. Nos vamos a abrazar a ustedes, vamos a encender las mechas y nos vamos a volar todos aquí”. Y les mostramos los cartuchos. ¡Guay! Los gringos se asustaron. Lloraban y pedían un teléfono por favor. Esa noche fue la noche más triste, más larga. Pensaba en la familia, en mi padre. Pero los gringos hablaron por teléfono y no hubo ni ejército ni helicópteros. Finalmente, se llegó a un acuerdo con los dirigentes que estaban presos en La Paz y se liberaron a los gringos. Yo me sentí feliz, me sentí grande de compartir con esas mujeres dispuestas a morir pero jamás rendirse. Ese recuerdo me ha dado siempre valor: así tiene que ser el compromiso con el pueblo.

La dirigenta

¿Cómo fue el cambio de ser una militante dubitativa hasta llegar a ser una dirigente?

–Recuerdo la emoción del día en que Federico Escobar, que estaba en la clandestinidad, me iba a tomar juramento a mí y a un grupo de compañeras. ¡Escobar, qué honor! Tuvimos que ir por diferentes caminos porque era un lugar secreto. Ahí nos esperaba Norberta y cuando llegó Escobar le dijo que éramos las nuevas delegadas elegidas del Comité de Amas de Casa. Federico nos miró bien serio. Parecía enojado. Con las manos cruzadas atrás, nos dijo: “¡¿Ustedes saben a lo que están metiéndose?!?” Era como un reproche ¿no? Nosotras nos miramos y pensábamos qué pasa con este señor que en vez de animarnos nos dice esto. Y él siguió: “Ser dirigentes sindicales es como un sandwich. Por un lado, está el pueblo que te exige que cumplas los mandatos y por otro lado están la empresa y el ejército que no las va a dejar. Además tratándose de mujeres es peor la represión. Ahora estamos en dictadura militar. ¡No estamos en Carnaval, señoras! Ahora la represión es fuerte y a las mujeres, no sólo aquí en Bolivia, en todos los países donde luchan, cuando caen presas hasta llegan a violarlas”. Nosotras queríamos salir gritando. Hizo un silencio, nos siguió mirando y dijo: “Pero estoy seguro de que ustedes no quieren eso para sus hijas. Ustedes no necesitan hacer juramento, ustedes son nuestras compañeras dirigentes” y nos dio un abrazo.

Cinco Mujeres

Uno de los momentos más difíciles se vivió durante la dictadura de Hugo Banzer. ¿Cómo recuerda esa lucha?

–Estábamos cansadas de tanta persecución, de tanta represión. Un día se me acerca la señora Aurora de Lora, esposa de un dirigente trotskista y me cuenta que han decidido enfrentar al gobierno. Era el año 1977. El plan era iniciar una huelga de hambre en La Paz en Navidad. Y luego irían sumándose otros lugares de Bolivia. Lo planteamos en un congreso a los delegados de todos los distritos mineros pero los hombres nos tiraban los planes para abajo. “No se va a poder, que Banzer es tan fuerte que estamos yendo a la muerte, que esto y que lo otro.” Entonces llegó el momento de la decisión. Los que dirigían la asamblea dijeron que los que estaban de acuerdo con la huelga de hambre se pusieran de un lado y los que no estaban de acuerdo en el otro. ¿Puede creerme si le digo que éramos cientos de personas pero sólo cinco quedamos del lado de la huelga de hambre? Cinco y nadie más. Nadie, nadie, nadie, nadie.

Y a pesar de que la mayoría se oponía siguieron adelante.

–Nos fuimos a La Paz y lo primero que hicimos fue avisar a nuestros compañeros en Europa, en México, en Perú, en Venezuela. También en Suecia donde tenemos varios compañeros exiliados y donde más tarde tuve que exiliarme yo. Le contamos que el pueblo estaba cansado de pasar hambre, de injusticias y que había un grupo de mujeres que se había decidido a hacer una huelga de hambre respaldada por... por el pueblo. A mí me dieron todo el apoyo, todo el respaldo para hacer declaraciones a la prensa. Y así fue. Empezamos con un grupo en La Paz. Luego vino un segundo. Más tarde otro y otro más.

Los recuerdos de aquella gesta la hacen reír.

¿De qué se acuerda Domitila?

–Mire cómo sería la cosa que, según nos enteramos por noticias que venían de afuera, Banzer estaba desayunando lo más tranquilo mientras escuchaba la BBC y por esa emisora que transmitía desde Londres se enteró que en Bolivia, en su propio país, había empezado la lucha por la democracia, que un grupo de mujeres estaba haciendo huelga de hambre.

Meses después, la Central Obrera decretó huelga por tiempo indefinido hasta que cayó uno de los militares más sanguinarios que conoció Bolivia. Banzer participó junto con los dictadores de Argentina, Chile, Uruguay y Brasil en el Plan Cóndor, un método sistemático de colaboración para la desaparición y el asesinato de los opositores de los países de Cono Sur sin importar en cuál de ellos se encontraran. En el caso de Bolivia, además, se encontraron celdas de tortura y restos humanos en los sótanos del Ministerio de Interior.

Recuerda Domitila: “Todo, todo, todo el país paró. Banzer empezó a allanar y a meternos presas. Pero era tarde. Ese año el precio del mineral y del petróleo estaba alto y con la huelga no pudo cumplir los compromisos de entregar. Esa fue la tumba del Banzer”.

La relocalizacion

No hay recuerdo más triste para un minero boliviano que lo que llaman “la relocalización”, un destierro violento organizado por el último gobierno de Víctor Paz Estenssoro, el hombre que fue cuatro veces presidente de Bolivia, la primera con la Revolución del ’52 y la última, con el bochornoso gobierno que instaló el neoliberalismo (1985-1989).

“Los mismos que hicieron la Revolución volvieron en el ’85 y aprobaron el decreto 21.060 con el que nos botan a todos. Y otra vez sin trabajo, sin casa, sin escuela. En noventa días había que desocupar la vivienda. Me vine a Cochabamba”, explica Domitila.

¿Y cómo sobreviven?

–Por la relocalización daban una indemnización miserable. Al papá de mis hijos por treinta años de trabajo le dieron seis mil bolivianos que era equivalente a tres mil dólares. El se separó de nosotros, se fue con otra mujer y no nos dio nada. Entonces yo me vine con mis hijos a Cochabamba porque acá tenía a mis hermanas. Fue una etapa bien triste. Tuvimos mucho hambre. Nosotras éramos viejas. Cada quien por su lado tuvo que salir. La mayor parte se fue a la Argentina. Sobre todo los hombres se fueron y dejaron a sus familias aquí. Muchos no se han vuelto a juntar nunca más. Los otros se fueron a Europa y allá se casaron con otras mujeres y nos abandonaron.

Pero usted, Domitila, no se rindió.

–Entonces me di cuenta de que en el país que hacía falta la formación política. Los mineros estaban solos: los campesinos también. Empecé a dar charlas, me di cuenta de que era necesario seguir la lucha. Entonces creamos un pequeño grupo que al principio llamamos Escuela Móvil, porque íbamos a un lado y otro. Luego nos hicimos este lotecito, una casita, aquí un cuartito. Y empezamos a trabajar.

¿Qué piensa del gobierno de Evo Morales?

–Evo está en el poder, está alfabetizando al país. Pero la gente necesita también la alfabetización política, porque si no sabe dónde hay que ir, cómo hay que ir, entonces no va a poder apoyar nunca, más bien va a estar contra las medidas que va a tomar el gobierno. Cuando Evo dijo que del pueblo tiene que tener una Nueva Constitución a mí me alegró mucho. Le hicieron mucha guerra, le tiraron todo en Sucre. A mí me parece bien que haya un cambio y sea en favor del pueblo. Sí, yo creo en gran manera ha perdido el pueblo el miedo. ¤

Esta entrevista fue realizada en Cochabamba, Bolivia, el 23 de junio de 2011, en el marco de un documental; Domitila falleció el martes 13 de marzo pasado, sólo tres palabras para recordarla, homenajearla: Adiós y gracias, Domitila.

domingo, 25 de marzo de 2012

Horacio Castellanos Moya

DOMINGO, 25 DE MARZO DE 2012
HORACIO CASTELLANOS MOYA
“Tuve ganas de irme del sentido común a la barbarie”






“Cuando termine aquí nos vamos a echar un traguito: ¿en el bar de la esquina?” Horacio Castellanos Moya acaba de participar de una de las mesas del encuentro y avisa a los contertulios, que van saliendo, que en un rato va para allá. A lo largo de las jornadas se hablará de varias de sus novelas y, siempre, aparecerán las marcas de la violencia en El Salvador, el país en el que se crió (aunque nació en Tegucigalpa, Honduras, en 1957). “Si no leías bien una sociedad violenta, te morías”, dijo hace un rato. Su último libro publicado aquí es La sirvienta y el luchador (cuarto eslabón de una saga familiar que abarca buena parte del siglo): allí, Castellanos Moya entrelaza los caminos de El Vikingo, un policía en las últimas que está en el núcleo de los secuestros y las torturas, y María Elena, una empleada doméstica que procura interceder a favor del hijo de la patrona y su esposa, levantados en la puerta de su casa por un grupo de tareas.

Recién un salvadoreño, entre el público, te preguntaba si ésta era tu novela más violenta. Y me pareció que, a lo largo del ciclo, las continuas alusiones a la violencia en tu narrativa te molestaban un poco. “Porque es una etiqueta muy fácil”, dijiste.

–Es que siento que hay un paternalismo en la clasificación. Lo veo sobre todo en Europa; digamos que aquí, en la Argentina, no. “¡Qué violentos son ustedes! Son pueblos pobres, ignorantes, de muertos de hambre, por eso son violentos. Nosotros somos civilizados. Literatura de la violencia hacen ustedes.” “Oiga, ustedes eliminaron cinco millones de judíos en un santiamén. A ver, explíqueme.” Porque, ¿hay civilizaciones o culturas que son inmunes a la violencia? ¿Por qué un alemán va a decir de El asco o de Insensatez “ay, esto es muy violento, no lo vamos a traducir”? “Ahhh, sí, es verdad: a ustedes no les gusta matar al prójimo, ¿no?” “No, ya no. Ahora somos democráticos, vivimos en otro estadío.” “Ajá. ¿Y cuánto tardarán en regresar a lo mismo, ah?” Cuál es el proceso para volver a lo que somos. Cuánto de eso sigue dentro de cada uno de nosotros, y cuál es el proceso para volver a lo que somos. ¿Por qué no hacen una reflexión sobre eso? ¿No les pareció evidente Yugoslavia? ¿No les parecerá evidente que alguno de estos países, como Italia o España, exploten y empiecen a matar porque no tienen el crédito que tuvieron durante tantos años? Hay paternalismo al decir que la violencia es expresión del atraso, y que la civilización occidental, floreciente, del gran capital corporativo, de la democracia, nooo, eso no les pertenece, cuando es ella la que la crea, con toda su cultura de entretenimiento, cuando es ella la que trae estas cosas. Lo que me molesta no es tanto hablar de mi literatura como violencia, sino de la falsedad que hay al poner la etiqueta, porque en realidad tú me estás diciendo que yo hago una literatura que viene de un mundo violento, y que tú no eres violento, que tu mundo es mejor. La violencia es constitutiva del ser humano.

¿Cuál fue el punto de partida de La sirvienta y el luchador?

–Fue algo absolutamente instintivo. Cuando terminé Tirana memoria (la novela que la antecede en la saga) quedé harto de las buenas costumbres, del buen tono. Me había esforzado en hacer personajes con mucho sentido común, valores positivos, a los que había que construir a partir de un mundo de valores muy lejano a mí. Eso me exigió un enorme gasto de energía y concentración. Entonces, en un arrebato, escribí la primera parte de El Vikingo, a ver dónde iba (él sale al final de Tirana memoria); estaba con ganas de hacer un movimiento pendular, irme del sentido común a la barbarie. ¿Por qué elegí ese momento? Yo volví a El Salvador en 1980, unos pocos meses, al inicio de la guerra civil, y me fui tres semanas antes de que mataran a monseñor Romero. Y me llamó la atención una cosa fundamental: el terror. Pero no como una idea, sino por cómo densificaba el aire. Algo similar a lo que habrá sido el aire en Buenos Aires cuando mirabas un Ford Falcon en 1977. Una densidad distinta, algo que se huele, que podría cortarse con una gillette. Siempre quise poner eso en una novela, esa cosa inexplicable. Al Vikingo, entonces, naturalmente lo puse ahí, cayó por su peso. Eso quedó guardado seis meses, y cuando volví, recordé que él la cortejaba un poco a María Elena en la novela anterior: ahí salió ella. Pero todavía no había novela: la trama se terminó de completar con otros personajes. Mi forma de trabajar es caprichosa e improvisada.

RODRIGO REY ROSA

DOMINGO, 25 DE MARZO DE 2012
RODRIGO REY ROSA
“Ahora ya no me puedo ir”






“En mi país, la crítica que me hacen es que yo me dedico a mostrar el lado desagradable de Guatemala en el extranjero, que no tengo nada a favor que decir”, apunta Rodrigo Rey Rosa. “Me parece una tontería, no es para nada eso –agrega–. Tengo allí un pequeño grupo de lectores que no ve para nada esa intención, pero digamos que la mayoría siente una especie de desconfianza.”

Dijiste en una de las charlas que, hoy por hoy, sentías que vivir en Guatemala era como una especie de karma.

–Estuve quince años fuera del país y, cuando volví, en 1994, no entiendo muy bien por qué me quedé. Ahora ya no me puedo ir, porque tengo una hija, eché raíces. Y cuando barajé la posibilidad de irme otra vez, aquí o allá, no encontré una razón de fuerza. A finales de los ‘70 me fui porque no me podía adaptar. No fui a la universidad, donde se reclutaba y había un ambiente político. La situación era muy turbia. Mataron a varios amigos míos; a uno o dos por motivos políticos, pero a otros porque simplemente era muy fácil matar: por un lío de faldas te mandaban matar. Eso fue un impulso para irme. Cuando volví, junto con mucha otra gente, había efervescencia, cosas interesantes, se empezó a publicar todo. Ahora la situación está muy mal otra vez, muy violento, aunque es una violencia común, digamos.

“Creo que estando en Guatemala soy más valioso como escritor”, dijiste también. ¿Por qué?

–Porque me justifico más fácilmente escribiendo desde Guatemala que si estuviera en París, por ejemplo –aparte de que sería muy caro–. Como que encuentro justificación de mi supuesto papel de escritor estando ahí. Hay muchas cosas que contar, y siento como que me toca hacerlo. Claro que uno, parece, no escoge los temas: los temas lo escogen a uno. Y sí, lo siento como una especie de responsabilidad, en un sentido muy personal, porque no es que me sienta responsable ante nadie.

Aunque acaba de aparecer aquí Severina (historia de un librero que se enamora de una ladrona de libros), el libro de Rey Rosa que acaparó la atención durante sus participaciones en el encuentro fue El material humano, cuyo punto de partida fueron sus indagaciones en los archivos policiales que pudo ver durante unos meses, porque primero le permitieron acceder y luego, de un día para otro, se lo prohibieron. “Un poco por esa experiencia, una mañana apareció la idea de visitar los expedientes de la psiquiatría en Guatemala, desde los comienzos –cuenta en torno de su trabajo actual–. Lo más antiguo que encontré, colonial, es de 1710: un loco furioso –así está escrito–, al que encierran. Y hay otro, un cura oidor, defensor de indios, que se vuelve loco: a ése lo mandan a España. Me interesa ver una locura específica de Guatemala, desde los comienzos y también durante la guerra, que duró hasta 1996.”

FRANCISCO GOLDMAN

DOMINGO, 25 DE MARZO DE 2012
FRANCISCO GOLDMAN
“Quise hacer la novela total del boom en Guatemala”

“Ahorita me siento otro escritor”, dice Francisco Goldman, con el característico tono de un norteamericano al hablar castellano. Ese “ahorita” tiene una marca indeleble: en julio de 2007, mientras estaba de vacaciones en una playa mexicana, una ola le rompió la columna vertebral a su mujer, Aura. “Cambió todo para mí, en los últimos años sólo he escrito sobre eso –dice–. Publiqué un libro, Said her name, contando esa historia, que marcó una frontera para mí. Estoy escribiendo sobre la violencia que hay en el trauma personal. Yo escribía sobre la violencia, antes, aunque sin habitar la sensación que produce que en este segundo alguien cercano viva y en el siguiente segundo ya no. Estoy con muchos traumas y me estalla ver gente que pasa por estas situaciones. Cerca de casa –vivo en la ciudad de México–, un joven fue asesinado en una balacera: cuando pasé por ahí y vi a la familia llorando, me puse a temblar. He vivido estas situaciones demasiado de cerca y no tengo ganas de ponerme a buscar lo que antes para mí era algo ajeno. He ido demasiado lejos.”

Goldman se refiere, por ejemplo, a trabajos de crónica-investigación como El arte del asesinato político, centrado en el crimen en 1998 del obispo guatemalteco Juan Gerardi, coordinador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado, asesinado a golpes dos días después de que fuera presentado el Nunca más de aquel país, en el que se da cuenta de la máquina de asesinar y desaparecer que fue el ejército allí, inflado por los gringos, en el marco de la guerra fría en Centroamérica: 200.000 muertos, se calculan. Goldman, hijo de padre estadounidense y madre guatemalteca, se crió en Boston: aprendió a hablar en español, luego lo olvidó, más tarde lo reaprendió. “En 1981 pensaba entrar a uno de esos programas para la maestría en la escritura –dice–, que en los Estados Unidos te garantizan la vida, trabajando en la universidad, dando talleres, escribiendo: la ruta más normal para un escritor norteamericano. Yo estaba muy en esa inocencia, y quería entrar en estos programas. Así que entonces pensé que podía irme a Guatemala unos meses, porque sabía que mi familia tenía un chalet en las afueras de la ciudad, y me imaginaba que ahí podría escribir los tres cuentos que pedían como requisito para entrar en Iowa o Columbia. Cuando llegué, mi tío me dijo: ‘¡Estás loco! ¿No sabes que este país está en guerra? ¿Tú crees que puedes ir a vivir a ese chalet? Está abandonado, mataron al guardián del vecindario. Hay combates todo el día en esa zona’.”

Escribió los cuentos, pues –“eran de amor, estaba obsesionado con una mezcla de Calvino, Cheever, buscando mi manera”–, al tiempo que se iba empapando de la situación en Guatemala. Los envió a las universidades y lo aceptaron. Pero también los mandó a revistas, y Esquire le compró y publicó dos de esos relatos. “Me invitaron a colaborar y me preguntaron qué quería hacer –evoca–. ‘Quiero volver a Centroamérica’, les dije, ‘porque está empezando esta guerra’. Vi que era un choque entre mis dos lugares, el sitio en el que crecí y el país de mi familia. Pasé casi diez años tremendos, ahí, viajando por Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras, trabajando como corresponsal.” De esa época son sus primeros trabajos para The New Yorker. Y también la materia prima para La larga noche de los pollos blancos, su primera novela: “Es un libro muy ambicioso –cuenta–, en el que intenté un híbrido de choque entre el clásico yo del libro judío norteamericano y lo que se consideraba la novela total del boom, narrada por todos, en un escenario, Guatemala, asolado por las tragedias”

Tres heridas

DOMINGO, 25 DE MARZO DE 2012
Tres heridas
Violencia de la tierra y violencia del lenguaje. ¿Cómo narrar la violencia o cómo sustraerse a ella? Estos y otros interrogantes no faltaron en el Encuentro Centroamérica y México: la lectura violenta, que acaba de realizarse en el Centro Cultural de España en Buenos Aires (Cceba). Los escritores Horacio Castellanos Moya, Rodrigo Rey Rosa y Francisco Goldman fueron tres de los participantes más notables del evento. Radar conversó con ellos para evaluar sus experiencias de destierros, regresos y tensiones internas de sus países de origen. Una encrucijada que no sólo alcanza a la crónica, sino que se ha instalado en el centro de la ficción centroamericana.







Por Angel Berlanga
“Yo creo que la lectura de la realidad que hacemos, en buena medida, está determinada por dónde estamos, y en qué momento. Y no creo que haya una opción por la lectura violenta: la realidad es como es, y te vas manejando de acuerdo con tu temperamento. Lo que hay es una manera de ver el mundo, de nutrirse del mundo, y a partir de eso se escribe una literatura. Entonces para mí la violencia, como factor determinante de mi obra, no ha sido una opción; no es que digo: ‘Ah, voy a hacer una novela violenta’; no, funciona de otra manera. Funciona siempre a partir del hecho de que la lectura de la realidad violenta que existía era la única manera de sobrevivir. Mucho crimen, represión, falta de espacios para debate, para expresar ideas: no soy yo el que lee violentamente algo, es la realidad la que me agrede a mí, y a partir de eso, reacciono.”

El narrador hondureño-salvadoreño Horacio Castellanos Moya se metía, así, de lleno, en Centroamérica y México: la lectura violenta, la consigna que durante tres jornadas de la semana pasada reunió en el Centro Cultural de España en Buenos Aires a un grupo de escritores y periodistas, de aquí y de allá, abocados a tratar un asunto de plena vigencia, estos últimos años, en varios de aquellos países, desde donde llegaron para participar, también, el estadounidense-guatemalteco Francisco Goldman, el mexicano Martín Solares y el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.

Impresiona que ese corrimiento inicial que planteó el narrador salvadoreño, desde “la lectura violenta” a “cómo la realidad y su violencia se filtra o es tratada en los libros”, predominó en las tres jornadas. Castellanos Moya, Rey Rosa y Goldman, protagonistas principales del ciclo, contaron vivencias de adolescencia y juventud que los marcaron, les cambiaron la vida: los asesinatos, los cuerpos mutilados, empezaron a ser parte de sus cotidianos, del paisaje. Cuando Goldman se fue desde Nueva York a Guatemala, con la inocente idea de escribir unos cuentos de amor para entrar en una universidad, se encontró a comienzos de los ‘80 con escenas como ésta: “Mi tío, que era un tipo de derecha, salió un día a correr por las afueras y se encontró con cadáveres con señales de tortura –contó–. El decía que no eran guatemaltecos, que eran gente de El Líbano. Luego, una chica de mi edad, que estudiaba medicina, me contó cómo llegaban los cuerpos a la facultad, para estudiarlos. Una vez me disfrazó de médico y fui: ese día cambió mi vida. Tenían marcas de cigarrillo, estaban mutilados, con el pene cortado. ‘¿Por qué pasa esto con esta gente, quién lo hizo?’, me preguntaba. En ese momento nació algo nuevo en mí”.

“La primera vez que vi una masacre –contó Castellanos Moya–, yo volvía del colegio marista al que iba, en El Salvador, y había un cordón policial; no tenía, en ese momento, conciencia política ni nada. Y cuando el tránsito se abrió, pasamos por allí, y vimos cómo los bomberos lavaban la sangre de la calle.” Rey Rosa se fue cuando empezaron a matar a sus amigos; su madre, además, contó, fue secuestrada. Haber podido acceder a los archivos policiales –experiencia que nutrió una novela suya, El material humano– le permitió comprender, dijo, “cómo funciona el aparato represor” de un país al que definió como “desquiciado”. Curiosamente, agregó Rey Rosa, los crímenes de Estado como temática literaria no abundan actualmente entre los escritores centroamericanos. Honduras, Guatemala y El Salvador son, hoy, los países –que no están en guerra– con mayores tasas de homicidio en el mundo. En El Salvador, por ejemplo, durante los primeros dos meses de este año, fueron asesinadas 93 personas por semana.

A lo largo de los encuentros, también, quedó esbozado el trazo que alinea, a lo largo del tiempo, represión del Estado y guerra –200.000 muertos en Guatemala, 75.000 en El Salvador–, concentración de la riqueza y pauperización, pandillas criminales y reacomodamiento de fuerzas armadas y policía, narcotráfico. Palabra, esta última, que talla a fondo hoy en México: 55.000 muertos y 3000 desaparecidos en los últimos seis años.

De la mesa dedicada a ese país participaron Solares –autor de la novela Los minutos negros, finalista del Rómulo Gallegos– y Cecilia González, corresponsal de Notimex en la Argentina: ambos coincidieron en destacar la difícil tarea de periodistas que dan cuenta de la realidad, descubriendo el espacio que hay “entre lo que dictan los poderosos” y “lo que prohíben decir los narcos”. “Yo siento que hoy esos periodistas son los que corren a mostrarnos dónde hay lagunas, y que luego llegamos los narradores a explorar esas profundidades”, indicó Solares. “Es que la tienen difícil hoy los escritores, porque con las cosas que pasan en la realidad, cómo competir con eso”, dijo González, que destacó los trabajos de la periodista Marcela Turati –Fuego cruzado, las víctimas atrapadas en la guerra del narco– y la narrativa de Elmer Mendoza.

En la coordinación de las mesas destacaron, entre otros, el cronista y narrador Cristian Alarcón y el novelista y poeta Carlos Ríos (notables sus señalamientos sobre los puntos de intersección entre El material humano, de Rey Rosa, y El arte del asesinato político, de Goldman), que vivió varios años en México. Aunque de las jornadas no haya quedado un bosquejo de mapa de la narrativa en aquellos países de cara a la violencia (vaya absurda pretensión), las charlas excedieron el semblanteo de un puñado de autores con obra lúcida y amplia, que dan cuenta de distintas formas de desgarramientos que, sabemos, no nos son ajenos aquí. Cruces entre realidad y ficción, búsquedas y descubrimientos, génesis y dificultades en la escritura de muchos de los libros de los protagonistas, consecuencias. “La literatura lo que nos recuerda son los matices –dijo Castellanos Moya en su última presentación–. No es que no haya víctimas y victimarios: claro que hay. El criminal es criminal, y la víctima es víctima, está muerto, ahí está el cadáver. Pero no creo que la literatura se pueda proponer absolver o resolver las causas históricas de los crímenes; trata, creo, de interpretar esa complejidad, porque a lo mejor esa víctima en algún momento ejerció el poder. Y la culminación de la violencia es la muerte, pero la violencia comienza en el momento en que quiero que vos pienses como yo. De lo contrario tienes una literatura típica, como la que construyó el realismo socialista, o aquello de la corrección política: se parte, ahí, de una ideología que no asume la complejidad del ser humano, que está lleno de matices, grises, sinuosidades. Por dentro somos complejísimos, a veces unos más que otros: por supuesto que hay cabrones muy malos. Pero también hay malos en nosotros mismos, y no los vemos.”

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4614-2012-03-25.html

Entrevista a Sergio Ramírez -Pilar Ríos


No aspiro a ser un best seller, sino un long seller

Lo primero que te quería preguntar es, justamente, si te gusta que te hagan entrevistas.
- Sí. Siempre que no sean políticas. Las entrevistas políticas me fastidian, pero de literatura me encanta conversar.

- Pensando que esta entrevista va en un suplemento cultural, ¿para vos es importante el periodismo y sobre todo el periodismo cultural hoy?
- Me parece que sí porque en primer lugar creo que los espacios culturales en los medios de comunicación se van reduciendo. No hay duda que existe hoy en día una banalización de la información. Todo se aligera, todo se vuelve light. Hay muchos periódicos que hoy en día confunden la farándula con la cultura. Se han ido desdibujando las secciones culturales de los periódicos. De manera que encontrar una entrevista literaria en un periódico es siempre una gran alegría.

- Dijiste que te fastidian las entrevistas políticas pero que te encanta hablar de literatura, ¿qué de literatura?
- Bueno, me encanta hablar de libros que he leído, de escritores que prefiero, del papel de la literatura en la sociedad, de la invención, de la imaginación, de mis propios libros, de cómo veo yo el mecanismo literario, el acto de escribir. Todo lo que constituye para mí el mundo de la literatura.

- Muchos escritores dicen que están cansados de hablar de su obra, de su proceso escriturario. ¿Eso a vos no te pasa?
- A mí no me cansa porque lo tomo como una conversación creativa. Me da la oportunidad de hablar de literatura, de hablar de lo que a mí me gusta. No es que no me guste hablar de otras cosas. También me gusta hablar de los boleros, de los tangos, de los cómics, del cine, del deporte, de todo lo que divierte en la vida. No es que uno busque las conversaciones pesadas. No es que la literatura sea pesada, pero bueno, la literatura entra entre mis diversiones, entre las cosas que me gusta hacer en la vida, por eso también me gusta hablar de literatura.

Los comienzos
- Antes de que hablemos de literatura, para que los lectores te conozcamos un poco más, ¿qué anécdota de tu vida en Nicaragua podrías compartir con nosotros? ¿Qué es vivir en Nicaragua, cómo fue, cómo es hoy?
- Hay muchas cosas de las que yo podría hablar pero si me voy a mis 20 años, cuando publiqué mi primer libro de cuentos, en Nicaragua entonces publicar un libro era una aventura. Uno tenía que financiarlo. Mis primeros cuentos tuvieron una edición de 500 ejemplares que yo tenía que llevar a las librerías, a las pocas librerías que había en Managua, para dejarlos en consignación. Nadie compraba libros de un escritor nacional aquí. Todo el mundo esperaba que si uno publicaba un libro tenía que regalárselo a los amigos. Y entonces mi mujer, que entonces era mi novia, por su parte salía a vender el libro, en León, de casa en casa; y eso me aterrorizaba, yo me escondía. Siempre me gusta repetir la anécdota de que en una librería en Managua (en la vieja Managua, antes del terremoto), que se llamaba Librería Selva, yo llegaba cada fin de semana a ver cuántos libros se habían vendido y una vez la dueña de la librería me dijo que había once ejemplares y yo le había dejado diez. Ella se moría de risa, años después cuando me encontré con ella, porque obviamente lo veía como una invención. Pero eso fueron mis inicios de escritor: vender mis propios libros de casa en casa, llevarlos yo mismo a las librerías.

- ¿Era también complicado publicarlos?
- Lo que pasa es que uno tenía que hacer su propia edición en una imprenta. Yo tenía un amigo en Managua que tenía una imprenta que se llamaba pomposamente Editorial Nicaragüense pero era una pequeña imprenta con una prensa Heidelberg y ni siquiera tenía un linotipo sino que las cajas eran de tipos móviles. Y allí, artesanalmente, se hizo ese libro, que es realmente muy bello para mí porque se compuso a mano, tipo Garamond. Se imprimió en un papel muy lindo, llevaba una viñeta en la portada de Pablo Antonio Cuadra, ilustraciones del pintor Leoncio Sáenz, un prólogo de mi maestro Mariano Fiallos Gil, que era el Rector de la Universidad, y fue hecho artesanalmente por Mario Cajina-Vega, que era un poeta impresor. Entonces es un libro para mí que es un verdadero tesoro del que sólo guardo un ejemplar.

- ¿Cómo era el título de ese libro?
- Cuentos. Simplemente Cuentos. Poca imaginación a la hora de poner el título.



- ¿Cuándo tuviste mayor libertad para publicar dentro y fuera de Nicaragua?
- Mis siguientes libros fueron publicados por editoriales universitarias. Mi primera novela, Tiempo de fulgor, es una edición muy bella también, artesanalmente muy bella, fue hecha por la editorial universitaria de Guatemala que sí tenía un taller tipográfico más grande, tenía linotipia pero el libro estaba muy bien cuidado, el papel es muy bello, los tipos de imprenta, la portada la diseñé yo mismo, de manera que también para mí es otra obra de arte, esta primera novela. Las editoriales universitarias no eran comerciales, por supuesto, no lo siguen siendo, salvo Eudeba de Buenos Aires, que llegó a ser una gran editorial comercial. Pero mi primer libro realmente que publicó una editorial como tal fue Charles Atlas también muere, que es un libro de cuentos que salió con el sello de Joaquín Mortiz en México. Para mí fue llenar una gran aspiración porque yo admiraba mucho a los escritores que publicaba Mortiz, que era una editorial muy selecta. Tenía una serie muy linda que se llamaba la Serie del Volador y ahí apareció, donde habían aparecido libros de Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, José Donoso.

Entre los personajes
- Una escena de lectura que haya sido significativa para vos.
- Cuando cayó en mis manos Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Recuerdo hasta los grabados porque era un libro de la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica y tenía unos grabados muy bellos, seguramente eran xilografías, no recuerdo de quién. Pero en el primer capítulo cuando, por ejemplo, Juan Preciado va entrando al pueblo de Comala, hay el grabado de un arriero y un hombre que van por el camino, después hay unos perros demoníacos. En fin, me acuerdo mucho de los grabados porque me acuerdo mucho de esa primera lectura que me deslumbró, es decir, que me cambió mucho. Cambió mi visión de la literatura porque en Nicaragua había un apego a la literatura vernácula; no se había salido de ese cascarón y para mí Rulfo dio vuelta a la literatura vernácula. Es decir, seguía siendo un escritor del mundo rural pero desde otra perspectiva, no desde la perspectiva culta del escritor que habla desde el balcón académico y se asoma al mundo rural buscando cómo no contaminarse. Juan Rulfo se metía entre la gente, entre los muertos y hablaba desde allí.

- ¿Podríamos decir que esta es la perspectiva que vos tomás en tus libros?
- Es que desde entonces ya no hubo para mí otro tipo de literatura, sino la de meterme entre la gente, entre los personajes. Hablar a la par de los personajes con sus propias voces y no asumir una actitud contemplativa o distante. Es decir, eso para mí llegó a ser, desde entonces, la literatura.

Proceso de escritura
- ¿Cómo es tu proceso creador?
- Cuando escribía cuentos, a los 17 años, no tenía un estudio; vivía en una pieza de estudiantes con otros cuatro estudiantes y allí no había ninguna oportunidad ni para leer y menos para escribir. Yo no era dueño de una máquina de escribir en primer lugar. Entonces me iba a la secretaría de la rectoría de la universidad y ocupaba una máquina desocupada. Ahí preparaba los materiales de la revista Ventana y escribía mis cuentos a la luz pública. Había secretarias yendo y viniendo, gente haciendo trámites, el rector que tenía su oficina dentro de una especie de pecera porque no quería encerrarse. Y yo me llevaba de la imprenta, donde imprimíamos la revista, unas tiras largas de papel que servían para imprimir las pruebas de imprenta, las galeras; y en esas tiras largas de papel yo escribía los cuentos para no estar sacando hojas y corregía poco. Entonces escribir para mí era un acto público. No me importaba que alguien se estuviera asomando por encima de mi hombro o alguien pasara o me interrumpieran. Sacaba el cuento, hacía cuatro correcciones y se publicaba en la revista. Después corregía las pruebas, ahí terminaba de corregir. Eso cambió radicalmente para mí desde que tuve mi primera máquina de escribir en Costa Rica. Aprendí que el oficio de escribir se va volviendo un acto de soledad, de aislamiento y, por último, de horas de trabajo, de disciplina, de empezar a una hora determinada. La primera oportunidad de crearme esta disciplina de área yo la tuve en Alemania, cuando me fui a Berlín en el año 73, con una beca de escritor del programa de artistas residentes en Berlín Occidental. Entonces yo ya tenía un estudio en la casa que me dio el programa. Fui con mi familia pero yo tenía mi estudio, tenía mi máquina que compré en Alemania, una máquina eléctrica portátil que tardaron en entregármela porque tenían que pedir un teclado en español, tenía mi escritorio, bajaba a la papelería de la esquina a comprar los mazos de papel, lápices. Aprendí a tener todo eso que Walter Benjamin llamaba la nemotécnica: acomodar los lápices, las plumas, los borradores, los mazos de papel que para mí eran muy importantes: el calibre del papel, la tersura. Y en Alemania yo escribía desde las ocho de la mañana hasta la hora del almuerzo. Entonces allí me hice esta disciplina que he perdido por las circunstancias de la vida. En la Revolución la perdí completamente. Tuve que empezar a buscar otras horas muy estrafalarias para escribir, en la madrugada, cuando retomé de nuevo la escritura. Pero sí yo me hice en Alemania esta disciplina y ahora es lo que hago. Yo me levanto a las ocho de la mañana y escribo hasta la hora del almuerzo.

- ¿Cuál fue el que más te costó escribir de todos tus libros y cuál el que más gusto te dio al hacerlo?
- El que más placer me dio al escribirlo fue Un baile de máscaras, que es la historia de mi infancia. En primer lugar, porque no utilicé una sola nota, es decir no preparé una sola referencia, no llené una sola ficha, no hice una sola investigación, salvo la de ir a la Hemeroteca Nacional y hacer una fotocopia en pedazos, para después unirlos con cinta adhesiva, del diario de ese día que era de tamaño estándar, el 5 de agosto de 1942, el día en que yo nací. Entonces abrí la novela con los hechos tanto locales como internacionales que habían ocurrido, que traía el periódico ese día que mi abuelo va a comprar el diario a la estación del ferrocarril donde llegan los atados de periódicos y viene leyendo por media calle. Esa fue mi única referencia; lo demás fue mi recuerdo de las historias familiares que yo oía contar en la mesa de mi casa, a mi padre, a mi madre. Claro, en la mesa familiar siempre se están contando las mismas historias y por eso la memoria las fija de manera tan admirable. Es la novela que yo he escrito con más gusto, también con más nostalgia. Quizás la que más me ha costado armar fue Castigo Divino porque hice una investigación a fondo y múltiple. Primero mandé a pedir a la biblioteca de la universidad los libros con los que yo había estudiado medicina forense, criminología. Luego me metí a estudiar tratados de toxicología, hablé con médicos psiquiatras, etcétera.

- ¿En todas tus novelas hacés este proceso previo de investigación?
- En general sí. Pero esta vez te hablo de la complejidad de este proceso porque hablé con el doctor Fonseca Pasos, que era médico psiquiatra, y él me mandó unas notas. Lo entrevisté para fijar la identidad psiquiátrica de Castañeda, el envenenador. Luego leí muchísimos periódicos de la época sobre el caso. Pero además de lo que traían los periódicos sobre el caso, lo que venía alrededor, los anuncios de cine, comerciales, cómo era León, para descubrir cómo era entonces la sociedad nicaragüense. Leí el expediente judicial, que tenía 1.300 folios, muchas veces. Iba marcando con amarillo lo que me interesaba, volvía a leer. Y todos estos materiales los fui procesando, haciendo fichas. De manera que cuando empecé a escribir la novela ya no recurría más a estos materiales, yo me había compenetrado de ellos, me había metido el lenguaje, me había metido la información, me había metido en la atmósfera que yo quería describir. En el lenguaje o en los lenguajes porque yo trabajaba sobre un lenguaje judicial, sobre un lenguaje periodístico con remanentes del modernismo, otro lenguaje periodístico que era vanguardista. En fin, son muchos lenguajes los que están mezclados. Entonces pasé cinco años haciendo la investigación y compenetrándome de los materiales. Es un proceso que repetí en Margarita está linda la mar, porque ahí llené muchísimas fichas; tenía más de 2.000 fichas acerca de Rubén Darío. Yo sabía hasta el tamaño de la cabeza, el número del sombrero, las corbatas que usaba, lo que comía, dónde había vivido en París, todas las direcciones. Estuve en París yendo dirección por dirección hasta que encontré las casas donde había vivido Darío. Quise volverme contemporáneo a Darío, imaginarme el París donde él había vivido. Y luego estudié los expedientes del juicio del asesinato de Somoza. Estas son investigaciones que volví a repetir con La Fugitiva. Me trasladé a Costa Rica, a la Hemeroteca Nacional, a estudiar los periódicos de la época.

Un retrato, varias voces
- Decías que con Castigo Divino lograste compenetrarte con los lenguajes. ¿Algo así te pasó con La Fugitiva?
- Claro, sí. Con una diferencia porque en aquel caso era lenguaje escrito. Era lenguaje judicial de actas judiciales, de crónicas periodísticas, de declaraciones. Pero La fugitiva es una novela absolutamente oral, no hay nada escrito. Todo es esta grabadora que está aquí, tan pequeña como la tuya, puesta delante de los personajes para que hablen y yo después al editar la entrevista elimino mis preguntas para que el discurso narrativo de ellas sea fluido y no tenga mi propia intervención.

- ¿Por qué elegiste que fueran estas mujeres quienes hablaran de Amanda, la protagonista, y no Amanda de sí misma?
- Porque quería componer, como técnica narrativa, un retrato que dependiera de distintos puntos de vista y no de uno solo. Y son tres mujeres que hablan de manera compartimentada porque cada una de ellas no sabe lo que la otra me está diciendo y, por lo tanto, a la hora de poner juntos los tres testimonios, en alguna cosa se repiten, en otras se contradicen. Dan sus propios testimonios y lo que hacen es ayudar al lector a componer su propio testimonio. Es decir, la cuarta voz es la del propio lector, la que va a ir rellenando los huecos y completando el retrato.

- ¿Qué importancia tiene el lector a la hora de escribir una obra? ¿Tenés una idea, un modelo de lector?
- Tengo un modelo abstracto de lector, que es un lector exigente. Un lector que me está exigiendo que no analice la escritura, que quiere que yo sea un escritor literario. No aspiro a ser un best seller, sino un long seller. Lo del best seller es efímero pero no hay mayor alegría para mí que me digan, como pasa hoy, que Castigo Divino está otra vez agotado, una novela del 98. Es decir, pude haber vendido 100.000 ejemplares de Castigo Divino en el 98, pero podría estar ya olvidada y es, entonces, como si nunca se hubiera escrito. ¡Cuantos libros están ya olvidados! Recuerdo que en los años 80 yo estaba desesperado por no perder contacto con la literatura y me mandaban de la Embajada en Washington de Nicaragua el New York Times Books Review. Entonces yo marcaba y pedía a la Embajada que me compraran los libros que allí salían. Y, tiempo después, me puse a revisar esos libros y muchos de ellos están olvidados. Me deshice de ellos porque nadie los recuerda y muchos de ellos merecieron la portada del New York Times Books Review. Eso es lo efímero de la literatura. Entonces quiero ser ese escritor al que el lector le exige que esté siempre allí con él.

© LA GACETA María del Pilar Ríos - Profesora de Introducción a los estudios literarios de la UNT.


PERFIL
Sergio Ramírez nació en Masatepe (Nicaragua), en 1942. En su país fundó y dirigió las revistas La Ventana y El Semanario. En 1964, después de recibirse de abogado, se fue a vivir, durante 14 años, a Costa Rica. Allí dirigió la revista Repertorio, fue secretario general del Consejo Superior Universitario Centroamericano y fundó la Editorial Universitaria Centroamericana. En 1986 fue electo vicepresidente de Nicaragua, como compañero de fórmula de Daniel Ortega, y ejerció el cargo hasta 1990. Cinco años más tarde, por sus diferencias con la cúpula de su agrupación política, renunció al partido sandinista. Entre 1999 y 2001 fue profesor de la Universidad de Maryland. Actualmente es columnista de los diarios El País (Madrid), La Nación (Buenos Aires), Jornada (México D.F.), El Tiempo (Bogotá) y La Opinión (Los Angeles), entre otros. Obtuvo, entre otras múltiples distinciones, el Premio Internacional de Novela Alfaguara y el Casa de las Américas, por Margarita, está linda la mar; el Dashiell Hammett por Castigo divino; y, el año pasado, el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso. Es autor de 29 libros. El último es La fugitiva

Una gran pena


Él lo confesó en alguna entrevista: muy frecuentemente soñaba en portugués. Antonio Tabucchi, el novelista italiano enamorado de Pessoa, de Lisboa, de Portugal y de la lengua portuguesa, murió la mañana de hoy domingo, a los 68 años, de un cáncer en el hospital de la Cruz Roja de la capital lusa, donde será enterrado el jueves, dando tiempo, según explicaba su viuda, a que se acerquen a Lisboa todos sus amigos franceses, italianos y españoles. Los telediarios portugueses, los boletines de radio, las ediciones digitales de los periódicos abrieron durante todo el día con la muerte de un escritor al que consideran suyo. Y su voz, en su perfecto portugués lastrado por su sonoro acento italiano, se colaba en muchas entrevistas que le recordaban y en las que, entre otras cosas, aseguraba que una gran parte de sí mismo era portuguesa. "Tengo una casa en Lisboa, mi mujer es portuguesa, mi familia es medio italiana y medio portuguesa", añadía, como explicación.

Su mitad italiana también se ha emocionado con la noticia de su muerte. No en vano Tabucchi, fue para muchos jóvenes italianos su primera relación sentimental con la literatura. Nació en Pisa en plena guerra mundial y conservó siempre la misma casa de infancia de la Toscana: "Nací el 24 de septiembre de 1943. Aquella noche los americanos empezaron a bombardear Pisa para liberarla de los nazis. Mi padre, subido en una bici, nos trajo a mi madre y a mí hasta aquí, donde vivían los abuelos".

Traducido a 40 idiomas, era el escritor italiano más conocido en el extranjero, el orgullo de una Italia de la que no estaba orgulloso en gran parte por culpa de Silvio Berlusconi. Porque Tabucchi, además de autor de obras inolvidables –Sostiene Pereira, Dama de Porto Pim, Nocturno hindú o Réquiem—, fue muchas cosas más. En Italia, por ejemplo, era notoria su actividad como apasionado de la política y brillante polemista. En los últimos años, su bestia negra –y la de Italia—era Silvio Berlusconi. Su útlimo artículos publicado, que apareció en EL PAÍS coincidiendo con la caída del anterior primer ministro, se titulaba precisamente Desberlusconizar a Italia, que empezaba así: "Los mercados europeos han 'despedido' a Silvio Berlusconi. Es un alivio saber a un monstruo semejante apartado de la vida pública. Pero no será tan fácil desberlusconizar Italia ni erradicar el microbio que ha difundido por toda Europa".

En 2004 obtuvo la nacionalidad de un país al que pertenecía, de hecho, desde hacía muchos años
Siempre supo dónde estaba. En un encuentro en Florencia en 1998, le confió al también escritor Manuel Rivas, que le preguntó, si no se sentía fuera de juego por su desencuentro con la tecnología: "Bueno, ¿sabe usted?, el fuera de juego es una posición que me conviene. En el fondo, todos los escritores están un poco fuera de juego, y sobre todo están fuera de juego los que creen que ocupan el centro del campo…".

Traductor de Pessoa

Tabucchi estudió y tradujo al mayor escritor portugués de todos los tiempos, Fernando Pessoa (1885-1935), al que también convirtió en héroe de ficción en algunos de sus escritos. Pero además se implicó a fondo, como en Italia, en la vida pública portuguesa. El secretario de Estado de Cultura, el escritor y editor Francisco José Viegas, resumió así el sentir de muchos: "Tabucchi no era solo el amigo íntimo de Lisboa, el amigo íntimo de nuestra literatura, el gran divulgador de Pessoa, era el más portugués de todos los italianos". Su novela más conocida, Sostiene Pereira, cuenta la historia de un periodista tristón, solitario y adicto a las omelettes a las finas hierbas de los cafés lisboetas que decide jugársela un día contra la dictadura de Salazar. Tabucchi no limitó su compromiso a la literatura: apoyó explícitamente a Mário Soares en su candidatura a la Presidencia de la República y, posteriormente, se presentó como candidato del Bloco de Esquerda para el Parlamento Europeo. En 2004 obtuvo la nacionalidad de un país al que pertenecía, de hecho, desde hacía muchos años antes, tal vez desde que en su juventud descubriera con asombro la obra de Pessoa y decidiera aprender portugués para poder leer sus libros en su lengua original.

Zita Seabra, responsable de la editorial Quetzal, donde Tabucchi publicó muchas de sus novelas en portugués, ha recordado a la agencia Lusa su conocimiento profundo del alma portuguesa, su rigor a la hora de aprobar las traducciones que se hacían de sus obras en portugués y su "mal genio" cuando la llamaba por teléfono porque el butano se le había acabado o el aspirador había dejado de funcionar.

La Casa de Pessoa de Lisboa le rendirá un homenaje particular: el 2 de abril organizará la lectura del único libro que Tabucchi escribió directamente en portugués, Réquiem. Antes, el jueves, será enterrado en el cementerio dos Prazeres, al norte de Lisboa, donde, en 1935, también fue enterrado Fernando Pessoa.

viernes, 23 de marzo de 2012

La golondrina y el colibrí Juan Forn en Página 12


CONTRATAPA
Cuenta Petronio que en la Roma de Nerón había un esclavo que daba tan buenos consejos de negocios a su amo que éste decidió premiarlo con la libertad. El liberto, llamado Trimalción, siguió haciendo buenos negocios por las suyas y se enriqueció de tal manera que lo celebró con un banquete al cual invitó a todos los amigos de su viejo amo ya muerto. La mitad no lo conocía, pero acudió igual. El banquete fue fastuoso, orgiástico, incluso para los parámetros de la Roma de Nerón. A lo largo de la noche los invitados fueron dando rienda suelta a su envidia hasta terminar destrozando todo y prendiéndole fuego la casa. Entre las ruinas se encontró el cuerpo exánime de Trimalción.
Saltemos ahora diecinueve siglos, hasta el año 1922. James Joyce acaba de publicar su Ulises, nadie habla de otro libro: para algunos resume veinte siglos de cultura occidental, para otros los dinamita. En la Riviera francesa, Francis Scott Fitzgerald tiene un ejemplar del Ulises sobre su escritorio, pero carece de tiempo o de paciencia para leerlo: él mismo está terminando una novela que aspira que sea, para América, lo que era el Ulises para Europa, su celebración y su derrumbe. La novela es, por supuesto, El gran Gatsby. Pero Fitzgerald le anuncia por carta a su editor que quiere llamarla Trimalción. La historia es conocida: Maxwell Perkins, el editor de Fitzgerald, famoso por su paciencia y delicadeza de santo (y por haberse leído todos los libros del mundo), fue convenciendo carta a carta al volátil Fitzgerald de cambiarle el título y de hacer, además, ciertos toques en la novela que, según la leyenda, la convirtieron en la obra maestra que es. El mito tiene su razón de ser: Fitzgerald era el anti-Joyce, era suicida autocompararse con él. Donde uno craneaba cada línea de su texto “para dejar a los críticos discutiendo durante cien años”, el otro escribía sin darse cuenta casi de la resonancia de lo que contaba. Fizgerald no pensaba, su gracia era la del colibrí: su propio vuelo (eso decía Hemingway: “No sabe adónde va, no sabe cómo vuela, no sabe cuándo es tiempo de migrar, pero nadie vuela como él”). El propio Fitzgerald lo reconocía: alguien tenía que pensar por él. Maxwell Perkins lo hizo y, gracias a él, el Gatsby es tal como lo conocemos.
Pero la fama del Gatsby, y el mito alrededor de él, fue creciendo tanto con los años que finalmente, en la edición Cambridge de las obras completas de Fitzgerald, se publicó el Trimalción, tal como era antes de que Scott lo convirtiese en el Gatsby. Juan Boido lleva años queriendo traducirlo, y tiene toda la razón, entre otros motivos porque todas las traducciones al castellano que hay del Gatsby son tan malas que estamos en una situación única para que el Trimalción nos parta la cabeza. Y que después aparezca una buena traducción del Gatsby y que recién ahí el círculo se cierre. Déjenme explicarles por qué.
Jay Gatsby, como todos sabemos, irrumpe de la nada y conquista durante un verano a la sociedad neoyorquina de los Años de la Prohibición, con sus fastuosas fiestas en fastuosa mansión a orillas del Hudson. Todo lo hace para conquistar a una mujer casada que es el amor de su vida, Daisy Buchanan, pero eso nadie lo sabe, así como no se sabe nada de Gatsby, de dónde vino, cómo hizo su fortuna, qué hará a continuación. Cuando terminan esas fiestas, puede verse a Gatsby solo en su terraza, contemplando la luz verde que titila al otro lado de la bahía, en el amarradero de la mansión donde vive Daisy con su marido. El único que ve esa escena es un joven sin dinero que alquila una cabaña pegada a los jardines de Gatsby y que es primo de Daisy. El es el que propicia el encuentro entre Daisy y Gatsby, el testigo de su pasión clandestina, el que nos cuenta la novela que, como todos saben, termina con el cadáver de Gatsby flotando boca abajo en su pileta y su mansión abandonada y cubierta de pintadas insultantes, mientras Daisy parte a Europa con su marido polista y millonario.
No sé a ustedes, pero lo que a mí me enganchó para siempre del Gatsby desde la primera vez que lo leí es ese tránsito de la curiosidad a la fascinación al asco por los ricos que experimenta y nos hace experimentar Nick Carraway, el primo de provincia de Daisy, el vecino pobre de Gatsby, el sapo de otro pozo entre los ricos y famosos de Nueva York, el tipo común y corriente por excelencia: el hombre invisible, el confidente perfecto, el custodio único, en el final del libro, de un secreto que a ninguno de los demás personajes le interesa ya: por qué murió Jay Gatsby. Los fanáticos del libro a lo largo de los años, cuando están en confianza, confiesan que lo único que quizá le falte al Gatsby es un poco de Gatsby, pero siempre se ha dado por sentado que eso era un mérito del libro, que llevaba a releerlo una y otra vez. Doy fe: a pesar de la insistencia de Boido, tardé años en leer el Trimalción. Prefería releer el Gatsby, confiar en Maxwell Perkins, ¿para qué leer una versión imperfecta de un libro perfecto? Cómo me equivocaba.
Dice la leyenda que Perkins creía que era un defecto que a lo largo del libro no se supiera nada del pasado de Gatsby salvo las habladurías sobre él (“¡Dicen que mató un hombre! ¡Dicen que se hizo rico vendiendo armas! ¡Dicen que fue espía alemán! ¡Dicen que hizo un acueducto desde Canadá para contrabandear alcohol!”) y que convenció a Fitzgerald de que fuera dosificando información a lo largo del relato. Dice la leyenda que Fitzgerald, de una sentada, fue agregando pinceladas de cinco o diez líneas a lo largo del relato y mandó el libro de vuelta, mágicamente terminado. No es cierto: lo que hizo Fitzgerald fue romper y diseminar a lo largo del libro un monólogo excepcional de Trimalción, en el que Gatsby le cuenta a Nick su pasado, en una noche insomne, cuando todavía ignora que ya ha perdido a Daisy y que en pocas horas más perderá también la vida. El efecto de ese monólogo es monumental: puesto todo junto, en ese momento culminante, es infinitamente más poderoso que desperdigado en dosis homeopáticas, y aligeradas de lirismo, a lo largo del libro. Parece que dijera el doble, y de hecho lo hace, porque lo dice en el momento en que más ávidos estamos por saber y más abiertos estamos a que nos noqueen: el efecto es tan asombroso que terminé comparando línea por línea mis ediciones de Gatsby y de Trimalción y me asombró el doble cuando descubrí que eran casi las mismas palabras, sólo que dispersas se diluían.
Todo libro esconde su secreto. Era cierta la añoranza de los fanáticos fitzgeraldianos: falta un poco de Gatsby en el Gatsby. Pero eso que falta está en el Trimalción. Fitzgerald necesitó toda la vida que alguien pensara por él, pero esa vez tenía razón: deforme, desequilibrada, su criatura era doblemente bella. Lástima que Maxwell Perkins prefiriera una golondrina a un colibrí. Lástima que Fitzgerald creyera más en él que en sí mismo.

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