domingo, 2 de abril de 2017

Flores raras de Bruno Barreto

La poeta norteamericana Elizabeth Bishop, descendiente de la tradición whitmaniana y —en opinión de algunos de sus exégetas— posible anticipadora del minimalismo por su exploración del poder revelador de lo cotidiano, llegó a Brasil en noviembre de 1951, en lo que, en principio, no era más que una escala temporal en un ambicioso recorrido marítimo por Sudamérica. Bishop tenía previsto pasar dos semanas en compañía de su amiga Mary Morse, pero se quedó en tierras brasileñas los siguientes quince años. En el centro del cambio de planes estuvo la arquitecta brasileña Lota de Macedo Soares, futura diseñadora del emblemático Parque do Flamengo y, por aquel entonces, pareja sentimental de Mary Morse. Partiendo del libro Flores raras y banalísimas: la historia de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, de Carmen L. Oliveira, Bruno Barretocuenta el tenso y tumultuoso romance entre la poeta y la arquitecta en Luna en Brasil, una película que quizá canaliza algo de ese interés por el triángulo amoroso que el cineasta ya exploró en la película que le sirvió de carta de presentación internacional —Doña Flor y sus dos maridos (1976), a partir del texto de Jorge Amado—, pero que se acaba revelando más dominada por rutinarias formas académicas.
LUNA EN BRASIL
Dirección: Bruno Barreto.
Intérpretes: Miranda Otto, Glória Pires, Tracy Middendorf, Treat Williams, Marcelo Airoldi.
Género: drama. Brasil, 2013.
Duración: 113 minutos.
Luna en Brasil, no obstante, contiene dos elementos que se rebelan para que la película no espolee en el espectador la apatía que parecen propiciar sus formas, tan correctas como poco imaginativas: en el centro de ese laberinto de pasiones a tres bandas, las actrices Glória Pires —en su primer papel hablado en inglés— y Miranda Otto, en las respectivas pieles de Lota de Macedo Soares y Elizabeth Bishop, logran salvar la partida a fuerza de intensidad y extrema sabiduría en la composición de dos personajes contradictorios y complejos. El pulso entre ambas funciona a la perfección y carga de sentido esta historia de amor que parte de la ley de la atracción entre contrarios para, progresivamente, revelar turbulencia donde el espectador había detectado fragilidad y vulnerabilidad donde se había percibido imperativo de control y seguridad acorazada.
Quien se lleva la parte del león en este combate es Miranda Otto, que encarna a una Elizabeth Bishop que entra en escena como paradigma del deseo reprimido para ir descubriendo una sensualidad que, tras intoxicar felizmente su práctica literaria, se irá torciendo en un proceso autodestructivo regado por el alcohol y, como señala el personaje, su firme compromiso con el pesimismo. La Bishop de Miranda Otto es un espectáculo que justifica la existencia de una película que, ante todo, brilla por esta interpretación. Menos surtida, pero sumamente eficaz —y, finalmente, conmovedora— es la composición de Glória Pires como una Lota que ejerce, en su lado más luminoso, como motor de modernidad y, en su envés más discutible, como asertiva terrateniente del deseo —la Mary Morse encarnada Tracy Middendorf es el gran daño colateral de esta historia: la pareja condenada a ejercer de madre moralist

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