martes, 9 de abril de 2013

Del blog de Julio Ortega

Cristina Iglesias: Arte de habitar
“Metonimia,” la magnífica muestra de Cristina Iglesias (San Sebastián, 1956) en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, se despliega como una estrategia de ocupación: demuestra la premisa central de su arte (la aventura de morar) en su varia ocurrencia. Si “morar” en su etimología clásica implica “habitar” y al mismo tiempo “construir morada”, la exploración de esas raíces verbales que son rizomáticas ha dado al trabajo de esta artista excepcional, reconocida ya internacionalmente por la seriedad de su talento, un lugar en el imaginario contemporáneo hecho de fronteras vencidas, ciudades desurbanizadas, sistemas ecológicos precarios, y abismos de exclusión. Como si respondiera al extravío de la casa como origen del economos, la artista parece devolvernos el pensamiento transparente de una forma salvada de la destrucción. Impecablemente, sus formas no aluden a la precariedad de la morada actual, pero recobran su fuerza y su aliento originales, esa parte más humana del espacio más natural.

El Museo se transforma en habitable (crece por dentro) y su generosa arquitectura, por fin, se evidencia pluridimensional. Tratándose de la escultura, construcciones, e intervenciones en el paisaje de una artista en la plenitud feliz de su talento, esta ocupación del museo es del todo suya. Primero, porque devuelve la sala geométrica a la fluidez interna que corre a lo largo de su trabajo: sus arroyos, fuentes, jardín acuático y módulo sumergido son momentos del agua elocuente. Y, segundo, porque el espectador es conducido entre habitaciones de encaje metálico, citas de la piedra y la corriente, y muros y ventanas donde se abre la incertidumbre de la vista al enigma de lo mirado. La obra de Cristina Iglesias está incontaminada por la presencia del sujeto, lo que hace de cada espectador el primer visitante de un mundo revelado.


Estas habitaciones acaban de ser hechas, aunque vienen de lejos, y debemos aprender a habitarlas. Sugieren un breve laberinto del espectador en una red mediadora. Y penden o flotan encima de nosotros como esquemas en pos de su lugar. No nos llegan de la memoria sino del olvido: de pronto las reconocemos, y nos abren su espacio tramado por la luz visionaria que prodigan. Nos percatamos de nuestra poca capacidad habitacional: somos seres de morar difícil, más duchos en deshabitar. La artista nos persuade a volver al comienzo de nuestra historia entre casas, cuartos, umbrales, espejos, que reconocemos aunque ya no estamos allí; como si en ese tránsito hubiésemos aprendido a imaginar la forma primaria de la casa en construcción. De esa casa somos casi propietarios, hay algo suyo que nos pertenece. Estas construcciones elegantes en su geometría e intrigantes en su entramado, remiten a la ciudad primaria, que inventaron las mujeres cuando decidieron afincar junto al primer migrante muerto. Al centro de la casa futura arde el fuego del hogar.



Estas formas arcaicas son, sin embargo, de hoy. Están hechas de lo más moderno: las materias de la mezcla, como si el arte fuera la casa virtual donde las culturas tejen los nobles materiales de su tránsito. No postulan, sin embargo, la genealogía de la casa sino su conceptualización: un pensamiento sobre la forma hospitalaria. Se trata de una forma onírica: remite al sueño juvenil de añadirle habitaciones de consolación a la casa familiar. Pero la figura humana no está en este espacio, liberado de la voluntad occidental de asimilar el campo, imitar la metrópli, recargar el decorado. Irónicamente, la reinvención del espacio habitable desarrolla la idea de nuestra ausencia. Precisamente, se trata de concebirnos como transeúntes, que comprueban las formas puras como materia de la nueva ciudad.
Los espectadores de esta exhibición lucimos ligeramente anacrónicos; paseamos sin referencias a mano, en un liviano arrebato. Vi a una señora que desplazaba una gran sonrisa, aprobando las habitaciones como si ya fueran suyas. De pronto, damos a un breve jardín, donde un supuesto arroyo, como la cita de un río, fluye entre plantas y rocas. Vi a unos jóvenes que tocaban el agua fotografiándose unos a otros, bautizados. Se trata, claro, de un arte que no nos devuelve nuestra imagen. No quiere ser gratificante, nos deja libres.

Quizá la obra de Cristina Iglesias sigue la lógica del espacio acuático: donde está el agua parece estar el centro de su mundo de objetos lustrales. Son metonímicos (nombran con otro nombre) e inquietan tanto el museo como el espacio público. Intervienen distintos cruces históricos, como el jardín del Museo Real de Bellas Artes, de Amberes; pero también espacios naturales, como el Mar de Cortés en la Baja California, un milagro ecológico donde la obra de cemento y hierro forma parte ya del coral submarino. Su próxima obra es una escultura en el bosque brasileño. Cada uno de sus proyectos es la elaborada sintaxis que articula el arte de estar aquí. Si en sus comienzos su lenguaje postulaba la imagen del dolmen, del ámbito originario, hoy se desplaza entre el agua, la habitación aérea y las puertas arbóreas. Su puerta de hierro en el Museo del Prado parece decirnos que el arte es una sobrenaturaleza viva que se abre para reconocernos en su historia.
Caminar entre estas obras, recorrer sus paisajes icónicos, es un acto ritual. Su arte es el de la perplejidad acogida. Reconocemos el papel ceremonial del espectador que aprende a mirar como quien pregunta por si mismo. Camina uno haciendo una figura de vuelta.







Hay que agradecer la altura y profundidad de las salas del Museo Reina Sofía, que en los últimos tiempos se nos ha hecho visita obligada. Se diría que el Guernica de Picasso ha requerido mejorar la compañía. En este regreso uno coincide con grandes amistades: los maravillosos cuadros y objetos de los artistas de la vanguardia abstracta, de la coleccion Patricia Phelps de Cisneros; y las conmovedoras imágenes de la protesta latinoamericana de los años 80. En este Museo unas puertas dan a otras, actualizándonos la genealogía. Las salas de Cristina Iglesias se abren con goce geométrico, en un despliegue de progresión figurativa. Esta muestra nos invita a intervenir, cada quien desde su umbral salvado, en las construcciones que propone su arte de habitar con asombro.



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