viernes, 30 de octubre de 2009

Adiós a Génie Valentié

Cuando me avisaron que Génie Valentié había muerto no pude dejar de pensar en las palabras del poeta que más amó, Jorge Luis Borges, rebelándose ante la posibilidad de desaparición de un ser amado : “Cómo puede morir una mujer o un hombre o un niño que han sido tantas primaveras y tantas hojas, tantos libros y tantos pájaros y tantas mañanas y tantas noches”. Es difícil resignarse a saber que sólo podremos contar con ella en la memoria, esa forma de la inmortalidad que ella supo ganar. Pocas personas logran lo que ella consiguió : pasar por la vida con gracia y con estilo, llenar de afecto e iluminar con la razón y el sentimiento la vida de los otros. De ello formaban parte las charlas interminables y gozosas, la capacidad de pensar de a dos, las manos extendidas incondicionalmente y la certeza del otro siempre disponible. Y, sobre todo, la inteligencia exquisita, con esa gratuidad que debieran tener todos las acciones humanas. En un mundo urgido por las prisas Génie abominaba de las tablas y medidas. Mientras disfrutaba de sus entrañables cigarrillos, me dijo un día en el que hablábamos de las presiones del mundo universitario “¿Por qué no puede uno entregarse al placer de pensar, a la belleza de la palabra solamente?”. Los libros formaban parte de su vida, uno podía hablar horas sobre Cien años de soledad de García Márquez o sobre Lo bello y lo siniestro de Yasunari Kawabata. Era un privilegio contar con su sabiduría y recorrer de su mano bibliotecas interminables. Se respiraba felicidad en su entrega a la literatura. Amaba todas las formas de la cultura y escrutaba con pasión el universo. Recorría una y otra vez los mitos, en busca de respuestas. Prefería pensar lo religioso en un sentido amplio, como lo plantea el Do Kamo de Maurice Leenhardt, como un modo de religación. Sentía admiración por las culturas indígenas en las que la vida y la muerte eran una continuidad. Creía con Gusdorf en un pensamiento que integrara la razón y el mito, amaba a Simone Weil y no vacilaba a la hora de revisar el pensamiento de Heidegger. Recuerdo la fruición con la que recorría las palabras del poema Juan, 1, 14 y escucho su voz deteniéndose en sus versos: “Conocí la vigilia, el sueño, los sueños/ la ignorancia, la carne, /los torpes laberintos de la razón,/ la amistad de los hombres, la misteriosa devoción de los perros”. Le atraía ese Jesús hombre, que sentía nostalgia del olor de la carpintería. Se identificó con la protagonista de Elizabeth Costello de Coetzee. Le fascinaba el irónico final cuando el personaje a las puertas del paraíso pregunta al celador acerca de sus posibilidades de pasar al otro lado: ”El sonido que le devuelve “creencia” no es tan claro, pero sí lo bastante. Hoy, aquí y ahora, es evidente que no carece de creencias. De hecho ahora que lo piensa, en cierto modo vive de sus creencias. Su mente, cuando es ella misma, parece pasar de una creencia a la siguiente, haciendo pausas, recuperando el equilibrio y siguiendo adelante” . Para ella el hombre vivía de las creencias y se entregó con fervor a estudiar los mitos, esas narraciones con las que nos explicamos el mundo. Recuerdo cuando me hizo ver “De repente el verano”, la justa escena en la cual el sol deslumbra la arena. La primera vez que la hablé me había inscripto en uno de sus cursos sobre Teoría del Mito. Recordaba la amistad con mi madre y , desde entonces, comenzó a crecer entre nosotros un sentimiento inmenso. Fue mi maestra y mi amiga. La maestra diferente a todas las que había conocido que daba valor a la voz y al pensamiento del otro, que respetaba las diferencias y sabía escucharnos y nos enseñaba a hacerlo. Sabía extender la mano al otro como nadie y su generosidad abría espacios para personas muy diversas. Bromeábamos al llamarla la gurú, lo fue para muchos de nosotros. No tenía miedo de arriesgarse en el encuentro con el otro ser humano. En los tiempos terribles de la dictadura ella abrió las puertas de la casa y convirtió su departamento en un espacio de libertad. Allí armó el grupo Mythos y Logos salvando la vida de muchos de nosotros al darnos la posibilidad de seguir dialogando. Defendía con fervor el feminismo y nos introdujo al mundo de Simone de Beauvoir. Siempre me decía que no tenía miedo a la muerte, que quería morir entera, sin mengua. Pienso de nuevo en las palabras de Los conjurados : “No hacía falta tu voz, no hacía falta el roce de tu mano ni tu memoria. Estabas ahí silencioso y sin duda sonriente, al percibir que nos asombraba y maravillaba ese hecho tan notorio de que nadie puede morir”.
Un fragmento de este texto fue publicado en La Gaceta Literaria, "Diario La Gaceta de Tucumán", julio 2009

1 comentario:

  1. Lo vuelvo a leer y me parece maravilloso. Gracias Carmen. Este año se cumplen 10 años de su desaparecion.

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