lunes, 7 de mayo de 2012
Notas sobre violencia urbana
Notas sobre la violencia urbana
Por Carlos Monsiváis
"DE NO SER POR EL PAVOR QUE TENGO, JAMÁS TOMARÍA PRECAUCIONES"El temor, las presiones devastadoras de la megalópolis, el afán de dominio sobre los semejantes, la deshumanización de las víctimas, las tradiciones machistas, los resentimientos sociales, la conciencia de la impunidad creciente, la injusticia como definidora de la aplicación de la ley, la teatralización de ciertos modos del crimen: he aquí varias de las estaciones del recorrido diario de la violencia urbana.
Mayo 1999 | Tags: Convivio
¿Qué es la violencia urbana? La respuesta clásica sería: si no lo sabes no tiene caso que lo preguntes, y sobre todo, no te detengas a pensar la respuesta en una calle solitaria en un vecindario riesgoso.
Protegido en una ponencia, me arriesgo, e incluyo en la definición de violencia urbana a los conflictos, las tragedias, las conductas límite propiciadas por la crisis del estado de derecho, el perpetuo estallido —económico, social y demográfico— de las ciudades, y la imposibilidad de una efectiva seguridad pública, sea por la ineficiencia de los cuerpos encargados o por la "feudalización" imperante en barrios y colonias. Violencia urbana es el amplio espectro de situaciones delincuenciales, ejercicios de supremacía machista, ignorancia y desprecio de los derechos humanos, tradiciones de indiferencia aterrada ante los desmanes, anarquía salvaje y desconocimiento de la norma. Un paradigma para estudiar la violencia urbana es la Ciudad de México, donde, progresivamente, los problemas se han convertido en pesadillas institucionales.
No es privativo de megalópolis alguna su desarrollo voraz. Esto, a grados de paroxismo, ocurre en Nueva York, Tokio, Los Ángeles... y la Ciudad de México, en cuya expansión incesante intervienen (entre otros) los siguientes fenómenos:
"Si vas a salir a la calle, encomiéndate a Dios. Si no eres creyente, contrata guardaespaldas. Si eres creyente y tienes dinero, encomiéndate a Dios y contrata guardaespaldas"
1 El primer resultado de la violencia es la combinación de atmósferas del temor creciente. Se pierde el uso confiado de la calle (las mujeres lo han perdido más dolorosamente), se padece la angustia al tomar un taxi, se intercambian como piezas de colección las anécdotas de asaltos que no desembocan en finales trágicos. (De las predilectas: la boda de alta sociedad en donde los asaltantes despojan a los asistentes y al sacerdote mismo, que en vano amenaza con la excomunión; el asalto a un salón de clases en la Ciudad Universitaria; la irrupción a mano armada en una reunión de expertos para prevenir la delincuencia; la entrada de un grupo delincuencial en una sesión de terapia de grupo, donde obligan a los asaltados a seguir contando su vida, etcétera). Y se relatan con escalofrío las historias dramáticas. Puede alegarse: "nada que no suceda en otras partes", pero uno no vive en otras partes.
2 A la delincuencia la multiplica la certeza de la impunidad. Según las estadísticas oficiales —me atengo, entre otros datos, a los proporcionados en enero de 1999 por el secretario de Gobernación Francisco Labastida—, cerca del 90% de los delitos jamás reciben castigo. Esto, en primer término, es asunto de la corrupción policiaca y judicial, aunque, debe reconocerse, no toda la policía es corrupta, y son numerosos los que cumplen con su deber y mueren en el ejercicio de sus obligaciones. En 1996, 56 policías son asesinados en la Ciudad de México. Cada año la cifra de policías victimados es similar.
La idea de una delincuencia "incorpórea" a los ojos de la ley, desmoraliza a los sectores sociales y los debilita de antemano en su enfrentamiento con la violencia. Según criminólogos y sociólogos norteamericanos, la sensación derrotista en las comunidades empieza con "el efecto de la ventana rota". Alguien rompe un vidrio en un vecindario y nadie se ocupa de localizar al responsable. A partir de ello se acumulan los hechos punibles sin respuesta. Con esto, ratifican la tradición de la impunidad quienes ni siquiera tienen la fuerza para hacerse cargo de las transgresiones menores. La impunidad es un continuum.
3 Las megalópolis (y, con todo y zonas conurbadas, la Ciudad de México recibe la presión diaria de más de veinte millones de seres) generan presiones devastadoras, para empezar, sobre los sectores populares. Más del 70% de los delitos en la Ciudad de México ocurren en sectores pobres, no obstante el precario botín a la disposición. No importa, aparte de que todo lo conseguido es bueno, es comparativamente alta la gratificación anímica obtenida por el dominio sobre los semejantes. "Eres igual de pobre que yo, pero mucho más pendejo porque no evitas que te robe". Si todavía no es muy nutrido el repertorio de la psicopatología "moderna", como los asesinos en serie o serial killers, es muy amplia la conformación de un ámbito delictivo. Hay barrios que son refugio de ladrones de automóviles o de asaltantes; hay sectores en donde la delincuencia es —sin sermones de por medio— un capítulo más, donde siempre hay oportunidades de empleo; hay entrenamientos en el delito como patrimonio familiar; se afirma la feminización del delito, resultado inevitable de la distribución de tareas y la pérdida del "sentido de fragilidad" de numerosas mujeres; se produce el cambio de las artesanías del robo a las macroindustrias del despojo. Una gran ciudad da para todo.
"Si yo no le pego a mi mujer, va a perder su espíritu femenino"
4 La mezcla de tradiciones machistas y profundos resentimientos sociales desemboca en la cuantía de la violencia intrafamiliar, que alcanza no tan de vez en cuando el asesinato y la violación. Han sido demasiadas las prerrogativas concedidas al patriarcado, o al más bien legendario matriarcado, como para no situar a la violencia intrafamiliar entre las costumbres favorecidas. Esto debilita al extremo los sentimientos de unidad y solidaridad, y potencia en padres o madres el proceso de autodestrucción guiado por el atropello. Un caso extremo: en 1978 una mujer de 27 años de edad, Elvira Luz Cruz, abandonada por su amasio, debilitada por la subalimentación y la ignorancia, sin dinero para comida y sin apoyo alguno, mata a sus cuatro hijos e intenta suicidarse acto seguido. Los vecinos, ajenos por completo a su desesperación y abandono, la salvan y la entregan a las autoridades. Apresada por la dependencia extrema del macho ausente, incapacitada para alimentar a sus hijos, Elvira Luz Cruz opta por la extinción. No hay prepotencia ni antecedentes de crueldad con sus hijos, sólo la noción de que su vida le pertenece incondicionalmente.
No le adjudico una causa única y repetitiva a los incontables casos de violencia familiar, ni mucho menos extiendo certificados de disculpa. Sólo apunto a la fiereza del medio que, salvo en circunstancias extremas, cancela los dispositivos de solidaridad a favor del egoísmo de la sobrevivencia, bajo la luz de una premisa de la indefensión: "Si es tan poco lo que puedo hacer por mí y por los míos, imposible hacer algo por los demás". Al egoísmo lo atenúa o desplaza el creciente repudio a la violencia contra las mujeres y, todavía con más fuerza, contra el maltrato a los niños, por golpes, encierros u hostigamiento sexual. En estas circunstancias sí intervienen los vecinos.
Las tensiones y los agravios —las sensaciones de anomia— suelen resolverse dramáticamente en el seno de las familias. Lo más fácil y, muy probablemente, lo más convincente en sociedades desinformadas es culpar de la violencia familiar a la condición humana, tan atenta desde Caín y Abel a las soluciones tajantes, pero no deben menospreciarse las cualidades desquiciantes de las urbes, y la opresión inacabable de las concentraciones humanas jamás antes vistas. Y son inútiles las técnicas de aislamiento, cuya versión enloquecida la proporciona el caso del padre que encerró por años a su mujer y sus hijos, descrito en teatro por Sergio Magaña en Los motivos del lobo y en cine por Arturo Ripstein en El castillo de la pureza.
5 Como extensión de la moral del hacendado, la primera táctica de la violencia es la deshumanización de sus víctimas. Esto, de tanto arraigo en los medios rurales, se singulariza en la macrópolis por la contradicción flagrante de lo que sucede con las expectativas civilizatorias. El violador cree de paso satisfacer a la víctima; el policía judicial está convencido de que no dispone de una persona sino de un cuerpo maleable sin derechos a partir de la captura; el fascineroso que golpea e insulta a su presa se desquita con quien, por incapaz de protegerse, sólo merece oprobio. Son comunes los regaños durante las fechorías. Por qué el asaltado tiene y el asaltante no, o por qué el primero carece de la habilidad como para exceptuarse de los atracos del segundo.
En última instancia, lo muy urbano de esta violencia es su posibilidad absoluta de disolverse en el gentío. ¿Quién identifica con certeza al violador o al asaltante si no se le detiene en el acto, qué prevenciones útiles existen en ciudades deshumanizadas por la carga demográfica, quién no le apuesta a extraviarse entre el alud de millones de personas que suele disolver la noción misma de vecino? Y las ventajas del anonimato se acrecientan tratándose de los crímenes del odio (hate crimes), especie muy divulgada en el mundo entero gracias al apoyo del presidente Bill Clinton a los comités de investigación de estos atropellos antes ni siquiera percibidos.
Es muy elevada en México la cuota de los crímenes del odio, sobre todo en los campos de la homofobia, la intolerancia religiosa (los asesinatos de protestantes en Chiapas y Oaxaca), la intolerancia política (los quinientos perredistas asesinados en el periodo de Carlos Salinas). Como en cualquier parte, lo característico de estos delitos es la impunidad previa que protege a los criminales, y la no tan asombrosa repetición de la técnica del crimen a través de las generaciones. Para el fanático, ni un gay, ni un hereje, ni un subversivo son seres humanos.
"Si no tomamos la justicia en nuestras manos, ni tendremos manos ni dispondremos de justicia"
6 La pobreza explica sólo una parte de la violencia urbana. Al no creer en el determinismo, no acepto la fórmula reiterada de Carlos Salinas ("En la pobreza no hay democracia"). Me atengo a lo demostrable: en la pobreza hay y puede haber vida cultural, y la escasez de dinero no elimina los recursos espirituales y morales, y por eso es tan clasista la férrea relación causal entre pobreza y transgresión de la ley. Sin embargo, la condición desesperada es gran caldo de cultivo de la delincuencia y la violencia gratuita. Si los de arriba ven en la violencia a la extensión casi natural de sus privilegios, en las clases populares cuentan considerablemente —en materia de opción por la violencia y justificación consiguiente— el atraso, lo incipiente de la cultura de los derechos humanos, la gana de represalia ciega contra un orden injusto, la afirmación de la personalidad pese a las evidencias en contra (el padre de familia que no consigue trabajo, explotado, cansado, harto, trata con saña a su mujer y sus hijos con tal de existir ante sí mismo, en una táctica ominosa y ancestral).
Y la violencia popular, engendrada en la pobreza, suplanta en ocasiones por la fuerza a la violencia del Estado. Un ejemplo entre muchos. El 28 de abril de 1997, en La Purificación Tepetitla, Texcoco, en el Estado de México, integrantes de la guardia de vecinos sorprenden en la madrugada a cuatro personas que despojan de sus llantas a un vehículo Dart K Guayín modelo 1985. Se detiene a Fidel Marcos Patiño, de 45 años, y a Eduardo Mojica Villa, de 52 años, y se les conduce a la plaza principal del pueblo. Las campanas de la iglesia alertan a la comunidad, y al interrogatorio acuden cerca de trescientas personas. Se venda a los detenidos, se les ata de pies y manos, se les golpea con inclemencia exigiendo el nombre de sus cómplices. Se convoca a las autoridades y, como no acuden, al amanecer se prepara la ejecución y se les colocan a los delincuentes sogas en el cuello. En ese momento se presentan a negociar la entrega de los detenidos el presidente municipal, Federico de la Vega Murillo, y el director de la policía local, Antonio Morat. Más tarde se apersonan la agente del Ministerio Público y el delegado de Averiguaciones Previas. Al final la turba entrega a los ladrones de llantas, hospitalizados de inmediato. Fidel Marcos Patiño sufre estallamiento de vísceras, fractura de mandíbulas y la pérdida de varios dientes, y Mojica Villa tiene fracturas de cráneo y lesiones diversas.
Para todo efecto práctico, Texcoco es urbano. Conurbado a la Ciudad de México, también lo sojuzgan la televisión, la radio, los videocasetes, y los sistemas informativos y educativos de la megalópolis. Y la falta cometida —robo de llantas— no explica tal rabia, similar a la producida por asesinatos o violaciones de mujeres. Por eso, y no obstante sus semejanzas con hechos semejantes en zonas rurales, y el origen idéntico del linchamiento (sustituir con furia popular la ausencia de justicia), la violencia de Texcoco es fenómeno urbano. La turba no se inmuta ante la presencia de fotógrafos, se atiene a la gran valía de un automóvil (la propiedad más entrañable después de la casa), considera su acción una prerrogativa de la sociedad civil (ya con ese término) y ve en el crimen por razón del despojo a un nuevo requisito de la comunidad. Otro ejemplo menor y revelador: en 1995, en el Centro Histórico, en la calle de San Ildefonso y aledañas, se produce un zafarrancho. Un automovilista atropella sin mayores consecuencias a un niño de cuatro años de edad. Reunida en un instante, la multitud se propone lincharlo, unos policías lo protegen y el resultado es contraproducente: los que van al rescate se salvan de ser linchados sólo por la llegada de refuerzos.
A la violencia urbana la estimula la sensación prevaleciente: es la injusticia la que define la aplicación de la ley. Según la conseja popular, los magistrados y los agentes del Ministerio Público son corruptos casi de por sí, los policías atracan o son venales, los poderosos lo compran todo, la tortura es la traducción cotidiana del Código Penal.
Si a eso se añade la feudalización de la ciudad, las zonas hurtadas al simple patrullaje policiaco, el caciquismo en gremios y colonias populares, se entiende la feroz resistencia a lo que intenta pasar por "orden". El axioma de los que se arman es vibrante: "Si la justicia es injusta y corrupta, nos toca a nosotros enderezarla; si el gobierno es la más poderosa de las bandas en activo, y es fundamentalmente eso, tenemos el derecho a resistir". El derrumbe de la creencia en la aplicación de la justicia explica escenas antes impensables: las batallas campales entre policías y vendedores ambulantes, entre granaderos y vendedores ilegales, entre policías y vecinos. No hay guerra civil, pero sí partición territorial a la fuerza. Al darse por muy irregular el estado de derecho, se rehabilitan las comunidades delincuenciales o vecinales, en escenas cuyo antecedente remoto se encontraría en John Gay (La ópera de los mendigos) y Bertolt Brecht (La ópera de los tres centavos).
"Si no me dicen que han muerto, estaría yo muy preocupado por mi puntería"
7 Faltan los estudios sobre psicología urbana que pongan en relieve los efectos de las presiones citadinas, y den cuenta de sus resultados psicopatológicos, cualesquiera que éstos sean, y de si el término retiene alguna eficacia descriptiva. Como sea, y pese a sus dimensiones, la Ciudad de México todavía no comparte rasgos de las megalópolis: desprecio encarnizado por los marginales, abandono de toda consideración por los improductivos, rechazo a los viejos, desintegración programada de la familia. Y esto atenúa la furia y los delirios alimentados por el acoso y la invisibilidad social.
Sin embargo, esto se va modificando. Doy ejemplos: en 1997 un policía recién cesado de la corporación entra al Metro La Raza y, sin motivo específico, descarga su revólver, matando a dos personas e hiriendo a otras tres. Al ser capturado nada más atina a decir: "Tenía mucho coraje, por eso lo hice". Y en Tijuana, en 1998, dos ex judiciales salen a la calle a matar por gusto, a quien se encuentren, y asesinan a cinco. No hay necesidad de explicaciones. La posesión de las armas es razón suficiente. Y —ésta es mi hipótesis— en el origen de estos fenómenos se localiza también al narcotráfico, que incrementa sin medida la violencia urbana, no porque deba atribuírsele toda la cauda delictiva, sino porque introduce nuevas reglas de juego, acrecienta el mercado de armas y reitera cuán fácil es, en medios sin sistemas eficaces y creíbles de justicia, "abaratar" la vida humana.
Cada semana son asesinados en el país decenas de individuos en condiciones rituales semejantes. Ante esto, se extenúa la capacidad de sorpresa y las más de las veces los ciudadanos sólo expresan una indignación escénica, reservándose la protesta profunda para las situaciones personales. Y el delincuente que sea se considera beneficiario directo de las esferas de la impunidad. Si tantos mueren en circunstancias violentas, uno más no importa. De nuevo, en las armas se localiza la posesión de la ley realmente existente. El dueño del auto se aferra a su propiedad, y el hampón lo mata porque le ha faltado al respeto a la justicia instaurada por su revólver; el asaltante, furioso porque no hay nada que robarle a su presa, la asesina para enseñarle a no salir sin dinero; los pandilleros golpean a los transeúntes ratificando su dominio espacial a través de los gemidos y las súplicas de misericordia; al macho ebrio y exasperado no le basta maltratar a la prostituta en el cuarto de hotel, debe ir hasta el final, aprovechar la vivencia ilimitada del cuerpo dependiente y por eso, al estrangular o apuñalar, siente que culmina un coito de otra manera incompleto. Esto no es psicologismo, sino la mínima moraleja desprendible de centenas de casos similares.
"Si no fuera por la tele, los delincuentes no sabrían siquiera de la existencia del delito"
8 Las representaciones de la violencia en los medios electrónicos conducen a debates interminables sobre la sobreexposición de los niños a simulacros de la crueldad y la barbarie, o incluso a informaciones detalladas sobre los hechos de sangre. "Se les educa para la violencia". Y la censura se emite desde los más altos niveles burocráticos. En 1997, a solicitud del presidente Ernesto Zedillo, se cancelan dos series diarias que con enorme éxito daban noticia de los delitos (Fuera de la ley en Televisa y Ciudad desnuda en Televisión Azteca). El presidente insiste: "Los programas son perniciosos para la niñez y fomentan el delito". En esto, Zedillo continúa la interminable lista de políticos, educadores y clérigos que responsabilizan a los medios electrónicos de la promoción de la ilegalidad: los niños y jóvenes son muy maleables, y ante la tele se habitúan a la "normalidad" de la violencia. Exhibir actos fuera de la ley es predicar con el ejemplo. La exigencia presidencial es acatada luego de una tibia defensa de las empresas ("cumplimos un deber informativo"), se suspenden los programas y reaparecen a los pocos meses o semanas con otros nombres, reinstalados por la demanda insaciable.
El morbo por la nota roja es parte de una técnica de preservación psicológica. No sólo se exorciza el delito ubicándolo como el suceso remoto en la pantalla de televisión; también, al incorporarlo al espectáculo, se banaliza el hecho de sangre. Por su naturaleza, el morbo es la "técnica de control" psicológica de la violencia inmanejable. Si el chisme nos incorpora a la intimidad ajena, el morbo por la nota roja nos aleja de la desgracia por acontecer. "Tan no estoy muerto que contemplo a estos policías explicar la balacera en el banco". Al respecto, según creo, en materia de persuasiones visuales, es más dañino que la pasarela de cadáveres y criminales ya vueltos show el culto a las corridas de toros. De cualquier manera, la supresión de estas series no disminuiría en lo mínimo el delito. ¿Qué se ha conseguido al suprimir en las estaciones de radio los corridos mariguaneros? ¿Qué ha obtenido la censura en asuntos de sexo? La estrategia de las prohibiciones se extingue en el homenaje involuntario a lo prohibido, y algunas moralejas nacen muertas, por ejemplo: "Si no se habla del delito no hay incentivos para la criminalidad".
La condena a la violencia, "hija bastarda de la televisión", es tema recurrente en los medios informativos. Se insiste sin convicción, pero con energía declamatoria: los medios forman en y para la violencia. Pero nadie está tan convencido a fin de cuentas, porque ni los gobiernos, ni la derecha, ni los grupos sociales hacen algo por detener tal instrucción deformadora, ni van más allá de suprimir cada año una o dos series reemplazadas por otras idénticas. En rigor, el debate aún no se produce, apenas menciones "apocalípticas", aunque resulte probable un papel pedagógico de los medios, en especial del cine, no en la violencia sino en la teatralización de la violencia. Es alta la deuda estilística del narcotráfico y la delincuencia organizada con las películas. Basta enterarse de las descripciones de asaltos o enfrentamientos para vislumbrar cuánto aprende el hampa de la gestualidad y de la amoralidad interpretadas por el cine. Pero en materia de ilegalidad la forma no es ni puede ser el fondo, y la gran escuela del crimen sigue siendo la impunidad y su cortejo de supersticiones.
"Salí tan fastidiado de la oficina que ya no supe cómo me desperté en la sala de urgencias"
9 Sin freno, aumentan los hechos de violencia intrafamiliar, los enfrentamientos entre policías y ciudadanos, las riñas de tránsito, las situaciones tensas. Y al año, denunciados, se producen 700 mil delitos, lo que según los expertos indica por lo menos el doble, al ser tan elevado el número de quienes desisten de la ida a los juzgados a levantar el acta. Esto convierte a la violencia en el segundo gran protagonista de la urbe, sólo antecedido por la sobrevivencia, que se apodera del escenario por la acción conjunta de la catástrofe económica y el miedo. Esto no apunta a una ciudad poseída por la devastación, sino, y esto es suficiente o demasiado, a una ciudad incrédula ante las posibilidades civilizatorias, desconfiada de la existencia de soluciones.
En algún momento la violencia ha de caer sobre la persona, su familia, sus amigos. Y la certidumbre de vivir la excepcionalidad, de habitar siempre las vísperas del acontecimiento terrible o desagradable, se vuelve fijación cotidiana: en relación a la violencia se está a diario en el ojo de la tormenta entre un asalto y el próximo, entre la tensión y los estallidos, entre la falsa tranquilidad y la mala noticia. Y al ámbito de la esperanza, agotado o disminuido, lo reemplaza la superstición nueva: si atiendo a los exorcismos (disfrazados de medidas de seguridad) hoy me escaparé del destino urbano.
¿En qué momento se le confiere a la violencia el papel de deus ex machina, de sinónimo fatal de destino urbano? Al coincidir en un espacio sobrepoblado la crisis económica sin precedentes, la masificación extrema, la creencia en el desplome de las instituciones de justicia, el contagio atmosférico del narcotráfico y el apogeo de la delincuencia organizada, que viene de la descomposición policiaca y la industrialización de la impunidad. Según la derecha, esto se debe al abandono de los principios religiosos. En efecto: en el origen de esta devastación sí interviene la ausencia de un sistema valorativo, pero aquí se combinan lo laico y lo religioso y, además, si hay un sector de creyentes compulsivos, junto a los empresarios, ése es el narco. Pagan con largueza misas, bautizos, primeras comuniones, casamientos, entierros y confirmaciones, patrocinan seminarios, visitan al nuncio papal (luego de asesinar a un obispo) para referirle sus problemas de conciencia, organizan lo que la prensa llama narcotours a Tierra Santa, se confiesan porque lo exige la renovación de sus deudas de conciencia. Por lo menos ellos no desertan de su fe.
"Iba para mi casa cuando un señor muy atento me avisó que me estaba asaltando en ese instante"
10 En diversas ciudades del continente —las norteamericanas desde luego— cunden visiones de la distopía, la utopía negativa, donde la violencia urbana cerca y frena las libertades a la disposición. "Si no te proteges no sobrevives y si dedicas tiempo a protegerte pasas de la vida a la sobrevivencia". Megalópolis es ya sinónimo de las formas de la degradación impuestas por las grandes concentraciones humanas, sobre todo en un orden económico donde, sustituido por la automatización, el trabajo formal mengua, y la violencia aumenta al ritmo del relativismo ético o de la posmoral pregonada por varios analistas, ya incorporada al lenguaje cotidiano donde la justicia es la mezcla de aplazamientos, impunidades y distribución siempre inequitativa de la ley, y en donde los servicios se encarecen y disminuyen sin remedio.
No se puede exagerar o minimizar el papel de la violencia urbana. Ha recompuesto, y con vandalismo, el mapa de la ciudad transitable, atrae la obsesión informativa de la sociedad entera, vuelve central el tema de la descomposición social. Pero aún no se cuenta con las teorías convincentes que al describir causas propongan soluciones, ni nada más allá de una efímera campaña de moños blancos de protesta, y de la exigencia de mano dura, sin especificaciones.
La violencia se interioriza en cada habitante de la urbe, no tanto por la gana de ajustarle cuentas a la realidad a través de acciones destructivas, sino en espera de lo inminente, de los hechos injustos e irreparables que la ciudad impone. Esto no es desde luego únicamente psicológico. En la medida de las posibilidades y de las posesiones, cada persona aguarda a la violencia con temor en la calle, diluvio de cerraduras en las puertas, dispositivos de seguridad en los automóviles, armas en la casa, proliferación de las compañías de seguridad privada (1,300 en México), gadgets innumerables de protección personal a manera de indulgencias medievales, simple miedo físico a los grupos o los individuos con los que uno se tropieza en horas inconvenientes (se reduce el tiempo de las horas convenientes). Y si los modelos apocalípticos anteriores eran Nueva York y Los Ángeles, el modelo de hoy para la Ciudad de México es la propia Ciudad de México.
En el París del siglo XIX, distinguía Walter Benjamin al flanneur, al que tomaba la calle como su morada, con esas cuatro paredes de la curiosidad y la vitalidad. En la megalópolis de fines del siglo XX uno de los sustitutos del flanneur es la Víctima en Potencia, que hace de la desconfianza su instrumento del conocimiento y del recelo su bitácora. La violencia nos obliga a teatralizar y generalizar la experiencia desagradable o trágica, nos encierra doblemente en nuestras casas, se vuelve el estado de sitio de los ricos rodeados de guaruras (esos ángeles de la guarda de las previsiones sombrías), modifica a la intuición hasta volverla depósito de miedos ancestrales, se aterra ante la propia sombra porque no se sabe si el inconsciente va armado y, por último, nos convence de que la ciudad, el campo de las sensaciones de libertad, es progresivamente de los Otros y es cada vez más el reino del Otro y de lo Otro, aquello que dejó de pertenecernos cuando aceptamos lo indetenible por lo pronto de la violencia, sabiendo que, dadas las características de la urbe, éste por lo pronto eterniza sus plazos.
En materia de violencia urbana sólo tiene conclusiones optimistas quien en cualquier lugar del mundo piense dormir con la puerta abierta. -
Letras Libres
La sed (del ligue) a orillas del tráfico
Por Carlos Monsiváis
Marzo 2003 | Tags: Convivio Centenario de Xavier Villaurrutia Ensayo literario literatura
El texto de Xavier Villaurrutia, preservado por su gran amigo Pepe Delgado y presentado ahora por el investigador Miguel Capistrán, es un boceto, no destinado a su publicación, y en rigor significativo porque anuncia lo que muy probablemente habría sido una versión "mexicanizada" del "Nocturno de los ángeles", el gran poema de Villaurrutia sobre los marinos, ese símbolo homoerótico de —entre otros— Cernuda, Hart Crane, Lorca, Fassbinder, Barba Jacob. En "Nocturno de los ángeles", y aún más acentuadamente en las ilustraciones para el poema que Villaurrutia le regaló a Carlos Pellicer, las avenidas del Ligue son el secreto compartido, el nomadismo de las miradas al acecho, la coreografía óptica que va del coqueteo a la aceptación, el ámbito por excelencia de la especie numerosa que apenas se aquieta al ocultar el cuarto a la pareja imprevista.
"El río de la calle queda desierto un instante", afirma el Nocturno, y esto corresponde a la visión panorámica de Villaurrutia, y su descripción metafórica. El deseo, "una enorme cicatriz luminosa", le concede a las ceremonias del Ligue ese suspenso casi metafísico donde las apetencias son a un tiempo vislumbre y consumación del deseo y cadena de frustraciones:
Queda un momento paralizado, mudo, anhelante
como el corazón entre dos espasmos.
El trabajo "arqueológico" del "Nocturno de San Juan", colección de apuntes de intención poética, admite la obviedad y la requiere. Se está ante el testimonio de un escritor sobre la vida gay en la ciudad de México, en una zona especial de la geografía de la promiscuidad: la avenida San Juan de Letrán en el Centro, que es durante cuatro décadas (1920-1960) el eje de la movilidad de los deseos prohibidos. Territorio (relativamente) libre y descaradamente vital, "la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán" (Efraín Huerta) contenía y retenía los miedos, las audacias, las provocaciones, los desafíos. Lo explica Villaurrutia:
Hay noches en que el corazón
palpita con otro compás.
Hay noches en que la razón
¡no quiere paz!
Cuando la gana llega, la gana gana..., comentó el clásico. La noche —reitera este poema— es el espacio del instinto (el poeta no llegó a saber de pulsiones), y es el horario que ignora los respetos ajenos y los propios. La razón indica los peligros sociales y físicos del Ligue, pero la belicosidad del impulso se niega a escuchar. Si ya lo sabe Dios que lo sepan los hombres, dicen el refrán cínico de la época, un tiempo que a los distintos, los otros, les reserva castigos, muertes civiles y desprecios. Como en toda la literatura de temática gay (la literatura lo es a secas, pero los temas sí que existen), en "Nocturno de San Juan" la mirada es el lenguaje múltiple, la declaración de bienes psicológicos, el anticipo de la cópula, la medición de ansiedades, el envío de confianzas, recelos, promesas de lo indecible:
Noches en que nuestra mirada
con otra mirada se enlaza.
¡Y nada nos detiene, nada!
Y pasa todo... y nada pasa.
Nada pasa porque el Ligue es el eterno retorno, el comenzar siempre desde la inexperiencia y la experiencia del deseo, que prefiere el "morbo" a la sabiduría. Nada pasa porque "la promiscuidad" (el mal nombre de la insaciabilidad) acumula sus pertenencias en la zona sin memoria, el cuerpo. Cavafys, en uno de sus célebres poemas, exclama: "Recuerda cuerpo", y eso, precisamente, es lo que no sucede, ya que la memoria del cuerpo consiste en los reflejos condicionados de la técnica. Los "cazadores furtivos" no entran, como en el poema de López Velarde, al bosque de amor, sino al de la apetencia, tanto mayor cuanto que las prohibiciones la vigorizan y revalúan:
Noches de silencioso pacto
en que, desnudas, las miradas,
establecen, mudo, el contacto
de nuestras bocas imantadas.
En este proyecto de poema, Villaurrutia establece con claridad su definición del deseo otro: "la eterna noche del Imperio". En este sistema de alusiones y alegorías, el Ligue no puede producirse en las mañanas: se requiere, freudiana y pecaminosamente, la noche, que es misterio (oscuridad), es deseo (búsqueda de lo prohibido) y es amenaza (la sociedad represiva nunca deja de serlo). Y en el esquema villaurrutiano se filtra incluso el espectro de los crímenes de odio:
Y en que, con paso amortiguado
algún Don Juan Manuel transeúnte
llega de pronto a nuestro lado...
¡Y esperamos que nos pregunte...!
En las leyendas del virreinato, don Juan Manuel, en la medianoche, le pregunta la hora al desconocido y al oír la respuesta lo atraviesa con la espada: "Dichoso vos que sabéis el minuto exacto de vuestra muerte." Sin el riesgo, el apasionamiento se diluye, y aquí lo retórico es lo amargamente cierto. Si "Nocturno de San Juan" no enriquece la obra de Villaurrutia, sí transmite sus impresiones de la "ciudad sumergida" habitada por los de su tribu en la primera mitad del siglo XX, una ciudad integrada por personas que se sienten sombras, por peligros que erotizan y miradas que son un diccionario y un vocabulario. Y presidida por el acertijo tan antiguo como el mundo: ¿qué fue primero: la ortodoxia o la profanación?
Los 41 y la gran redada-Carlos Monsivais
Notó el gendarme de la Cuarta Calle de la Paz que en una accesoria se efectuaba un baile a puerta cerrada, y para pedir la licencia fue a llamar a la puerta. Salió a abrirle un afeminado vestido de mujer, con la falda recogida, la cara y los labios llenos de afeite y muy dulce y melindroso de habla. Con esa vista, que hasta al cansado guardián le revolvió el estómago, se introdujo éste a la accesoria, sospechando lo que aquello sería y se encontró con cuarenta y dos parejas de canallas de éstos, vestidos los unos de hombres y los otros de mujer que bailaban y se solazaban en aquel antro....
El Popular. Diario independiente de la mañana,
21 de noviembre de 1901.
A Robert McKee Irwin
A José Quiroga
Los antecedentes: el Ninfo entre las doncellas
En la literatura del siglo XIX, un tratamiento inesperado de la homosexualidad lo proporciona Chucho el Ninfo (1871), uno de los episodios novelados de La linterna mágica, la serie costumbrista de José Tomás de Cuéllar "Facundo". Como novela, Chucho el Ninfo es aterradoramente mala, desorganizada hasta el fastidio y la incomprensión,
y colmada de sermones y divagaciones. Lo interesante es su protagonista, un gay evidente, descrito con encono, burla... y cuidado de no ofender a los lectores, que no admitirían el reconocimiento impreso de las aberraciones ("sí, ya sé de esas cosas, pero si las leo me entero y eso no lo podría soportar"). El determinismo del relato obliga al personaje, desde muy niño, a ostentar sus preferencias: "Chucho... estaba muy contento entre las niñas: bienestar a que quedó aficionado perpetuamente." Elena, su madre, viuda prematura, es un sueño parafreudiano: devota del hijo (que la golpea), chantajista sentimental, "un terrón de amores... casi tan consentidora y tolerante como la patria", obediente al capricho de su hijo hasta la ignominia (le paga a la madre de un niño para que éste se deje golpear por Chucho). Los mimos de Elena vuelven a su hijo "más barato cada día", es decir, más femenino y feminoide.
La descripción del gay es clarísima, pero sin notificar con detalle la existencia de la sodomía. Por eso Cuéllar se abstiene de la palabra fatal (maricón), para no etiquetar al personaje que va acentuando su afeminamiento, su dandismo y su habla, presumiblemente la de los homosexuales de la época, inmersos en el cultivo de la apariencia y del sonido "refinadito".
Sin las palabras que los impresores no aceptarían, el "vicio nefando" se despliega. En el momento más atrevido de la novela, Cuéllar menciona a "la raza ninfea", la especie de los ninfos o "mujerucos". Y aun esto con disfraces. En uno de los capítulos finales, al ser retado a duelo, Chucho adquiere sorpresivamente la energía viril. "Le faltaba a Chucho este toque característico de la raza ninfea, y holgábase en su interior de la ocasión que le proporcionaba desmentir su fama de afeminado."
No es todavía la hora de la acusación de sodomía, conducta que el analfabetismo sexual y las manías persecutorias del conservadurismo arrinconan en las tinieblas de "lo intuido" (es decir, lo que, deliberadamente, se describe con vaguedades para no responsabilizarse del conocimiento). Apenas en la segunda mitad del siglo XX se aborda en México la homosexualidad desde una perspectiva científica o que pretende serlo. Antes, lo masculino es la substancia viva y única de lo nacional y de lo humano, entendido lo masculino como el código del machismo absoluto que nunca requiere de una definición, lo humano como el cumplimiento de los deberes para con la mitología de la especie, y lo nacional como el catálogo de virtudes posibles, que ejemplifican los héroes y, en la vida diaria, "los muy machos". La tradición jactanciosa de lo viril mezcla la herencia hispánica y el difuso catálogo de valentías, y juzga tan remota y abyecta la homofilia que ni siquiera la menciona "para no mancharse los labios". Por eso, Guillermo Prieto, el patriarca de las letras mexicanas, alaba a Cuéllar, ya que el nombre de Chucho el Ninfo "le sirve a nuestra gente para designar al niño mimado y consentido, entregado a los vicios". Entonces, el carácter de "niño consentido" anticipa y vuelve secundaria la especificación de los vicios.
"Viejo ridículo"
¿Qué se conoce de la vida homosexual en México antes del escándalo social y policiaco del Baile de los 41? Desde la perspectiva gay, sólo se dispone del testimonio del escritor Salvador Novo (1904-1974) en sus memorias sexuales, La estatua de sal, escritas en 1944 o 1945, y publicadas por Conaculta en 1998. Novo refiere la historia de un "aristócrata", Antonio Adalid, hijo de un caballerango del emperador Maximiliano y ahijado de bautizo de los emperadores. Con el sobrenombre de Toña la Mamonera, Adalid, alma de las fiestas clandestinas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, evoca "con una risa sus excursiones colectivas y tempraneras a Xochimilco, en tranvía, todos con sacos azules y sombreros de jipijapa". Y cuenta además la historia de amor que le refiere al Novo adolescente:
Había alcahuetes —¿la propia Madre Meza?— que procuraban muchachos para la diversión de los aristócratas. Una noche de fiesta, Toña bajaba la gran escalera con suntuoso atavío de bailarina. La concurrencia aplaudió su gran entrada; pero al pie de la escalera, el reproche mudo de dos ojos lo congeló, lo detuvo. Parecía apostrofarlo: "¡Viejo ridículo!" Toña volvió a subir, fue a quitarse el disfraz, bajó a buscar al hermoso muchacho que lo había increpado en silencio. En ese momento se ponía al remate al mejor postor la posesión de aquel jovencito. Antonio lo compró.
Hasta ahora, nada más esto se sabe de la vida gay en el Porfiriato: fiestas "exclusivas", travestismo que evita la molestia de pensar en la identidad, rifa de jóvenes agraciados y, para los "desenmascarados" por el escándalo, la condición de "sepultados en vida". Casi toda la información disponible viene del cotejo con los documentos de otras sociedades: ligues de los burgueses con soldados y marinos, adoración de la energía proletaria, imposibilidad de concebir la relación amorosa entre iguales (no hay tal cosa como la pareja gay), identidades sólo definidas negativamente, descubrimiento espantado de la inclinación sexual, rezos obsesivos "para que la Virgen me cure de esta aberración", frecuentación de ciertas cantinas, parques y albercas, mentiras piadosas en beneficio del padre confesor ("acúsome padre de que me gustan tanto las mujeres que no me caso porque no sé por cuál decidirme"), chantajes, humillaciones, construcción dificultosa de la "familia tribal" de los amigos ("que me delate yo, no mis compañías"). Y antes del Baile de los 41, sólo hay chistes salvajes o menciones espantadas de los "invertidos", especie que no alcanza registro en los —muy desinformados— libros de psicología. En Inglaterra, los procesos de Oscar Wilde (1895) divulgan sitios, estilos de trato y apariencias de jóvenes "equívocos", e iluminan la defensa patética y a fin de cuentas extraordinaria del "amor que no se atreve a decir su nombre"; en México, donde los procesos de Wilde se comentan con algún detalle después de 1901, le corresponde a la Gran Redada quebrantar el silencio del tradicionalismo y su odio "que no se atreve a escribir el nombre de los seres odiados. Ni eso merecen".
Si de algo sirven las inferencias, casi seguramente una parte de la minoría gay, por la movilidad cultural o el poder adquisitivo, está al día de la cultura y/o la moda de Francia, así no viaje. Por eso, han oído de los escándalos de los escritores gays, del culto a los marinos, de la adopción del símbolo de San Sebastián, y por eso han leído a Walt Whitman, Wilde, Verlaine y Huysmans.
Los gays de sociedad o del sector cultural guardan las apariencias, suelen casarse y tener hijos. Un soltero no únicamente levanta sospechas: también traiciona a la Naturaleza, que es toda fertilidad, y de allí que al célibe se le exija la virginidad profesional o la monomanía prostibularia. Y si, pese a todo, hay quienes optan por esa microsociedad que, por ejemplo, organiza el Baile de los 41, es debido a lo hoy evidente: nada exalta más a los deseosos de sexo con los de su especie que la ilusión de lo prohibido, en este contexto una utopía romántica, por contradictorio que esto se vea o se lea ("me querían desdichado y puedo serlo, pero no cuando me acuesto con otros hombres; la cópula es la única libertad a mi alcance, por eso concentro allí mis sentimientos"). Si se atiende a las excavaciones históricas de lo gay en Estados Unidos, Inglaterra o Francia, no es exagerado afirmar que, para los homosexuales mexicanos de 1901, cada acto sexual es una hazaña, sobre todo si, previsiblemente, se produce en circunstancias calificadas de sórdidas. En estos casos, la sordidez es el acceso a la experiencia última que, por lo mismo, y como técnica compensatoria, localiza los deleites fuera de la normalidad. A los seres despojados de un registro mínimamente satisfactorio de su conducta, el orgasmo les resulta la épica de la marginalidad, y si esto no es consciente, la continuidad de los actos algo demuestra: de no gozarse el acto "contranatura" como logro extravagante, las sensaciones del pecado aniquilan. Por así decirlo, cada acto sexual es "un altar de paso" y cada seducción una bandera arrebatada a ese enemigo, la castidad.
¿Elimina la censura social al instinto? La mera existencia de Los 41 demuestra lo contrario: son una ventana a la segunda mitad del siglo XIX y sus tabernas, sitios de mala muerte, proxenetas, jóvenes "alquilables", burdeles "especializados" (más que lugares fijos, lo que parece imposible, laberinto de guaridas). Se intuye que para los segregados sexuales el mayor estímulo es la existencia de otros como ellos: mal de bastantes, consuelo de marginados. En especial, las tradiciones gay nacen, se desarrollan y se institucionalizan a través del juego de miradas que explica el mundo a través de la promulgación del deseo y la gana de consumarlo de inmediato. Se adivinan los quehaceres de los muy afeminados (tareas domésticas, restaurantes), y se ignoran las profesiones de los gays "susceptibles de respeto", en el caso de que se desconozca su orientación sexual. Muy probablemente son clérigos, escritores, abogados, artistas, rentistas. Y el Baile de los 41 los arroja a la claridad del escándalo, que aprovechan los clericales para moralizar y los jacobinos para desprestigiar a los moralizadores de oficio.
Antes de la Redada, cuesta trabajo verbalizar siquiera el pecado nefando. La vergüenza aísla, para acudir a la cita tan repetida de Sartre, y los gays de entonces hallan la solidaridad posible, la mayor, casi la única, en el trato de un avergonzado con los demás, así como la salud mental se aprovisiona en la conversión del avergonzado en desvergonzado (es tan enorme la opresión que el cinismo es un acto de valor civil). La comunidad se esboza con la disciplina del trato de los semejantes y, por eso, un baile en 1901 es casi literalmente la Marcha del Orgullo Gay de 2001. A su manera, lo que es posible se aproxima a lo deseable.
En el preámbulo de la comunidad, los excluidos se atienen a las nebulosidades de la condición célibe o, en el caso de los gays casados, a su pertenencia a la Familia. En las operaciones de la mentira, lo que afianza el control del patriarcado es el temor a ser descubierto. El oprobio es un código penal en sí mismo. ¡Ay del que escandalizare, porque ése habrá ya renunciado a las ventajas de la hipocresía! (Por carecer de datos de cualquier índole, no aludo en estas notas a la especie urbana que seguramente existió en tiempos de Los 41: los gays proletarios. De ellos todo se ignora.)
Los hechos: El policía se da cuenta
A las tres de la mañana del domingo 18 de noviembre de 1901, en la céntrica calle de la Paz (hoy calle de Ezequiel Montes), la policía interrumpe una reunión de homosexuales, algunos de ellos vestidos de mujer. (En estas notas, me atengo a la excelente investigación hemerográfica de Antonio S. Cabrera.) La escena, inventada con brío en cada recuento periodístico, es sucesiva o simultáneamente patética o apocalíptica, al gusto del moralismo que selecciona a las víctimas de la ley y del morbo (una y la misma cosa). De ellos, 22 visten masculinamente y 19 se travisten. Estos son los haberes de los detenidos, imaginados o extraídos de los chismes policiales (no hay un parte oficial): faldas, perfumes caros, pelucas con rizos, caderas y pechos postizos, aretes, choclos bordados, maquillajes de blanco o de colores estridentes, zapatos bajos con medias bordadas, abanicos, trajes de seda cortos, ajustados al cuerpo con corsé. En una recámara, un niño de mercería sobre el lecho. A medianoche, se rifa un joven apuesto de sobrenombre Bigotes Rizados.
En las crónicas de los primeros días se insiste: son 42 los detenidos. Luego, se ajusta el número: 41, y eso aviva el rumor (leyenda) ("verdad histórica"): el que desaparece de la lista, compra su libertad a precio de oro y huye por las azoteas, es don Ignacio de la Torre, casado con la hija de Porfirio Díaz. Más que ningún otro hecho, lo que distingue a la Redada es la presencia, certificada por el chisme masivo, del Primer Yerno de la Nación. Esto afianza la lealtad de la memoria histórica, no obstante la imprecisión de las noticias, el rumor debilísimo según el cual el participante 42 es una mujer, la ausencia de fotos y el nada más estar seguros de los nombres de tres: Jesús Solórzano, Jacinto Luna y Carlos Zozaya (lo más común durante las redadas es el olvido de la identidad). A los cien años de la razzia toda certidumbre se ha desvanecido, menos la presencia de Nacho de la Torre.
También se habla de la detención de jóvenes de "familias conocidas y de buena posición". El Popular delata: "Además de eso, va resultando que todos son pollos gordos, algunos riquillos que la portan; criados en paños azules." Los excluidos de la elite porfiriana aprovechan la oportunidad y cubren de estigmas a los privilegiados, que ni con eso dejan de serlo. La lista exacta de Los 41 nunca se divulga y ningún nombre conocido se publica. Se dice el pecado pero, si los pecadores tienen dinero, su identidad circula únicamente en los patíbulos del chisme, tan volátiles por lo común. Los gays de la elite, "invisibilizados" por su status, sólo padecen las asechanzas del rumor, y la excepción que desborda la regla es la aureola de Nacho de la Torre, del que se difunden sus excentricidades, su fortuna, su calidad de jinete consumado, sus desplantes y su homosexualidad, tan conveniente para los necesitados desuperioridad moral instantánea. En La feria de la vida (1937), José Juan Tablada evoca a De la Torre, relata sus relaciones con Porfirio Díaz, "visiblemente ceremoniosas y tirantes", y lo defiende tibiamente de su prestigio negativo: "En cuanto a otros rumores que la envidia desató en torno de aquel personaje, él mismo los invalidaba por los actos bien enérgicos de un cabal sportman, entre ellos su decidida admiración por el bello sexo, con todas sus consecuencias."
En la hacienda de don Nacho, en Morelos, trabaja por un tiempo Emiliano Zapata, quien —según la leyenda— va por vez primera a la ciudad de México como caballerango de don Nacho, y este viaje, también se dice, perfecciona su homofobia.
La pregunta persiste: ¿Por qué el dictador no consigue eliminar los rumores sobre su yerno? Tal vez porque, ciudad todavía chica, infierno divulgado, y porque ni siquiera el poder supremo desvanece las argucias del circuito oral.
¿Y a qué otros se les endilga el milagrito de Los 41? Además de Antonio Adalid, la información consiste en restos de habladurías. El periodista Alfonso Taracena cita con encono al periodista Jesús M. Rábago, y el chismerío antiguo de Sinaloa señala a un hacendado, el solterón Alejandro Redo, que manda construir un aviario de grandes dimensiones en donde pasa las tardes, "el pájaro entre los pájaros". Los demás "aristócratas de Sodoma" muy posiblemente se asilan en sus matrimonios o emigran.
Por el escándalo, a la visibilidad. Además del caso de Oscar Wilde, alcanzan repercusión internacional los procesos judiciales y de corte marcial en Alemania (1907-1909), donde se condena la relación homosexual del comandante militar de Berlín, general Von Moltke, y el diplomático Philipp Eulenberg, al que también se atribuye una relación con el Káiser. La Redada de los 41 participa de este surgimiento de la identidad sexual moderna, que estimula y estructura la idea pública de la sexualidad normal y anormal. En este orden de cosas, debe recordarse el atraso cultural de México en relación con Inglaterra y Alemania. Si México, como tanto se ha dicho, carece del equivalente de la Ilustración europea, ¿qué espacio queda para el saber científico sobre comportamientos de la diversidad?
En el envío de los homosexuales a Yucatán, a pagar con trabajos forzados su crimen, el número disminuye considerablemente. Son apenas 19. Sin temor de calumniar la honradez proverbial del aparato de justicia en el México de 1901, es seguro que 22 o 23 víctimas de la Redada compraron su libertad.
El baile de las Buenas Costumbres
Para entender el odio a lo diferente en el México de principios de siglo, conviene revisar la moral imperante durante la dictadura de Porfirio Díaz, en lo público estricta con todos, normales y "anormales" (en lo privado no les va tan mal a los heterosexuales promiscuos). A esta moral le indignan, por ejemplo, el adulterio, la pérdida de la virginidad antes del matrimonio, el sexo sin fines reproductivos, la exhibición de las piernas desnudas de las mujeres, el conocimiento de la anatomía. La masturbación, se afirma, causa daños irreversibles, entre ellos el florecer de vellos en la palma de las manos. Y sin definición alguna, se alaban el decoro, la dignidad, el pudor, la castidad.
Lo más significativo de la Redada de los 41 es, reiteradamente, la detención arbitraria de un grupo que se divierte una noche de sábado. En 1901 se alega que Los 41 "carecen de permiso", pero en las crónicas de la época no se menciona la exigencia de permisos o notificaciones previas de las reuniones. No se conciben siquiera los derechos civiles y humanos, y "el mal ejemplo" es delito suficiente. De allí el comentario de Daniel Cabrera, cuya frase explica las estrategias del silencio en torno a la homosexualidad: "La mordaza que ponen en nuestro labio el respeto al pudor y las buenas costumbres." Mencionar a "los sodomitas" no es sólo concederles existencia, sino despertar la curiosidad de los jóvenes, "ignorantes de las desviaciones del instinto". En México no está prohibida la homosexualidad, y esto se debe en muy amplia medida a la admiración desbordada por Francia. En 1791 la Asamblea Revolucionaria suprime las leyes contra la sodomía, en rechazo explícito de las prohibiciones judeocristianas. Durante el Consulado, Napoleón Bonaparte es el Primer Cónsul, y el Segundo Cónsul es JeanJacques de Cambacéres, que traslada al Código Napoleónico la despenalización revolucionaria de la homosexualidad, así persistan de manera irregular las detenciones por "atentados a la decencia". La ausencia de menciones específicas a la sodomía, además del alejamiento estatal de las nociones de pecado, y la presencia de Cambacéres, tiene que ver con el miedo a describir puntualmente el "acto más nefando":
Cuando se le pidió a Napoleón que se juzgase con severidad a un grupo de homosexuales arrestados en Chartres, el emperador precisó: No estamos en un país donde la ley tenga que ocuparse de este tipo de ofensas. La Naturaleza se ha encargado de que no sean frecuentes. El escándalo de los juicios penales sólo multiplicaría esa conducta. (Citado por Edmund White en The Flânneur.)
En América Latina, la adopción del Código Napoleónico es un gran avance. Según Rafael Gutiérrez Girardot, en Modernismo (FCE, 1988), este código civil, que liquida el ordenamiento feudal, constituye a la vez la legalización de la sociedad burguesa, y es la cima de la racionalización del derecho y el polo opuesto de la visión teocrática. Por eso, explica Gutiérrez Girardot, el tradicionalismo se opone al Código Napoleónico, adaptado en Chile por Andrés Bello en 1854, e implantado después en el resto de las repúblicas. Ante esto, los tradicionalistas, sin oposición alguna, establecen como espacio represivo "las faltas a la moral y las buenas costumbres", su magno instrumento persecutorio, que todavía hoy sigue sin definirse, aplicado drásticamente por las autoridades.
"¿Por qué me hiciste así, Dios mío, y no fui como mi hermana?"
¿Qué piensan de sí mismos los detenidos en el Baile de los 41? A estas alturas es imposible entrevistarlos y —a través de las circunstancias de la época— es imposible no entrevistarlos. Se califican de "huéspedes de la anormalidad", presidio de los pecadores y edén de los gozadores; se viven como mujeres atrapadas en cuerpo de hombres; se sienten víctimas de un perverso designio de Dios; se consideran arrastrados por el impulso que arrasa los controles de la religión. Su catolicismo los lleva a creerse en vísperas del fuego eterno y sólo aguardan el perdón de última hora. Por así decirlo, acechan el instante de su propia agonía para arrepentirse y salvarse. Así nacieron y así se han construido, no como homosexuales (el término no circula), sino como la especie doble o triplemente degradada: los maricones, sean clandestinos o no tengan ya nada que perder. Si, de acuerdo con Didier Eribon, el homosexual aprende a hablar dos veces, para su segundo aprendizaje los gays del Porfiriato anhelan el equilibrio entre la hipocresía (que es sobrevivencia) y el apetito sexual que, al desatarse, hace añicos las imposiciones de la Decencia.
El epíteto maricones es la sentencia implacable y es, en última instancia, la huida a través de la autoparodia y el ánimo orgiástico. Al no admitirse el orgullo, se ejerce el humor desesperado que, por sí solo, otorga a contracorriente las libertades al alcance. Esto sería el mensaje: "Si no me río de mí mismo no reafirmo mi humanidad." Y —de acuerdo con las evidencias de las generaciones siguientes— el punto de partida de la resistencia de los gays es la conversión del determinismo en relajo, de la culpa en desfile de modas, de la condena en ridiculización de las convenciones idiomáticas. En la mayoría de los casos se habla en femenino, no tanto por acatar el dogma unánime ("las locas están locas"), sino con tal de adecuar el lenguaje al comportamiento y apoderarse lingüísticamente de las licencias del acto heterosexual. Si, por así decirlo, los maricones no se burlan del Destino (que así los hizo), y no se ríen de paso de algunos de los axiomas sociales que tan cruelmente los vejan, jamás adquieren la identidad indispensable que es, a un tiempo, el abandono de las esperanzas y el regocijo de saberse vivos pese a todo. Las autoridades refrendan su vocación moral con arrestos, humillaciones y golpizas, y los maricones intuyen borrosamente sus derechos gracias al único y magno recurso: la persistencia de su conducta.
En las resonancias de la Gran Redada, el relajo es la justificación precisa para hablar del tema. A lo largo del siglo XX, el número 41 provoca la risa que acompaña al chiste circular. "Vamos a contar: 39, 40, 42." La expresión pertinente es "¿41? ¡Zafo!" (me zafo, me exceptúo): es la sustitución del juego de albures por el ingenio instantáneo, ese que se disipa junto a las carcajadas autocelebratorias. En Cancionero folclórico mexicano, Margit Frenk consigna dos coplas:
De aquellos que están allá,
no me parece ninguno:
el uno ya está muy viejo
y el otro es 41.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco,
cinco, cuatro, tres, dos, uno,
cinco por ocho cuarenta,
con usted cuarenta y uno.
Un número que aísla y veja a los homosexuales y ensalza, sin más, el sentido del humor de los que los chotean. Y el Baile de los 41 sirve además para identificar la sodomía con el travestismo, iniciando el recelo sobre una práctica que, hasta el 17 de noviembre de 1901, parecía en lo básico una recurrencia carnavalesca. En un artículo muy bien documentado, Alejandro García informa de un baile presidido por el gobernador del Distrito Federal, Pedro Rincón Gallardo, al que acude el dictador y la corte porfiriana, todos de etiqueta rigurosa; la novedad, según informa El Universal del 7 de septiembre de 1894, es la presencia de varios jóvenes disfrazados de mujeres, como un tal F. Algara, que asiste de demoiselle de compagnie. Algo semejante, fuera del periodo estricto de los carnavales, resulta ya imposible luego del Baile.
"Así que es epidemia"
Los poderes religiosos, sociales, culturales, penales, prohíben el análisis de la condición maricona, pero no evitan el vértigo, la libertad de movimientos en las horas del gueto, los chistes autolacerantes, los atavíos y las coreografías del desplante. La reflexión podría ir así: "Soy un condenado desde el nacimiento, pero mis temporadas en el infierno se alternan con los indultos sucesivos de la diversión, el relajo, el coito, el disfraz que es la adquisición por unas horas de la segunda piel, la más profunda, porque la elegí." Por la ley de las compensaciones psíquicas, el esbozo del gueto se convierte a sus horas en un espacio libertario sui géneris. Allí, la severidad de los juicios condenatorios queda neutralizada por el humor y la búsqueda del estilo.
¿Se percibe aquí lo que se llamará "el gueto gay"? Creo que no. Ni siquiera se dispone de las actas policiales, no se conservan diarios personales, ni testimonios de época. Se sabe cómo se afirma el mito de la virilidad, pero no cómo algunos escapan de su hegemonía. Todo o casi todo se adivina: la ansiedad en las albercas, las cantinas, los baños de vapor, los carnavales, los paseos del ligue. Pero si, antes de 1918 o 1920, no tiene demasiado sentido hablar de un gueto propiamente dicho, sí procede describir el proyecto, centrado en el "travestismo verbal", o como se le diga al uso implacable del femenino. Gracias a esto, los gays de fines del siglo XIX y principios del XX se evaden por momentos, y por el recuerdo de esos momentos, de las cárceles del comportamiento. Sin mutar de género y feminizar la realidad, y sin autodenigrarse, no se soporta la persecución.
El principio de identidad de Los 41 es el modo en que se les contempla y juzga. Como entidad social, el gay nace del estigma y del choteo, y en su caso las imágenes negativas resultan —si se admite la metáfora— el estanque del narcisismo inaugural. Un gay de 1901 habría tal vez dicho con otras palabras: "Me reflejo en la inmoralidad que me atribuyen y el asco que provoco, y de mi imagen pública, porque no lo puedo evitar, extraigo mi imagen íntima. Soy lo que me han obligado a ser, y a partir de allí y mezclando diversión y tristeza, soy algo distinto." Sin que nadie lo suponga o a nadie le interese, la condición de expulsado de las buenas costumbres conduce, si no a la —impensable— crítica de la sociedad, sí a la indiferencia ante la mayoría de los valores en uso. Según los testimonios de la generación siguiente, no hay gays superpatrióticos, ni abundan los interesados en el desarrollo de la sociedad.
Aunque no lo parezca, y por así decirlo, la Redada "inventa" la homosexualidad en México. Los que comparten las inclinaciones están al tanto de su buena suerte: pudieron formar parte de Los 41, y se salvaron al menos esa vez. (De allí la frase que en la década de 1950 aún circula: "De la redada de los 41 te salvaste, manita. Del infierno, todavía no.") Al precisar los límites de los homosexuales, la Redada descubre las fragilidades del determinismo. El estigma cubre a todos, pero los castigos físicos se ceban sólo sobre unos cuantos, y los demás no tendrán que barrer las calles en algún momento de su vida. Por más recelo que mantengan, por más en secreto que guarden su orientación, luego de la Redada los homosexuales de la ciudad de México ya no se sienten solos; de alguna manera, en el espíritu de la fiesta interrumpida, los acompañan Los 41, la señal de la existencia de la tribu. Si los homosexuales ya están allí —y el Baile delata una mínima pero ya sólida organización social—, la Redada, al darle a la especie un nombre ridiculizador, le imprime el sentido de colectividad en las tinieblas. Las anomalías ascienden a la superficie de la burla y la amenaza penitenciaria, y esta primera visibilidad es definitiva.
De la deshumanización de lo diferente
Lo relevante en la perspectiva actual del episodio de Los 41 es, desde luego, la negación absoluta de los derechos humanos y civiles de los homosexuales. A partir de ese momento, "se sienta jurisprudencia" y las represiones son legales, no porque correspondan a texto alguno, sino porque ya se han perpetrado con esa pretensión de legalidad. Y esto promueve las redadas incesantes, los chantajes policiacos, las torturas, las golpizas, los envíos a las cárceles y al penal de las Islas Marías sin motivo alguno. Sólo se necesita una frase en el expediente: "Ofensas a la moral y las buenas costumbres." No hace falta más, no hay abogados defensores (en el caso de los jotos, ni siquiera de oficio), no hay juicios, sólo caprichos judiciales dictados por "el asco". Y la sociedad, o la gente que se entera, encuentran normales o admirables estos procedimientos.
La Gran Redada le entrega a los gays de México el pasado que es, en síntesis, la negociación interminable con el presente. Vienen del momento de felicidad destruido por la gendarmería, y son una comunidad a pesar suyo, al ser todos susceptibles de razzias. De la madrugada del 18 de noviembre de 1901 a 1978, en la marcha conmemorativa del 2 de octubre, cuando desfila un contingente gay, los homosexuales han sido presa del pánico de la Redada, y que esto no es psicologismo lo exhibe la alianza de los atropellos policiacos y de la Redada moral: otra vez las detenciones, golpizas e insultos, y el desprecio, la ira y la congoja de los padres. Y sólo cuando el término gay se populariza, la Redada se ve interrumpida, no porque se elimine el ánimo persecutorio, sino porque la invocación de las leyes disminuye las razzias (excepción hecha de las de travestis) y prepara la irrupción de la voz pública de los que ya no admiten el silencio.
"Aquí debería ir tu nombre
pero no lo pongo porque es de hombre"
Por intercesión de Los 41, la homosexualidad se construye sobre bases penales y humorísticas. También, con la Gran Redada se inicia la "secularización" de la anormalidad, y una prueba trágica al respecto la dan los crímenes de odio, los asesinatos "porque sí" de los gays, tan frecuentes y tan atenidos, en última instancia, a la tradición de las hogueras que el Santo Oficio dedicó a los "sométicos" o sodomitas. ¿Qué distancia hay del "que las llamas purifiquen tu pecado" al "lo maté por maricón"? Sin que lo sepan los asesinos, y sin que dejen de actuar la consigna, los crímenes de odio contra los gays, esas orgías de saña en hoteles baratos, en departamentos y casas, son la reafirmación de las visiones teocráticas que extirpan el pecado de modo ejemplar.
Misterios de la semántica: con la palabra gay se introduce, casi al mismo tiempo, la defensa de los derechos humanos de los por ella representados. -
sábado, 5 de mayo de 2012
"Diario de un seductor" con Johnny Depp
VES, 19 DE ABRIL DE 2012
CINE › DIARIO DE UN SEDUCTOR, CON JOHNNY DEPP, SOBRE HUNTER THOMPSON
Pánico y locura (pero no tanta) en Puerto Rico
Por Horacio Bernades
Llamada originalmente The Rum Diary, Diario de un seductor no debe su título a la película en sí, sino al efecto que el protagonista, Johnny Depp, produce sobre buena parte de sus seguidoras. Si la costumbre se generaliza, la próxima de Matt Damon se llamará Casado con una argentina y alguna nueva con Al Pacino, El hombre que fue padrino. The Rum Diary confirma a Depp como albacea no oficial del escritor y periodista Hunter Thompson, inventor de esa forma de periodismo de aventura al que se dio el nombre de gonzo. Tras haber protagonizado Pánico y locura en Las Vegas, el otro yo de Tim Burton vuelve sobre la obra del ex colaborador de Rolling Stone, produciendo y protagonizando esta versión de su última novela. Que es, básicamente, una reescritura de aquélla, algo menos intoxicada, algo más amable, escrita también medio a los empujones.
Con el baúl lleno de químicos, el Thompson treintañero de Fear and Loathing in Las Vegas probaba hasta dónde resisten el velocímetro de un descapotable y el físico y cerebro propios. El de The Rum Diary, ya sesentón, recuerda con melancolía la resaca de tiempos postexceso. “Impresionante currículum”, piensa en voz alta el editor de un diarucho puertorriqueño (Richard Jenkins), a quien todavía no se le cayó el peluquín. Ya se le caerá. En gran medida inventado, el currículum de Paul Kemp (Depp) lo habilita para suceder, en la página de Horóscopos, al escriba anterior, muerto por violación en los andurriales de la isla. Novelista inédito, en dos semanas Kemp logra bajarse 186 botellitas del frigobar del hotel que el diario le pagó. Y eso que está tratando de dejar. Expulsado de su habitación, irá a compartir el sucucho donde viven el fotógrafo Sala (el gran Michael Rispoli) y Moberg (Giovanni Ribisi), un sueco que se pasa el día en batón, destilando ron y escuchando discursos de Hitler en vinilo. Al mismo tiempo, Kemp traba contacto con un grupo de poderosos inversores macartos que lo necesitan como jefe de prensa para “vender” un negocio sucio. Son los primeros ’60, Kennedy pelea las elecciones con Nixon y Cuba y la URSS están más cerca que nunca.
Armada de a pedazos, algunas zonas de The Rum Diary funcionan mejor que otras. Lo que mejor funciona es el costado antigringo, visto del lado gringo. Recién llegado, Kemp atraviesa, como el Mel Gibson de El año que vivimos en peligro, manifestaciones que no llega a comprender. Dos escenas largas y poderosas: en una, Kemp y Sala pretenden que los atiendan en el bar Cabrones, perdido en medio de la selva, y salvan el pellejo raspando; en la otra, el corrupto business man de Aaron Eckhart tiene que bancarse, en un bailongo, que los morochos le desnuden a su borrachísima chica (la muy convincente Amber Heard), sin que ella se resista precisamente. Algo así como Bajo el volcán desdramatizada, si alguien entiende el tono que The Rum Diary debe tener es Depp, que compone a la perfección un Jack Sparrow en tren de recuperación. Derivativa, sobreextendida e inconclusa, vista como picaresca sin pretensiones The Rum Diary es indudablemente placentera.
6-DIARIO DE UN SEDUCTOR
The Rum Diary, EE.UU., 2011
Dirección y guión: Bruce Robinson, sobre novela homónima de Hunter Thompson.
Fotografía: Dariusz Wolski.
Intérpretes: Johnny Depp, Aaron Eckhart, Michael Rispoli, Amber Heard, Richard Jenkins, Giovanni Ribisi y Bill Smitrovich.
martes, 1 de mayo de 2012
Tomás Eloy según Carlos Fuentes
MARTES 1 DE MAYO DE 2012
Tomás Eloy Martínez por Carlos Fuentes
Aquí compartimos con ustedes El escribidor de un país autoengañado, el texto que Carlos Fuentes escribió sobre Tomás Eloy Martínez en el diario El País, de España.
Fuentes por Román Rivas
Conocí a Tomás Eloy Martínez en el lejanísimo verano de 1962 y en un balcón suspendido sobre la avenida Quintana en Buenos Aires, en compañía de Augusto Roa Bastos, Ernesto Sábato y Francisco Petrone, admirando a nuestra anfitriona, la bellísima señora de Galli-Mainini. Temerosos de que el balcón no aguantara nuestro peso, porque como la República Argentina, el balcón crujía. Lo abandonamos en aras de la supervivencia pero también porque nuestra juventud estaba llena de proyectos de vida y trabajo que no merecían terminar destrozados en las aceras de la bella capital argentina. Para mí, la más bella ciudad de Latinoamérica.
Gracias a que el balcón no se cayó, pudimos disfrutar durante el siguiente medio siglo de una obra, la de Tomás Eloy Martínez, terrible y hermosa, puntual e imaginativa, recreación literaria de esa interrogante humana y política que llamamos "La Argentina".
De La novela de Perón a Purgatorio, pasando por Santa Evita, El vuelo de la Reina y Cantor de tango, Tomás Eloy nos indicó que si sólo pudiéramos vernos dentro de la historia, sentiríamos terror. Para superarlo, el novelista que fue -que es- Tomás Eloy no niega a la historia, sino que la resucita, la transforma, la reinventa para hacerla no sólo visible, sino comprensible.
Tomás Eloy Martínez escribió la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imaginó europeo, racional, civilizado, y un día amaneció sin ilusiones, tan latinoamericano como México o Venezuela, tan brutalmente salvaje como sus dictadores militares, tan brutalmente corrupto como sus políticos, tan ciego como todos ante las poblaciones de la miseria que fueron bajando hasta las avenidas porteñas, donde hoy recogen basura a la medianoche para comer.
Por decir esto, en La pasión según Trelew, Tomás Eloy fue perseguido y debió exiliarse. Su última novela, Purgatorio, viene siendo un espléndido resumen del terror, la imaginación y la esperanza argentinas. En Purgatorio, Tomás Eloy Martínez se propuso darle relevancia literaria a un tema que pesa sobre la política argentina: los desaparecidos, las prácticas brutales de la dictadura militar en los años 1976 a 1981. Prácticas llamadas, con eufemismo delirante, "Proceso de reorganización nacional". Apresar disidentes, torturarlos en presencia de sus mujeres e hijos, asesinar a toda persona sospechosa de leer, pensar o actuar de una manera desaprobada por la dictadura. Secuestrar niños, darles otro nombre y familia distinta.
Tan odiosa violación de la persona puede ser denunciada en un diario, en un discurso, en una manifestación, ¿cómo incorporarla a una ficción cuando la realidad rebasa cuanto la literatura puede imaginar?
Purgatorio relata la historia de una mujer, hija de un magnate argentino que apoya a la dictadura y participa de sus diversiones, al grado de invitar a Orson Welles a filmar el Campeonato Mundial de Fútbol, como Leni Riefenstahl filmó los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, bajo el régimen nazi. Emilia Dupuy, la hija del magnate, está casada con un cartógrafo, Simón Cardoso, obligado profesionalmente a recorrer el país, midiéndolo. La policía de la dictadura lo confunde con un terrorista y lo desaparece.
¿Dónde buscar a un "desaparecido"? Desesperada, Emilia sigue todos los itinerarios que su marido pudo tomar, Brasil, Venezuela, México y al cabo, los Estados Unidos, hasta el día en el que, establecido en una pequeña ciudad universitaria de New Jersey, Emilia reencuentra a su marido perdido.
Sólo que él sigue siendo un hombre de treinta años y su reaparición va a destruir la costumbre de Emilia: vivir recordando la ausencia del único hombre que amó y que, ahora, regresa con "una sonrisa llegada de muy lejos".
No diré más. Sólo añadiré que Orson Welles pone como condición para aparecer en la película que los militares hagan aparecer a los desaparecidos, ya que, en la novela, como en el cine, se pueden crear todas las realidades posibles, imaginar lo que aún no existe, y detener el tiempo.
Tomás Eloy Martínez buscó -y encontró- en la novela la realidad de lo que la historia ha olvidado. Y puesto que la historia ha sido lo que ha sido, la literatura nos ofrece lo que la historia no siempre ha sido y a veces, lo que nunca ha dicho. En la obra de Tomás Eloy, el lenguaje, portador de duda frente a la ideología, la certeza religiosa, el conformismo moral o la mascarada política, no puede dejar de lado ni a la ideología, ni a la religión ni a la moral ni a la política. La diferencia estriba en que la novela no puede ser dominada por ninguna de las cuatro. Por el contrario, puede presentar ideología, religión, moral o política como problemas, abriéndole la puerta a la interrogación, elevando el techo de la imaginación, descendiendo al sótano de la memoria y, sobre todo, dejando la ventana abierta a la palabra de Pascal: vengo a proponerles una duda.
La riqueza de la cultura argentina contrasta con la pobreza de su vida política y económica tal es el enigma de esa gran nación, planteada una y otra vez en la obra de Tomás Eloy: ¿Por qué, teniéndolo todo, la Argentina acaba teniendo nada? ¿Por qué la cultura vigorosa e ininterrumpida de la República del Plata no le da vigor y continuidad a su vida política?
Tomás Eloy Martínez nos advierte, desde su vida, desde su muerte, que cuando al cabo entendamos nuestra historia, podemos entender sus abismos y sus cumbres y, a partir de eso, conocer la verdad.
Tomás Eloy Martínez, como pocos, nos acercó a la verdad, huidiza, interminable, como la libertad misma.
Publicado por fundaciontem en 14:1
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