domingo, 15 de abril de 2012

Nota de La Gaceta Literaria : La novela perdida de Saramago-Carmen Perilli

La novela perdida de Saramago
Claraboya es la segunda novela que escribió el Premio Nobel portugués. Su edición póstuma (Alfaguara, 2012; traducida al español por Pilar del Río, su viuda) evoca los inicios del escritor. El libro fue censurado y eso llevó a su autor a dejar la escritura durante casi dos décadas.
La historia de este texto es casi una novela: censurado por la industria editorial de un mundo autoritario y pacato, había sido entregada para su publicación en 1953. La falta de toda respuesta sumió al escritor en un silencio de casi dos décadas. El contexto de producción nos permite entender la incomodidad que hubiera producido el relato en una comunidad dominada por la aparente eternidad de la dictadura de Salazar.

El nombre de la novela, dedicada al mítico abuelo del escritor, resulta apropiado y sugerente. La palabra "claraboya", de escasa circulación en el mundo urbano actual, proviene de la lengua francesa y, más allá de su significado concreto, remite a la idea de una vía clara; un lugar desde el que se puede entrever el mundo contiguo.

La novela ha sido construida como un techo de cristales desde el que se mira el espectáculo de las vidas en una pequeña comunidad de Lisboa. Los habitantes de un edificio conforman un abigarrado conjunto de grupos familiares, escenificando distintas formas de relación y diferentes actitudes vitales. En este mundo caben desde la solitaria mujer que depende de su amante hasta la familia de mujeres de intrincados lazos sentimentales.

Abel, el extranjero que arriba en una de las tantas estaciones de búsqueda de identidad, se encuentra con el viejo sabio y solidario zapatero. La narración señala la sordidez de un mundo donde el dinero es escaso y abunda la mezquindad pero la mirada del autor está impregnada de ternura y compasión por sus criaturas.

Con gran precisión, Saramago explora la sexualidad en todas sus variantes, desde la prostitución hasta el lesbianismo. Se detiene en ese conjunto de soledades a las que sólo se les permite huir a través de la fantasía y la solidaridad. El realismo del discurso no impide que reconozcamos las citas de Pessoa, Dostoievski y Shakespeare, entre otros. La música de Beethoven actúa como contraste con los antihéroes.

Otro lado de la vida
El epígrafe de Raúl Brandao ("En todas las almas, como en todas las casas, además de fachada, hay un interior escondido") nos guía desde el comienzo en una narración que tiene un sesgo antropológico, que muestra historias de vidas entrecruzadas en las que la filiación y la paternidad están cuestionadas enfáticamente. El anciano sin hijos es el único personaje que cumple de modo cabal con una función paterna.

La novela exhibe el almácigo de formas que fueron recurrentes en el resto de la obra. En este mundo hay hombres solitarios como Ricardo Reis, de El año de la muerte de Ricardo Reis, o el don José de Todos los nombres. El desencantado Abel se enlaza con el personaje de la novela última. Sus entrañables mujeres son de una mítica fortaleza. Claraboya es un notable ejemplo de novela de iniciación que nos sorprende por la infinidad de modulaciones de los mundos pequeños: voces, imágenes, sabores y colores. Lisboa, como la ciudad de las Pequeñas Memorias, es la ciudad de ritmos lentos. Una Lisboa de gente pobre, preocupada por la supervivencia donde compartir un espacio no significa formar una comunidad, donde cada uno parece estar encerrado en sí mismo. Sólo Silvestre y Carmen muestran a Abel otro lado de la vida y la posibilidad de redimirse a través del amor.

© LA GACETA Carmen Perilli - Doctora en Letras, profesora de Literatura Hispanoamericana de la UNT..



FRAGMENTO DE CLARABOYA
Por José Saramago

Silvestre abrió la ventana y echó un vistazo al exterior. Nada nuevo. Poca gente pasaba por la calle. No muy lejos, una mujer pregonaba habas secas. Silvestre no entendía cómo podía vivir aquella mujer. Ninguno de sus conocidos comía habas secas, él mismo no las comía desde hacía más de veinte años. Otros tiempos, otras costumbres, otras comidas. Resumida la cuestión con estas palabras, se sentó. Abrió la caja de tabaco, pescó el papel de entre el batiburrillo de objetos que abarrotaban la mesa y se lió un cigarro. Lo encendió, saboreó una calada y puso manos a la obra. Tenía unos contrafuertes delanteros que poner y ése era un trabajo en el que siempre aplicaba todo su saber. De vez en cuando miraba de reojo la calle. La mañana iba clareando poco a poco, aunque el cielo estuviera cubierto y hubiese en la atmósfera un ligero velo de niebla que desdibujaba los contornos de las cosas y de las personas. Entre la multitud de ruidos que ya despertaban en el edificio, Silvestre comenzó a distinguir un taconeo en las escaleras. Lo identificó inmediatamente. Oyó abrir la puerta de la calle y se asomó:

- Buenos días, señorita Adriana.
- Buenos días, señor Silvestre.

La mujer se detuvo debajo de la ventana. Era bajita y usaba gafas de lente gruesa que le transformaban los ojos en dos bolitas minúsculas e inquietas. Estaba a mitad de camino entre los treinta y los cuarenta, y alguna que otra cana le aparecía en el peinado sencillo.

- Conque al trabajo, ¿no?
- Eso es. Hasta luego, señor Silvestre.

Era así todas las mañanas. Cuando Adriana salía de casa, ya el zapatero estaba en la ventana del entresuelo. Imposible escapar sin ver aquella guedeja desgreñada y sin oír y corresponder a los inevitables saludos. Silvestre la seguía con la mirada. Vista de lejos le parecía, según la comparación pintoresca del zapatero, «un saco mal atado». Al llegar a la esquina de la calle, Adriana se volvió y lanzó un gesto de adiós al segundo piso. Después, desapareció.
Silvestre dejó el zapato y asomó la cabeza fuera de la ventana. No era cotilla, pero le gustaban las vecinas del segundo, buenas clientas y buenas personas. Con la voz alterada por la posición del cuello, saludó:

- ¡Hola, señorita Isaura! ¿Qué tal va el día hoy?

Del segundo piso, atenuada por la distancia, llegó la respuesta:

- No está mal, no. La niebla...

No se llegó a saber si la niebla perjudicaba, o no, la belleza de la mañana. Isaura dejó morir el diálogo y cerró la ventana despacio. No le disgustaba el zapatero, su aire al mismo tiempo reflexivo y risueño, pero esa mañana no se sentía con ánimo para conversaciones. Tenía un montón de camisas para acabar antes del fin de semana. El sábado debería entregarlas, fuera como fuera. De buena gana acabaría de leer la novela. Sólo le faltaban unas cincuenta páginas y estaba en el capítulo más interesante. Esos amores clandestinos, sustentados a través de mil peripecias y contrariedades, la tenían prendida. Además, la novela estaba bien escrita. Isaura tenía experiencia suficiente de lectora para saber juzgar. Dudó. Demasiado bien sabía que ni siquiera tenía derecho a dudar. Las camisas la esperaban. Oía dentro un sonido de voces: la madre y la tía hablaban. Mucho hablaban aquellas mujeres. ¿Qué tenían que decirse todo el santo día, que no estuviera ya dicho mil veces?

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