domingo, 27 de noviembre de 2011

Diario Perfil

DOMINGO
LA OPERACIÓN QUE SACÓ A LOS MENDIGOS DE TUCUMÁN
La foja secreta de Bussi

En el invierno de 1977, policías de Bussi barrieron a los mendigos de Tucumán. Los llevaron hasta Catamarca y los tiraron en un descampado. Lo que sucedió después estuvo oculto durante treinta años. Con eje en el juicio que el militar entabló contra Tomás Eloy Martínez –quien denunció el episodio–, este adelanto presenta el contrapunto entre dos figuras antagónicas: el verbo y el fusil, o el escritor y el tirano.

Por Pablo Calvo


En vivo y en directo. Hasta que viajó a Vietnam, en 1969, Bussi “estudiaba” las guerras por televisión, en el cine o en gráficos de pizarrón. Pero allí, vio a combatientes que se tiraban directo a la boca de los cañones.
Uno soñaba con volar en alfombras mágicas recortadas como estampillas. El otro prefería los tanques de guerra.
Uno escribía jingles de galletitas junto a María Elena Walsh. El otro se perfeccionaba en emboscadas.

Uno escuchaba a los Beatles, mientras preparaba su primera novela. El otro afilaba tácticas de combate para matar enemigos, cerca de los lanzallamas de Vietnam.

Uno reporteaba a astronautas rusos. El otro odiaba a los rusos.

Uno empuñó el verbo. El otro, el fusil.

Tomás Eloy Martínez y Antonio Domingo Bussi tuvieron vidas cruzadas, que siempre se hicieron sombra.

Hubo un comienzo desperfilado: Bussi nació en democracia, cuando gobernaba Marcelo T. de Alvear. Martínez, en la Década Infame, iniciada con un golpe de Estado.

Niñez y adolescencia fueron acomodando las cosas. Uno garabateaba cuentos para escapar de las penitencias y leía a Alejandro Dumas en la biblioteca que está a una cuadra de la Casa de Tucumán. El otro se definía como “un alumno del montón” del Colegio Militar, sin antecedentes castrenses en la familia, sin protectores ni amigos. Trataba a sus padres de “usted”.

El único tucumano era Martínez: Bussi era de Entre Ríos.

Uno estudió Letras en la Universidad Nacional de Tucumán. El otro se recibió en la Escuela Superior de Guerra y pasó por la Academia Militar de Estados Unidos, más conocida como West Point.

Los dos lograron notas destacadas. Excelente, sacaba uno. “500 sobre 500”, evaluaban al otro. Los dos eran hinchas de River. Los dos hicieron escala en Buenos Aires.

Bussi compartió una pensión con un policía, cuando decidió ser el primero con su apellido en optar por la carrera militar. Martínez también fue el primero en emigrar de su familia, que tenía raíces bicentenarias en Tucumán. De éxodos y destierros trata esta historia.

Uno leía la Biblia, se persignaba, iba a misa, comulgaba con introspección, aunque ni miraba a los mendigos de la iglesia. El otro –que a los 11 años escribió un cuento sobre un cura que quería dejar los hábitos, porque no se entendía con Dios– veía disminuir su fe.

El escritor se fue convirtiendo en un orfebre de las metá­foras, mientras el militar absorbía el catálogo de frases patrió­ticas y el tono imperativo de los códigos castrenses. Dos mun­dos construidos con palabras, que iban a desafiarse en una esgrima dialéctica de lances, amagues y estocadas.

Bussi nació el 17 de enero de 1926 en la ciudad entrerriana de Victoria, donde vivían su padre, Lorenzo Bussi, italia­no del Piamonte, y su madre, Luisa Gómez, española de Pontevedra.

Hizo hasta tercer año de secundaria en la Escuela Nacional de Comercio. Sacó 7,25 en Historia de primero, 9,50 en Geografía de segundo y 8,12 en Instrucción Cívica de tercero. Pero no se imaginaba perito mercantil. La contabilidad, incluso, iba a provocarle dolores de cabeza.

A los 17 años, “deslumbrado por el uso de las armas”, inició la carrera militar. Allí se abre un legajo que, a lo largo de casi cuatro décadas, acumulará enigmas, precisiones y datos desconocidos en 456 fojas estampadas con un sello en rojo que dice “Confidencial”.

Ese fajo de misterios, guardado en la caja fuerte de un juzgado federal desde que se reanudaron los juicios por delitos de lesa humanidad, tiene un renglón vacío. Es el número 34 del “Informe sobre Cargos Ocupados”, en el que debían constar los años 1975, cuando se inició el Operativo Independencia, y 1976, que marcó la llegada de los últimos dictadores.

Pedidos de acceso a la información, consultas a fuentes políticas, militares y judiciales y cotejos con el archivo perio­dístico y bibliográfico han permitido, por primera vez, recons­truir a fondo el contenido de esas páginas, que describen los caminos del general.

Un cruce de datos ayuda a revelar un secreto clave: Bussi fue evaluado por sus jefes como un soldado ejemplar a lo largo de los 37 años, 10 meses y 24 días en que prestó servicio, in­cluido el período de formación. Pero sus calificaciones, perfec­tas desde 1964 hasta el retiro, tuvieron un traspié en 1977, el año en que se produjo la erradicación de los mendigos.

El retrato de este hombre incluye su propia voz: “Me crié a la sombra de mi propio esfuerzo, sin padrinos ni cuñados, nadie me dio una mano”, recordó Bussi al diario La Prensa, orgulloso de sí mismo, lustrando su armadura.

En 1944, el cadete Bussi sacó la nota más alta en Higiene Militar, 8,50. Las materias ya no tenían las columnas del Debe y el Haber, sino que hablaban de balas, bajas, héroes y enemigos de la Patria. Un 7,87 en Historia y en Organización Militar lo animaron, al igual que un 7,25 en Táctica Formal.

El promedio del primer año en el Colegio Militar de la Nación fue de 7,04 y la nota de concepto le sonó auspiciosa: “Poseedor de muy buenas condiciones generales”, lo describió un instructor, “buen camarada y buen gimnasta”.

Obtuvo la orden de mérito 83 de un total de 318 alumnos. Ya iba a descontar posiciones.

Fue en el terreno de las Aptitudes Militares donde Bussi empezó a destacarse a partir de 1945, el año en que otro militar, Juan Domingo Perón, era aclamado por los trabajadores que lo adoptaron como líder.

Mientras las materias dictadas en las aulas eran premiadas con sietes y ochos, Bussi sacaba 9,50 en Aptitudes Morales de Carácter y de Espíritu Militar, 9,44 en Conducta y 9,75 en Aptitudes Intelectuales y de Instrucción. El concepto: “Ejecutor correcto y muy enérgico. Trabajó con voluntad y entusiasmo. Sobresaliente”.

En tercero, Bussi afinó la puntería: 9,50 en Balística, aunque sacó 5,87 en Retórica. Con el tiempo, sin embargo, su vocabu­lario iba a ser rico en alegorías, sinécdoques y eufemismos. Las Aptitudes subieron a 9,76 y el concepto se mantuvo en banda positiva: “Siempre en ascenso. Trabajador incansable y de gran entusiasmo. Respetuoso y leal”, lo caracterizaron. Y de cadete pasó a dragoneante, un soldado que hace las veces de cabo.

En cuarto año, Bussi aprobó con 8,50 la materia Procedimiento de Justicia Militar y terminó su formación con la orden de mérito número 15, entre 233 aspirantes.

“Enérgico, de mucho carácter, firmeza y gran programación en todas las actividades”, lo conceptuaron en julio de 1947, cuando egresó como subteniente de Infantería, treinta años antes del empecinamiento contra los linyeras.

Se destacó en natación, esgrima, equitación y “football”, como quedó anotado en el legajo.os arrestos y apercibimientos fueron por “agredir a un camarada”, “demostrar falta de atención y de prolijidad en la confección del plan semanal” y “no cumplir la orden de entre­gar un memorándum en un plazo fijado”, faltas consideradas menores.

Bussi fue recorriendo cuarteles a medida que sus galones crecían en importancia. Estuvo en Goya y en Monte Caseros durante el primer peronismo. Según sus jefes, estaba “dotado de mucha energía y personalidad”, sobre todo a la hora de mantener “la disciplina del personal”. El conocimiento alcan­zado en Carabinas fue “Muy Bueno” y la práctica de Tiro con Granadas de Mano, “Excelente”, al igual que la Instrucción de Ametralladora Pesada a Lomo y a Tierra.

En 1949, lo vieron “empeñoso” en el cuidado de los caballos y le pusieron “Sobresaliente” en Combate. Esa nota equivalía a un 10; “Excelente” se ubicaba entre 9 y 9,99; “Distinguido” entre 8 y 8,99; y “Muy Bueno” entre 7 y 7,99. Fue la primera vez que lo midieron en el Combate Cuerpo a Cuerpo. No alcanzó la perfección: sacó “Distinguido”.

Los arrestos y apercibimientos en esta etapa fueron de cin­co días por “desarmarse en el comedor del Casino de Oficiales estando de servicio”; de ocho días por “tomarse atribuciones que no le corresponden, al ordenar la interrupción de un castigo impuesto a un suboficial por la jefatura de la unidad”; y de tres días por “participar de un concurso de equitación donde había una irregularidad en el sorteo de los caballos”.

En 1951, ya teniente, fue designado instructor en el Liceo General San Martín y en el Colegio Militar.

La evaluación de 1952 detectó que estaba dispuesto a ir más allá de lo que le pedían: “Con gran respeto de sí mismo. Cumple las misiones con gran escrupulosidad, celo y empeño haciendo siempre mucho más de lo preciso en el cumplimien­to de su deber. El personal a su cargo ha alcanzado sobresalien­te grado de instrucción”.

Por sus modos, rigor y disciplina extrema, sus colegas más críticos –en el futuro, miembros del Centro de Militares por la Democracia (Cemida)– lo empezaron a llamar el “Carnicero”.

Pero a sus superiores les gustaba esa actitud de milico bravo. “Es un soldado sobresaliente –consignaron en 1953–. Firme y enérgico. Estricto en sus deberes. Posee independencia de juicio y criterio ágil y reflexivo. Sencillo, modesto, de exce­lente porvenir”.

Al año siguiente, el capitán Bussi llegó a la Escuela Superior de Guerra y seguía allí cuando se produjeron el derrocamien­to de Perón y la llegada de la “Revolución Libertadora”.

En junio de 1956 –días después de los fusilamientos de militares encabezados por el general peronista Juan José Valle y de civiles llevados clandestinamente a los basurales de José León Suárez–, Bussi continuaba sumando adjetivos: “Es discreto, educado, noble, leal, caballeroso, perspicaz y pacien­te, respetuoso y de alta moral. Es un apreciado camarada”, escribieron el 18 de junio en su boletín.

Bussi egresó como oficial de Estado Mayor en 1957, vein­te años antes de que se accionara la pala mecánica contra an­cianos y desocupados.

Viajó a un destacamento de montaña en la Cordillera de los Andes, en la provincia de Mendoza; aprendió a esquiar en Las Cuevas y practicó juegos de guerra en la nieve.

Su foja anotó responsabilidades como jefe de Doctrina Logística del Estado Mayor, ya como mayor, y como profesor de Logística en la Escuela Superior de Guerra.

En 1963, el año en que mataron al presidente norteame­ricano John Fitzgerald Kennedy, Bussi asistió al curso regular del Command and General Staff College en Fort Leavenworth, Kansas, Estados Unidos, donde recibía un sobresueldo que duplicaba su salario argentino.

De regreso, ascendió a teniente coronel, pero tuvo que poner a un costado el fusil para acomodar papeles en la Jefatura de Personal y en la Secretaría del Estado Mayor del Ejército.

Asumió luego como jefe del Regimiento 19 de Infantería y su carrera en borceguíes anota allí un asterisco: fue su primer destino en la provincia de Tucumán y esos años, de 1965 a 1967, se convirtieron en “los más felices” de su vida, según su propia revisión.

Bussi entraba en los 40 años, disfrutaba de sus primeros tres hijos, exhibía buenas notas, recibía elogios de sus superio­res y en su horizonte no había barreras, podía llegar hasta donde quisiera.

La felicidad de entonces tenía más motivos: su nombre no figuraba en los golpes de Estado, no tenía condenas judiciales, no se había manchado las manos con sangre, nadie lo había acusado de disparar a personas maniatadas al borde de un pozo o de ultimar a detenidos a garrotazos. No había probado el veneno de la ferocidad.

Hasta que fue a Vietnam, Bussi veía las guerras por televi­sión, en documentales de cine o en gráficos de pizarrón. Pero en 1969, cuando integró la segunda misión de observadores argentinos de la guerra, el militar empezó a ver a combatientes que se tiraban en palomita a la boca de los cañones norteamericanos, con cargas de trotyl en el pecho.

Mientras el mundo se horrorizaba y una niña desnuda corría desolada para huir del napalm que quemaba su aldea, Bussi estudiaba métodos de exterminio. También allí cobró viáticos especiales, por dos meses, en dólares.

Las colinas montuosas del sur, que permitían al Vietcong controlar poblados y reclutar a sus habitantes, lo remontaban al paisaje de las sierras del Aconquija, que separan Catamarca de Tucumán. Silueta parecida, comunistas enfrente, aprendizaje ideal entonces, por si algún día le hacía falta aplicar estas recetas.

En Buenos Aires, el comandante en jefe del Ejército, te­niente general Alejandro Agustín Lanusse, recibía una carta del almirante Pedro Gnavi que destacaba la actuación del teniente coronel Bussi en Vietnam, inédita durante 41 años, hasta esta investigación.

Ya no se trataba de un boletín escolar. Tampoco de la foja de un simple cadete. Ahora era evaluado como posible planificador de una guerra. La carta decía de Bussi: “Se ha desempeñado en forma sobresaliente, demostrando distinguidas cualidades personales y profesionales durante el desarrollo de la comisión en el sudeste asiático y en la posterior confección del informe, en particular, en el análisis de los elementos de juicio correspon­dientes al teatro de operaciones vietnamita, a la guerra terres­tre y a los conceptos de conducción de ese componente en la guerra subversiva”.

El 1º de junio de 1969, mientras las bajas norteamericanas se contaban de a miles y Bussi frotaba las uñas en la solapa, John Lennon estrenó la canción Give Peace a Chance. El coro, que rodeaba su cama, pedía darle una oportunidad a la paz.

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