Un libro para el verano
Domingo 19 de Febrero de 2012 |
Un policial griego
Por Carmen Perilli*
Las ficciones policiales, novelas y series, me seducen desde que mi madre puso en mis manos la colección de El Séptimo Círculo, dirigida por Borges y Bioy. En estos últimos tiempos sigo a renovadores del género como Henning Mankell, Andrea Camillieri y Leonardo Padura que la han convertido en la novela social de nuestro tiempo. Mi enamoramiento de la serie del comisario Kostas Jaritos del griego Petros Markaris ha pasado a engrosar la lista. Recomiendo la lectura de toda la serie y en este caso en particular acabo de terminar dos novelas. La última Con el agua al cuello (2011) y, después de revolver librerías, Defensa cerrada (2006). La obra entrelaza el mundo del crimen con la historia de vida, presentada con un distanciamiento brechtiano. La biografía del entrañable Jaritos devorador de diccionarios está llena de humor. Los lectores saboreamos las quejas y los tomates rellenos de mujer Adrianí, los sinsabores de su yerno el médico Yannis y el desempleo de su hija doctorada en abogacía. La cotidianeidad de la familia le permite a Markaris representar la tumultuosa Atenas. Kostas, un policía que conoció la dictadura, toma distancia de la política griega y muestra crudamente un mundo convulsionado por la violenta modernidad en su efímera pertenencia a la eurozona. Los casos de Jaritos están vinculados a las mafias políticas y económicas, a las migraciones forzadas de albaneses y turcos y a la pobreza creciente de la población. Con el agua al cuello comienza con el casamiento de Katerina y se centra en el asesinato de banqueros. Los indignados aparecen como sospechosos principales y la consigna "No paguéis a los bancos" va a despistar al azorado Jaritos. Otra de las notas es el humor, a veces negro, pero que no deja de arrancar la carcajada del lector.
Resulta fascinante encontrar una Atenas distante de la Atenas clásica, construida románticamente por el turista. Nos movemos por una Atenas violenta cosmopolita casi infernal. En la literatura policial siempre hay un orden, el de la lógica y la verdad. Nuestro lector de diccionarios Kostas Jaritos, se convierte, por un momento, en el pequeño héroe cotidiano. © LA GACETA
* Doctora en Letras, profesora de literatura hispanoamericana de la UNT.
Ficha
Título: Con el agua al cuello
Autor: Petros Markaris
Género: Policial
Editorial: Tusquets
Año de publicación: 2011
Fragmento
"No me da tiempo a leerlo porque el semáforo se pone en verde y los conductores de atrás empiezan a tocar el claxon. Todos los postes y los trozos de pared que quedaban libres en la avenida están empapelados con el mismo cartel. Paso al carril de la derecha y me paro delante de un poste a la altura del Hospital Hipocrático. Tengo que bajar del Seat para leerlo.
En el cartel, enmarcado en rojo, está escrito con gruesas letras negras: «¡no paguéis lo que debéis a los bancos!». El comentarista del noticiario y Adrianí tenían razón, pienso. Pronto habrá manifestaciones en apoyo del asesino y tendremos que sacar a la calle las fuerzas antidisturbios para imponer el orden. No me quedo para leer el resto; con la primera frase me basta.
Si pudiera, cargaría el Seat a la espalda y correría calle arriba, para llegar antes al trabajo. En la curva de Ambelókipi, nervioso, vuelvo a detenerme ante un semáforo. Dejo el coche en el aparcamiento de Jefatura y subo como un rayo a mi despacho. Llamo a Vlasópulos y a Dermitzakis y les pregunto si han visto el cartel.
-¿Cómo no vamos a verlo, señor comisario? -contesta Vlasópulos-. Han empapelado la ciudad entera. Ni el Partido Comunista es capaz de tal despliegue.
A punto estoy de llamar a Guikas cuando se me adelanta Stazakos.
-¿Has visto el cartel?
-Lo he visto -digo.
-Todo tuyo.
-¿Qué quieres decir?
-El cartel no es cosa de la Antiterrorista ni tiene que ver con los asesinatos. Algún loco ha emprendido una campaña contra los bancos. Encárgate tú, así estarás entretenido. -Y cuelga el teléfono.
Trato de no cabrearme y llamo a Guikas, que me invita secamente:
-Sube enseguida.
Me lo encuentro hojeando los periódicos de la mañana, que están desparramados por su escritorio.
-¿Ha visto los carteles? -pregunto.
-Ojalá fueran sólo carteles -responde y me tiende un periódico.
La primera plana entera reproduce el contenido del cartel. Ahora puedo leerlo tranquilamente".
domingo, 19 de febrero de 2012
La musa de los pintores

la gaceta literaria
ENTREVISTA A ADRIANA CHAVES
La musa de los pintores
Domingo 19 de Febrero de 2012 | Deslumbró y fue retratada por dos de los más grandes pintores argentinos y por uno de los mayores artistas de Tucumán. Antonio Berni, Lino Spilimbergo y José Nieto Palacios fueron seducidos por la belleza de la tucumana que transformó esas experiencias en poemas. Esos textos la convirtieron en una de las autoras destacadas de la provincia. En esta entrevista habla de algunas de esas experiencias y de los libros que surgieron de ellas. Julio R. Estefan para LA GACETA - Tucumán.
Ariadna Chaves me abre las puertas de su casa con genuina generosidad. Es una buena anfitriona y le gusta recibir visitas. Por supuesto, ella es el centro de atención de quienes nos acercamos hasta su domicilio en el oeste de San Miguel de Tucumán. Es una figura de la literatura tucumana que ha sabido ganarse un lugar destacado entre los escritores de su generación y que, con humildad, sabe reconocer entre ellos a sus mentores y amigos: Guillermo Orce Remis, Horacio Descole, Manuel Corbalán, Antonio Palacios, Arturo Álvarez Sosa, Leonor Vasena, entre otros.
La casa ocupa buena parte de su tiempo, repartido entre el jardín, que cuida personalmente, y las tareas domésticas que, confiesa, a veces la agobian demasiado.
Comenzamos nuestra charla, totalmente distendidos, alrededor de su escritorio, donde las fotografías rescatan fragmentos de su pasado, mirándonos displicentemente bajo el vidrio que las cubre.
- Naciste en Tucumán…
- Sí, en la calle Congreso 553. Hasta hace poco todavía estaba allí la casa donde nací. Recuerdo que la puerta tenía cristales de Bruselas, simplemente porque no había en la Argentina… Era una casa preciosa…
- Sin embargo, pasaste tu infancia en el Chaco por el trabajo de ferroviario de tu padre.
- Así es. Me deben haber llevado a los cuatro o cinco años. Y allí, en el campo, me senté una noche a mirar las estrellas y entonces me di cuenta que quería desaparecer, quería que me absorbiera el cosmos. Lloraba. Y sólo pensaba que quería desaparecer. Recuerdo que estaba sentada en una silla chiquitita, me levanté de la cama y me senté bajo la bóveda azul del cielo, que en el campo y en las noches del Chaco santiagueño, era extraordinaria. Y allí sentadita en esa silla chiquitita, quería deshacerme, confundirme con el cosmos. Yo no conocía aún la palabra cosmos, pero miraba el cielo, lloraba, y quería desaparecer, que me llevaran las fuerzas celestiales. ¡Qué misterio! No es literatura, eh, es real.
- ¿Y usaste todos estos elementos en tu primer libro?
- No, en realidad no. Mi primer libro de poesía representa, ante todo, la pasión. A mi niñez aún la tengo que rescatar. Desde que he venido a esta casa me dedico a la construcción, y a cuidarla. Pero todo eso continúa en mí.
- Cuéntame de tu primer libro, ¿cómo nació?
- Canciones de la víspera apareció en abril de 1951. La edición estuvo a cargo de Violetto, una de las imprentas más importantes de Tucumán en ese entonces. Trabajaron a destajo: en un mes estuvo listo e inmediatamente salió a la venta.
- ¿Tenían algún canal de distribución?
- No sé, pero recuerdo que llegó hasta Rosario. Varias crónicas se hicieron eco del lanzamiento. Hizo capote entre los estudiantes de la Facultad de Filosofía. Los muchachos andaban con este libro bajo el brazo, porque era un libro de amor, audaz para la época. Y ellos recitaban de memoria los poemas. Te imaginarás que en la Facultad era considerada una "diosa". A partir de entonces ya no podía estudiar. Todo ese mundo de bohemios y artistas que comencé a frecuentar no me permitía estudiar. A veces entraba a clases, tarde, con un vestido rojo, de una tela que se ajustaba al cuerpo y que llegaba hasta debajo de rodilla… Te imaginas, ¡ahí nomás se interrumpía la clase! Me reía, me divertía con los relatos de mis compañeros cuando entraba a la facultad. Pero ya había publicado un libro y, para ellos, era famosa.
- ¿Qué relación existe entre tu primer libro y el pintor Carlos Castillo?
- Se llamaba Carlos Santor Castillo, le decían "Tocho" y en Perú fue un pintor muy importante. Él fue mi primera pasión. Un día me vio con una rosa roja y me pidió que posase para terminar "Yerma". Y le dije que sí. Iba todos los días a su taller, que estaba en el parque 9 de Julio, donde ahora está la Casa Municipal de Cultura. Tenía una habitación donde me cambiaba, me ponía una bata verde y debajo… ¡nada! Luego, salía al taller, me sentaba en una banqueta y dejaba caer la bata. Me quedaba dura. No movía ni un pelo. Y él hacía su trabajo en el lienzo. Al principio, sólo se dedicaba a pintar, pero, con el tiempo fueron apareciendo otras intenciones. Por supuesto que yo no accedía y me mantenía firme en mi negativa. Una tarde me invitó un whisky, luego otro… y nos terminamos una botella. Creyó que así me iba a doblegar, pero no, y él, quizá como sintiéndose herido en su orgullo, me dio una tremenda bofetada y me corrió del taller. No volví en un mes, aproximadamente. Cuando lo hice, fui directamente a la pieza donde me cambiaba, me desnudé, entré al taller, le pedí que se tendiese en la cama que había allí y, sucedió lo que tenía que suceder. Por eso digo que fue mi primera pasión. El libro está inspirado en toda esa experiencia.
- ¿Y después qué sucedió?
- ¡Quería que me fuese con él! Me pidió que fuera a la estación del ferrocarril y que, si había decidido acompañarlo, llevara mi valija. Me presenté con una rosa en la mano y una botella de grapa. Sin equipaje. Y así supo que no lo acompañaría. El tomó la rosa pero rechazó la grapa. Volví a mi casa en compañía de Nieto Palacios. Era tarde, de noche y llovía intensamente. Volvimos caminando y en el camino Nieto abrió la botella de grapa. Él estaba acostumbrado, pero yo no. Sin embargo, nos tomamos la botella entera antes de llegar a mi casa. Nos sentamos en el umbral y nos quedamos hasta las cuatro de la mañana.
Me amanecí con Nieto Palacios y él se enamoró de mí. En realidad, Nieto estaba enamorado del batón verde… Bueno, ahí comenzó una relación con Nieto, un tipo medio "loco", pero ¡qué buen pintor! Aquí no se lo ha valorado…
- Noto que, en tus relaciones amorosas, hay una constante con los pintores.
- Y no sé. Son coincidencias.
- O tienes algo especial con los artistas plásticos.
- No. Coincidencias. No sé por qué. No sé por qué apareció Castillo, ni por qué, cuando lo despido, Nieto Palacios, que también era pintor, me acompañó. Y luego apareció Berni…
- Volvamos a tu primer libro.
- Bueno, cuando se fue el tren, yo me encerré, tres días, viernes, sábado y domingo, tres noches en realidad, y así salió el libro. Le leí los poemas a Nieto y me dijo: Ya, como están los manuscritos, vamos a Violetto, te voy a presentar para que te hagan el libro. No, pero cómo lo voy a pagar. Con el primer sueldo, me dijo. Y así fue. La tapa es de Nieto y también las ilustraciones del interior. El se preocupó. Esa fue su forma de vivir ese amor que no tuvo. Colaborar con esto, porque él sabía que el libro era para Tocho. Puedes leer en el acápite: "No sé si estoy cerca o lejos de las cosas". Todo es así: no es literatura, es realidad que devino en literatura.
- Berni te homenajeó haciéndote un retrato que aparece en la tapa de tu libro La flor al dueño. ¿Cómo fue tu relación con él?
- Fue breve pero intensa. Yo había viajado a las Termas de Río Hondo, donde debía encontrarme con Spilimbergo. Él me presentó a Berni y, según Berni, le impactó mi rostro expresivo. Recorrimos Las Termas y, por la noche, me enseñaba el nombre de las constelaciones. El era un apasionado de la astrología. Y así se inició el romance que me marcó para toda la vida. Fueron unos 15 días que vivimos en Las Termas, en una casa amarilla que él alquiló. En una carta que me escribió en 1959, me dice: "Yo creía que el erotismo, como el búho, despertaba sólo de noche…". Claro, él nunca había hecho el amor de día. En cierta forma, yo lo inicié, en medio del monte, tirados en la tierra entre las pencas y los árboles, bajo el cielo santiagueño. Es lo que pintó después en otro retrato que me hizo y que está en mi estudio. Bueno, después no separamos, quizá porque no estábamos destinados el uno para el otro. Cuando murió, me sentí muy mal. Murió de un modo extraño: estaba en un restaurante comiendo y se atragantó con una presa de pollo o pescado, lo llevaron a un hospital donde le hicieron una traqueotomía, con tan mala fortuna que murió.
Con todos los recuerdos en la memoria, Ariadna queda en su casa, pensativa y nostálgica mientras la noche avanza. Me despido hasta otro momento y prometemos concretar una serie de proyectos de la mano de su eterna poesía, de sus versos siempre apasionados y vigentes. © LA GACETA
Nota sobre la crónica-Fundación Tomás Eloy Martínez

El fotógrafo guatemalteco de tan solo 15 años realizó esta fotografía que pertenece a la ONG Fotokids. / MIGUEL LOARCA
Si darle nombre a un hecho, a una cosa, a un fenómeno, es traer ese hecho, esa cosa, ese fenómeno al mundo, hubo un tiempo en que nada de lo que existe existía. Un tiempo —no tan remoto: 1996, 1997— en el que no existían los llamados “cronistas latinoamericanos” (ni revistas que los publicaran, ni antologías que los antologaran) y en el que la palabra “crónica” se usaba, en los países de América Latina, para mentar las más diversas cosas —los despachos urgentes, las notas policiales, las columnas—, pero en pocos o en ninguno designaba lo que hoy se conoce como tal: historias de no ficción que requieren largos trabajos de campo y que se narran utilizando recursos formales de la literatura de ficción. Hubo un tiempo, no tan remoto, en el que no había cronistas ni crónicas sino periodistas dispersos que, en medios que solo a veces coincidían con aquellos en los que trabajaban para ganarse el pan, escribían artículos —a los que llamaban, precisamente, artículos— que se parecían más a una pieza de nuevo periodismo norteamericano que a una noticia de periódico, inspirados, probablemente, en aquellas formas gringas y en algunos referentes latinoamericanos (Juan Villoro, Tomás Eloy Martínez, Martín Caparrós, por nombrar a los más evidentes) que habían insistido en cultivar ese género multinominado (cuyos orígenes no intentan repasarse aquí) con tozudez y empeño. Después, hace poco más de quince años, algunas cosas empezaron a pasar. A mediados de los noventa, en Cartagena de Indias, bajo la tutela de Gabriel García Márquez, apareció la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), que propició talleres bajo la guía de autores como la mexicana Alma Guillermoprieto o el argentino Tomás Eloy Martínez. Siguió, a eso, el surgimiento de revistas —las colombianas Gatopardo, El Malpensante, SoHo, y la peruana Etiqueta Negra—, que comenzaron a publicar a aquellos periodistas dispersos, y a sus referentes tozudos, y dibujaron el mapa aún borroso de un futuro que nadie veía venir. Apenas antes o apenas después, o incluso durante, aparecieron las revistas argentinas Rolling Stone y Latido y las chilenas Fibra y The Clinic, que siguieron el mismo camino. En 2001, la FNPI lanzó la primera edición del Premio Cemex-FNPI para trabajos periodísticos de este tipo. Ya entrado el siglo XXI surgieron Marcapasos en Venezuela, Pie Izquierdo en Bolivia, Lamujerdemivida en Argentina, y revistas más tradicionales como Sábado y Paula, de Chile, y Letras Libres, de México, reforzaron sus contenidos del género. En 2010, la Universidad de Guadalajara y la Escuela de Periodismo Portátil, del chileno Juan Pablo Meneses, lanzaron el Premio Las Nuevas Plumas, destinado a periodistas jóvenes. Y en algún momento la palabra “crónica” aterrizó como el dios nominador de todos esos textos, y “cronistas” fue el nombre que se usó para mentar a quienes los escribían.
Si las casas editoriales de Latinoamérica mostraron, ya a mitad de la década pasada, interés por reflejar esa producción, ahora el género —al que algunos prefieren llamar periodismo narrativo— parece haber despertado el interés de las editoriales españolas: a la colección Crónicas, de Anagrama, se suman La Ficción Real, de Debate; títulos en editoriales independientes como Libros del K.O.; y las apariciones de Antología de crónica latinoamericana actual que, a cargo del colombiano Darío Jaramillo Agudelo, publica Alfaguara y reúne a 48 autores latinoamericanos, y Mejor que ficción que, a cargo del español Jorge Carrión, publica Anagrama y reúne a 21 autores hispanoamericanos. A todas esas cosas que pasaron, que pasan, algunos las llamaron auge, otros las llamaron boom, y otros no quieren ni oír hablar. ¿Qué es lo que pasa, si es que algo pasa, con la crónica en Latinoamérica?
Una crónica es una historia de no ficción que requiere trabajo de campo y se narra usando recursos de la ficción
—A fines de los ochenta había muy poco espacio, por no decir ninguno, para publicar, dice el argentino Martín Caparrós, cuyo trabajo sostenido dentro del género y su libro de crónicas seminal, llamado Larga distancia (Planeta, 1992), inspiraron a muchos periodistas de la generación siguiente. Ahora es más fácil, gracias a ese succès d’estime, ese éxito de un fracaso, de la crónica. Es un éxito que no incluye el que los editores, que deberían buscar este tipo de textos para sus medios, lo hagan. En los medios sigue siendo difícil publicar crónicas. Ese éxito de corrillo hace que se haya vuelto un género prestigioso, y que haya editores que quieran tenerlo en sus colecciones. La FNPI se las arregló para producir una generación de periodistas que sabían que lo que hacían no era muy atractivo, pero sospechaban que había una especie de más allá que sí lo era. Los talleres de la fundación mostraban la posibilidad de ese más allá. Ese trabajo se complementó con el de las revistas. Y entre todo esto se armó el mito de la crónica. Eso, para los que la escriben. Habría que ver si cumplen alguna función para los que la leen, si es que alguien las lee.
Jaime Abello, director general y cofundador de la FNPI, dice que cree que, si hubo alguien que fue asertivo en señalar que había que trabajar propiciando la crónica, fue García Márquez.
—La fundación nació con ese mandato. Empezó en abril de 1995 con un taller que se llamó Taller de Crónica, con Alma Guillermoprieto. En los últimos 15 años se han creado revistas, no se ha parado de producir crónica, y empezaron a publicarse más libros. Pero aunque la crónica ha ganado más mercado, sigue siendo de nicho. ¿Eso significa que no pasa nada? No. Aquí hay algo. Pero es producto de un trabajo sostenido. Ahora estas editoriales españolas hacen antologías y cuando se hacen antologías es porque hay un campo y un reconocimiento.
"Puede que el nuevo 'boom' latinoamericano se esté dando en forma de periodismo", dice el director de 'El Malpensante'
Margarita García Robayo es colombiana y fue coordinadora de proyectos de la FNPI. Ahora vive en Buenos Aires, donde es directora ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez, creada por voluntad del escritor y periodista argentino con el fin de apoyar la obra de ficción y no ficción de autores de Latinoamérica.
—La FNPI, dice, instaló referentes contemporáneos y latinoamericanos, y además dijo: “Esto se llama crónica, y la hacen estos tipos y se puede hacer así”. Al nombrarlo, le dio un estatus. Pero creo que si hay un boom se restringe a gente que escribe periodismo, y que los buenos siguen siendo los de siempre. No hay mucho recambio.
En 1999 surgió en Colombia, con alcance continental, la revista Gatopardo, fundada por Miguel Silva y Rafael Molano, que mezcló firmas de fuste con las de quienes formarían la nueva generación de cronistas latinoamericanos.
—Nuestra obsesión por crear una revista dedicada a la crónica, dice Molano, que hoy reside en México, donde dirige la revista GQ, nació, sobre todo, al ver el desolador panorama que existía en nuestra región, con grandes excepciones personales. Ante la ausencia, que yo sepa, de otros medios interesados en el asunto, fuimos pioneros en emocionar a lectores y periodistas ante la idea de leer y escribir buenas historias. Ahora la crónica tiene sentido para muchas más revistas.
Mario Jursich es director de El Malpensante, una revista que tanto puede publicar un perfil sobre el compositor de vallenatos Emiliano Zuleta como dedicar una edición entera al diario de una joven médica colombiana en Afganistán.
Imagen de la ciudad de Tijuana, México, tomada en 1991. / ALEX WEBB (MAGNUM)
—Hacia 2003 había conciencia de que la crónica estaba pasando por un momento de auge, pero la teníamos quienes hacíamos revistas, los practicantes del género y un grupo de lectores pequeño. Es solo ahora que el público general empieza a darse cuenta de que la crónica está viviendo una época de oro. Aunque algunos diarios nunca han dejado de publicar crónicas, lo cierto es que el periodismo narrativo es un género de revistas. En contraste, los grandes medios le han dado la espalda, lo cual revela hasta qué punto ha llegado la desconexión de las majors con el rumbo de su oficio.
El colombiano Alberto Salcedo Ramos es autor de El oro y la oscuridad (Debate, 2005), y La eterna parranda (Aguilar, Colombia, 2011). Él, como otros de su generación, aprendió el oficio de forma casi cerril.
—Quería contar historias, pero no tenía maestros. En aquellos años el cronista era visto como alguien perezoso, mientras los demás miembros de la familia sudaban la gota gorda para cumplir la cuota informativa diaria. Yo no estoy seguro de que esa percepción haya cambiado. Pero muchos creemos en el valor literario del género y no pensamos que sea un oficio menor, un trampolín para después volar hacia instancias más altas.
Gabriela Wiener es peruana, autora de dos libros —Sexografías (Melusina) y Nueve Lunas (Mondadori)—, y vive en Madrid donde trabaja como editora de Marie Claire.
—Etiqueta Negra fue mi escuela. Allí ponían tu nombre junto al de Villoro y Jon Lee Anderson en la portada e intuías que eso tendría consecuencias. Fue como una inversión a futuro, porque colaboramos por amistad y por fe, gratis. Este puede ser un momento dulce, en el que aparecen estas antologías, pero hay menos espacios y menos dinero. Yo vivo de mi trabajo en Marie Claire y gracias a eso de vez en cuando puedo permitirme escribir una crónica.
Elfaro.net es un periódico digital que se hace desde El Salvador. Allí, coordinando un equipo de investigación que tiene el auspicio de The Open Society Foundations y Catholic Organisation for Relief and Development Aid, trabaja Óscar Martínez, autor de una serie de historias —sobre inmigrantes indocumentados centroamericanos en México— que, en 2008, formaron el proyecto En el camino.
—Los medios pagan tarde, y suelen creer que te hacen un favor publicando tu sueño de escribir mucho. Pero en Elfaro encontré un medio al que solo le interesa la calidad del periodismo y pedimos dinero a organismos que empiezan a creer que la información vale tanto como la alimentación de campos de refugiados.
Daniel Samper Ospina, director de la colombiana SoHo, ha propiciado proyectos de largo aliento (como el perfil del cantante de vallenatos Diomedes Díaz, que le tomó años a Alberto Salcedo Ramos), y no dudó en dedicarles 40 páginas cuando hizo falta.
—Hay más jóvenes escritores que ya no piensan en escribir una novela sino en hacer grandes crónicas, porque han surgido espacios. Pero los vicios de los jóvenes escritores de periodismo literario son, a veces, querer engendrar textos que tengan más de literario que de periodismo y la fácil confusión, que advierte muy bien Caparrós, de hacer textos no en primera persona sino sobre la primera persona.
El mexicano Guillermo Osorno tomó la dirección de Gatopardo en 2006 y, en 2008, debió renunciar a su distribución continental, pero, como parte de los avances y retrocesos que forman parte del periodismo latinoamericano, la revista tendrá, desde febrero, una edición ecuatoriana.
—Hay una nueva generación de periodistas que se formaron leyendo estas revistas, y de editores que inventaron un oficio que no existía, dice. A su vez, esos cronistas se han volcado de lleno al periodismo narrativo, no escriben crónica entre novela y novela. Pero ¿sabes para mí qué sería el signo inequívoco del boom? Sentarme con las patas encima de mi escritorio a esperar a que lleguen a mi cuenta de correo textos arrebatadores, después de que los autores estuvieron con toda calma investigando sus temas, y poder pagar lo justo por esos textos. Y no. Pero sí veo una confluencia de voluntades por hacer periodismo narrativo. Es probable que el gran catalizador haya sido la FNPI y las revistas.
—El espacio para publicar se ha reducido a tal grado que ya solo queda ese interés repentino por la crónica en España, dice el mexicano Fabrizio Mejía Madrid, autor de, entre otros libros, Días contados (Debate, 2012). Lo que nosotros hacemos —ir al lugar, hablar con los entrevistados— parece un oficio inútil en el periodismo virtual. Somos los epiloguistas del contacto sin mediaciones. Hoy “contactar” es escribir un correo. El hecho de que hayamos pasado de los periódicos a los libros no sólo señala un repentino prestigio, sino una angustia por preservar la historia del instante que ya nos ha pasado.
—Escucho que ya no hay lectores para este tipo de textos, dice Patricio de la Paz, editor del suplemento El Semanal, que empezó a salir en 2011 con el periódico chileno La Tercera. Pero si no hacemos un periodismo que enseñe a la gente a reencantarse con leer textos de largo aliento, nunca tendremos ese público. Hay que invertir en narración hasta crear el hábito.
—Creo, en todo caso, que hoy gozamos de cierto prestigio, dice Salcedo Ramos, pero la idea de pertenecer a una corriente que quizás fue transgresora y que se ha convertido en una fiebre generalizada no me resulta estimulante. Me preocupa que quienes se arriman hoy al género tengan la actitud de quien practica un deporte de moda.
—Sí veo un interés mayor por ser autores de crónica, pero me da miedo la endogamia, que nos estemos leyendo entre nosotros, dice Cristian Alarcón, periodista chileno que vive en la Argentina, autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Norma, 2003) y Si me querés, quereme transa (Norma, 2010). A veces pienso si esa hiperinflación sentimental de la crónica produce una moda. La crónica aparece como lo que hay que hacer para tener prestigio.
—En el Premio Las Nuevas Plumas hemos recibido más de trescientas crónicas inéditas, dice el chileno Juan Pablo Meneses, fundador de la Escuela de Periodismo Portátil y autor de Hotel España (Iberoamericana). Ahí está el auge. El financiamiento, el sitio donde publicarlas, el pago, puede ser un fracaso, pero no tiene que ver con la esencia de contar una historia real, sino con la parte administrativa.
Sin embargo, esa parte administrativa es, para muchos, no una entelequia fantasmal sino la respuesta esquiva a la pregunta insoluble de por qué deben ocuparse en trabajos que detestan para poder hacer, cada tanto, lo que les gusta, ya que, aunque hay revistas que pagan bien, los cronistas latinoamericanos suelen llevar a cabo sus proyectos personales gracias a los malabares del multiempleo.
—La precariedad siempre ha sido la forma en la que hemos trabajado los latinoamericanos, dice Caparrós. Siempre tuve claro que si uno quería hacer eso se lo tenía que buscar por su cuenta, que nunca era aquello para lo cual te contrataba un medio grande.
El título de la antología de Anagrama, Mejor que ficción, y la frase de contraportada de la de Alfaguara —“la crónica periodística es la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy día en Latinoamérica”— recogen un postulado que se repite: que la no ficción hispanoamericana produce, ahora, formas y relatos más interesantes que la ficción.
—La industria editorial, dice Mario Jursich, está atravesada por la esperanza de que surja un grupo de autores que reemplace a los del boom. Y no advierten que es posible que el segundo boom esté frente a ellos, pero en forma de periodismo. El periodismo narrativo ha traído unos ritmos, un punto de vista y unos tonos que pueden causar el mismo asombro maravillado que se tuvo en los años sesenta con aquellas novelas.
—Yo no creo que sea así, dice Martín Caparrós, pero si hubiera novelas con mucho peso circulando no se podría siquiera decir eso. La enunciación de esa idea tiene que ver con que no hay grandes novelas dando vueltas.
Si hay varias revistas latinoamericanas dedicadas al periodismo narrativo hubo, también, proyectos con suerte diversa. Pie Izquierdo, que dirigía Álex Ayala en Bolivia, se sostuvo por ocho meses hasta que sus fundadores se quedaron sin un peso. La venezolana Marcapasos nació en 2007, y tuvo 10 ediciones antes de retirarse al espacio digital por falta de anunciantes.
—Ese llamado de la FNPI a mejorar el periodismo latinoamericano, dice una de sus fundadoras, Sandra Lafuente, ha recibido una contestación que continúa en la testarudez por sacar nuevas publicaciones con pocos recursos, como bien sabemos hacer las cosas en Latinoamérica, donde eso que ahora en Europa llaman crisis ha vivido con nosotros durante generaciones.
En 2011, el argentino residente en España Hernán Casciari lanzó la revista Orsai; el periódico mexicano El Universal comenzó a editar el suplemento Domingo; el chileno La Tercera, El Semanal, y en abril verá la luz Anfibia, una publicación digital que dirige Cristian Alarcón, todos proyectos dedicados al periodismo narrativo, a los que se suma Radio Ambulante, que lleva, al formato de la radio, la estética de la crónica. Pero en España no parece haber muchas iniciativas de este tipo, más allá de excepciones como las redes Periodismo Humano y FronteraD y algunos medios tradicionales que siguen haciendo lugar al género cada tanto.
—Es probable, dice Martín Caparrós, que la crónica sea un recurso de sociedades que se ven más en formación que una sociedad como la española, que en los últimos años se creyó tan hecha, tan completada. Quizás por eso los españoles no hagan mucha crónica. La crónica es un intento de entender una cosa muy turbulenta, en el sentido de que los rápidos de un río te dan la sensación de que hay mucho más que mirar que cuando un río discurre plácido.
Quizás esa misma sobreabundancia de conflicto incida en la que muchos señalan como una de las mayores falencias del periodismo narrativo latinoamericano: su habilidad para abordar temas relacionados con la violencia y lo freak que contrasta con su casi absoluta indiferencia por temas relacionados con el poder o cualquier forma de felicidad.
—La crónica de los últimos años se ha convertido en un bestiario poblado por criaturas exotizadas, dice Boris Muñoz Boris, venezolano, autor de Despachos del imperio (Mondadori). Es sorprendente que una generación que ha tratado de sacudirse los lugares comunes del realismo mágico y el boom termine sucumbiendo ante ellos.
—Lo que debe alucinarlos es que escribimos como si escribiéramos desde Marte: las revistas europeas nos pedían textos de Etiqueta Negra, y siempre eran sobre los personajes más freaks, dice Daniel Titinger.
Titinger es peruano, autor de Dios es peruano (Planeta, 2005) y del incipiente Cholos contra el mundo (Planeta, 2012). Ahora dirige el periódico deportivo Depor pero fue, durante dos años, editor de Etiqueta Negra, donde complementaba un sueldo de 300 dólares con trabajos varios.
—No hay nuevos autores y los más jóvenes creen que se trata de conseguirte al tipo más loco del mundo y escribir sobre él de la forma más parecida a un poema posible. Y si hablamos de lo económico, bueno… Pero lo extraño es que queremos seguir haciéndolo. Yo tengo un trabajo que implica 12 horas al día, y aun así quiero seguir contando historias. Escribir una crónica te provoca estrés, no duermes, te obsesionas, pero es lo que te hace feliz. Y no escribes por dinero ni por fama. Escribes para no estar triste.
viernes, 17 de febrero de 2012
Llega un hombre y dice -Nota de Alicia Plante

DOMINGO, 9 DE OCTUBRE DE 2011
Tabla rasa
El siempre atractivo tema literario de la amnesia encuentra en Nicole Krauss un tratamiento poético y filosófico que permite aprovechar a fondo un relato donde la memoria y la infancia se constituyen en los núcleos principales.
Por Alicia Plante
Nicole Krauss es una joven escritora norteamericana que estuvo en contacto con la cultura europea (desde Ginebra y Oxford) y que aquí, en su primera novela (habiendo ya publicado una segunda), muestra que además de un evidente talento literario ejerce una profundidad filosófica inusual. En nuestro caso, a este beneficio se suma el valor agregado y el alivio de una buena traducción. Podríamos decir que éste es un relato sobre la soledad. O también: he aquí una exploración de lo que se juega en la memoria, de la materia prima que despliega constantemente ante nosotros para que podamos fabricar y dejar fluir nuestras pasiones, nuestros proyectos, nuestros temores y lealtades, para que podamos ser y hacer, inmersos en el mundo y en nuestros afectos a partir del pedestal de los recuerdos. Podríamos decir también que es una historia de ciencia ficción, una crítica al cientificismo y a los señores de la guerra, un drama de la vida cotidiana, o una de amor. Difícil definirla. Porque todo sería verdad y también insuficiente.
Llega un hombre y dice. Nicole Krauss Salamandra 287 páginas
Por otra parte, en ciertos momentos es posible detectar recorridos o incursiones anteriores de un escritor en su forma de manejar las imágenes, en el uso o la ausencia de metáforas. “Krauss empezó dedicándose principalmente a la poesía...”, confirma una nota final, y era sabido de alguien que puede describir “la desaparición de la memoria y de su eco, esa falta de nostalgia”, o “esa breve transición entre el día y la noche, cuando, de repente, lo material deja paso a lo infinito”.
En fin, hay múltiples hallazgos estéticos a lo largo del texto, lo que lo vuelve sumamente atractivo.
En cuanto a la trama, es importante aclarar que no se trata de una historia más basada en el recurso de la amnesia. Por razones que no pesan demasiado, el personaje, un hombre de treinta y seis años, pierde toda noción de los últimos veinticuatro, su pasado y el eje de su vida sólo sustentado por la memoria de la infancia y el amor por una madre que no recuerda haber visto morir y a la que siente inevitablemente que abandonó. Pero lo importante no es tanto la anécdota como su actitud frente a ese espacio sin ecos, sin luz, sin sensaciones vitales. A qué se prestará, qué buscará, qué y a quién encontrará cuando siga existiendo sin una trayectoria que pueda evocar para comprender quién ha llegado a ser, quién ha venido siendo. Ese desierto donde lo encuentran cuando desaparece, confundido, enfermo, al que vuelve luego en su búsqueda del sentido original, es símbolo doloroso de su estado: sin el edificio de su memoria está solo, y el recuerdo ajeno que intentarán transferirle será “como una cerilla encendida para mostrarle lo oscuro que está todo”.
El error propio, el del científico que en realidad, quizá sin darse cuenta, lo usa para sus fines, el amor de Anna con su nombre en espejo... y además una aproximación a una cuestión inexplorada: el temor a haberle fallado al niño que fue, al que siempre recuerda corriendo contra la luz y el mar y el viento, su única referencia, a la que siempre vuelve. Es sutil y original ese planteo: ¿estuvimos a la altura de lo que ese niño, el que en nuestro momento de mayor pureza todos fuimos, esperaba de nosotros como adultos? Un adulto en el que Samson Greene llegó a convertirse pero por el que no puede rendir cuentas.
El clima dramático de cuestiones de este calibre se entronca con delicadeza en la atmósfera poética y nos regala una historia sólida y bien desarrollada.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4437-2011-10-09.html
Entre mujeres solas

Por Juan Pablo Bertazza
Para que algo llegue, algo tiene que salir. Esa es la premisa que subyace en los libros de Siri Hustvedt, al menos en aquellos que tomaron un lugar de relevancia en su obra literaria. En Todo cuanto amé (2003), la novela que empezó a sacarla de las sombras, la ruptura de esas parejas que parecen inquebrantables legitimaba, en cierta forma, la transmisión del relato: Leo Hertzberg, profesor de arte muy enamorado de su esposa Erica, entablaba una profunda amistad con Bill Wechsler, un artista en ciernes. Como dos hermanos que se encuentran por atracción y semejanza de sus destinos, todo en su vida parecía ir por rieles paralelos: casados con dos hermosas mujeres que se embarazarían y darán a luz casi a la vez.
En Elegía para un americano (2009), tras la muerte de su padre, el psiquiatra Erik Davidsen encuentra junto a su hermana Inga una nota perturbadora que alude a un secreto, una tragedia, algo que jamás debe ser contado. No obstante, pocas veces se tomó en cuenta que esa serie de descubrimientos familiares repercuten en Erik a partir de un abandono, a partir de la ruptura de su pareja, un espacio vacío que se llena, a su vez, con el hueco del misterio, con el peso de un enigma a develar: “Al ser mi hermana viuda y yo un hombre divorciado, Inga y yo encontramos el terreno común que la soledad nos había deparado a ambos. Después de que Genie me abandonara, me di cuenta de que la mayoría de las cenas, fiestas y actos a los que habíamos asistido juntos habían sido compromisos adquiridos más por su parte que por la mía”. Este libro que, se dijo hasta el hartazgo, recuerda a Brooklin Follies, de su marido Paul Auster –a quien conoció en 1981, con quien se casó un año después, para tener juntos en 1987 a Sophie, cantante y actriz– consolidó la fama individual de Siri Hustvedt, a tal punto que Auster, en Leviatán, tomó como personaje a Iris, narradora de la primera novela de Hustvedt, Los ojos vendados (1992).
El verano sin hombres. Siri Hustvedt Anagrama 218 páginas
El verano sin hombres profundiza, en varios aspectos, el modelo de escritora ligeramente autobiográfica que, hasta acá, había insinuado Hustvedt. Otra vez el motor narrativo surge de un abandono, que sufre en este caso Mia Fredricksen, una poeta medianamente exitosa con seis libros publicados. “Poco tiempo después de que él dijera la palabra pausa me volví loca y tuvieron que ingresarme.” “Pausa” no es sólo la que se toma su correcto marido Boris Izcovich, y que desemboca en la internación psiquiátrica de la despechada poeta, sino también su amante francesa. A partir de entonces, Mia Fredricksen, con cincuenta y cinco años a cuestas, debe afrontar el resto de su existencia sin marido y recién salida de la clínica. Intenta hacerlo en su pueblo natal, y rodeada de mujeres: su madre, que vive en una curiosa residencia para ancianas, y sus amigas octogenarias que conforman el grupo de los cisnes, mujeres sin hombres que no se sabe si son viudas, abandonadas o asesinas. También aprovecha para abrir un taller de poesía para seis chicas cuyas lecturas aparecen interrumpidas por misteriosas notas que le escribe un sujeto que se da a conocer como “Don Nadie”. En las antípodas de Catherine Millet, que contaba sus orgías de hasta 150 personas, en esta novela no hay sexo ni hay hombres, o bien, sólo aparecen a manera de recuerdos, fantasmas o cartas más que escuetas. Escenario atractivo y original teniendo en cuenta la omnipresencia de sexo en la literatura contemporánea mundial, El verano sin hombres explora también en todas las direcciones el concepto de repetición: Mia lee, precisamente, La repetición, obra autobiográfica donde Kierkegaard retomaba el análisis de la compleja relación que mantuvo con su novia Regine Olsen. De hecho, el nombre Regina se repetirá en la propia novela de Hustvedt junto a otros elementos de los que dará cuenta la misma narradora, como la repetición en el tiempo, la recurrencia de menciones a Jane Austen y la repetición –identificación– entre la historia de Mia y el presente de Alice, la más sensible de sus alumnas.
Más allá del prestigio incipiente que le dio Todo cuanto amé y Elegía para un americano, tal vez sea éste el libro en que Siri Hustvedt logró llegar al núcleo de todo escritor: dar forma a una voz, encontrar un tópico de autor. Justo en este libro en el que por primera vez, y entre tanta ausencia de hombres, lo nombra casi de manera explícita a su marido: “El entusiasmo nos llega normalmente de forma súbita. Cuando un púgil se agita en un rincón del ring, el otro responde de la misma manera. No es porque ambos movimientos sean necesariamente correlativos, sino porque suena la ‘música del azar’, como lo ha expresado un eminente novelista norteamericano”.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4498-2011-12-09.html
El mapa y el territorio

En un mundo donde parece inevitable informarse de todo si uno quiere fue imposible no leer El mapa y el territorio sin ciertas referencias críticas previas que a servidor le recordaron la época del infantilismo más profundo, una especie de caca culo pedo pis de la reseña. Que si he leído el libro del tirón, que si el francés va de filósofo y sus sentencias las puede formular hasta el Tato. No sigo, no hay lugar para el etcétera. Mi experiencia con el polémico Michel Houellebecq se remonta a un entusiasmo veinteañero por la literatura, cuando creía saber mucho y desconocía todo. Sus tres primeras novelas causaron en mi ser una progresiva desilusión. Ampliación del campo de batalla era el entusiasmo por una manera de mostrar la contemporaneidad entre aislamiento, tecnología y demencia. Las partículas elementales ahondaba en determinados aspectos frívolos de su tiempo, era decadencia pura y dura con clase. Plataforma fue un punto y final, un decir basta que con los años ha ganado peso. Estábamos en pleno apogeo del terrorismo global y los paraísos asiáticos eran una constante en la prensa; la estrella literaria del Hexágono supo rentabilizar a lo grande, porque si por alguna cosa destaca nuestro protagonista es por ser un camaleón que sabe leer muy bien los procesos que laten en la sociedad hasta sacarles partido desde una óptica, en principio, adaptada a todos los públicos.
A principios del siglo XXI vivimos el auge de lo superficial. Houellebecq lo reflejó sin temor. Habló cuando los demás callaban y lo hizo con arrogancia, algo imperdonable en ese universo de la nada y la opinión que él mismo clausura en el inicio de su última novela. Damien Hirst y su calavera, diamantes que desprecian lo artesanal y caen en lo tremendo del cinismo al por mayor. El artista británico es el objeto de estudio de Jed Martin, quien quiere retratarlo junto a Jeff Koons. La obra, casi acabada, fracasa y sufre desperfectos que impiden su futura exposición en la serie de oficios que el protagonista de El mapa y el territorio presentará en una galería de postín. Todo un síntoma que muestra por dónde van los tiros de este esperado volumen, indudable fenómeno mediático de la rentrée, centrado desde la biografía de un brillante taciturno en el auge de la apariencia y el ocaso de la industrialización tradicional.
El bombo previo obliga a disipar ciertas dudas que conducen a la confusión. Puede que dentro de pocas décadas los libros de Michel Houellebecq sean más que válidos para entender el caos de Occidente en el nuevo milenio. En el caso que nos concierne la trayectoria de Jed Martin sigue una senda que anuncia el descalabro. Las frías fotografías de objetos son la autopsia de un interés personal y un desdén colectivo por las herramientas que invaden el espacio e ignoramos por sistema, utensilios que pueblan ciudades entregadas a un ocio canceroso que se expresa, sin alcanzar el nivel de American Psycho, mediante las innombrables referencias a marcas y enfermedades. Si los personajes se alejan de la multitud y viven en un reloj congelado, casi ajeno a lo que les rodea, es por un deseo de fuga del presente, del que se captan representaciones estáticas que nadan contracorriente. Buena prueba de ello es el motivo que da título al manuscrito. Martin es un creador que renuncia a la velocidad, necesita meditar y hallar la inspiración como si de un flechazo se tratara. Su segunda etapa se centrará en los atlas de carretera Michelin. El mapa es más importante que el territorio. Sacará instantáneas de planos de la famosa empresa gala y los manipulará para crear un efecto. Geografía en miniatura que hiela el trazado y se contrapone a la actual exuberancia que proporciona la red con sus construcciones en las que vemos fotografías, elevaciones y datos históricos. Esas imágenes aturden por ser de una naturaleza común que la realidad ha pervertido por movilidad y ansias de una sempiterna transformación que imposibilite comprender lo que acaece. El éxito es apabullante y conduce a una nueva pausa que se cierra con la pintura y la plasmación de una serie de trabajos del dos mil en los que caben desde una escort hasta una metáfora del capitalismo con Steve Jobs y Bill Gates jugando una partida de ajedrez, la conversación de Palo Alto.
Los productores han desplazado al producto, volvemos al antiguo régimen. Los capitalistas quieren ser retratados mientras en la calle la estupidez fluye por doquier, a borbotones mientras el tejido se desangra en una ilimitada fiesta que observamos desde charlas ridículas en restaurantes, galas del famoseo y patéticas actitudes que caracterizan nuestro período histórico. La forma sobre el contenido, la palabrería sobre todas las cosas.
Por otra parte este ensayo encubierto tiene un mérito que no puede soslayarse. El mapa y el territorio expone a lo grande el background de su autor. Las múltiples inserciones eruditas se hilvanan muy bien con la trama, y podríamos sospechar que estamos ante el intento de un hombre que quiere equipararse a sus compatriotas del pasado que tan bien relacionaron el arte con el sentir de su época. No nos engañemos. O sí. Esa práctica, desde el mismo Baudelaire y su Pintor de la vida moderna, siempre ha sido una excusa para ejercer una notaría del malestar. Antes hemos mencionado a la señora de guadaña, que aparece desde múltiples vertientes. La existencia personal de Martin es casi nula. Su padre es una cita de navidad que esconde muchos matices. El otrora esperanzado arquitecto que levantó a su familia es carne de vegetal que circula de residencia en residencia, siempre más lujosas como consecuencia del auge en el mercado de su hijo, a quien le tiene sin cuidado su ano artificial y una creciente desmemoria que no es tal, pues encierra una de las claves interpretativas de la novela: La conversación sobre las ilusiones y la labor artesanal de William Morris deriva en la frustración por la imposición de lo funcional y la derrota heterogénea ante la dinámica capitalista de falsa igualdad que impregna cualquier paisaje, físico y mental sin que exista un mínimo hueco para la rebelión, pues para sobrevivir hay que pactar con el sistema y acatar sus normas.
Algunos dirán que muy bien, que eso ya lo sabemos. No es tanto el qué, sino el cómo, por eso considero El mapa y el territorio un ensayo encubierto. El más que previsible óbito del padre significa el adiós de la antigua mirada ingenua que creía a un solo hombre capaz de poder engendrar alternativas. El hijo, integrado en la estructura, acepta el nuevo contrato a sabiendas que sólo podrán escapar de la masa, vocablo que en breve volverá a estar de moda, aquellos que dispongan de varios millones en su cuenta corriente. Lo rural será el reducto de los privilegiados, tanto en el turismo como en lo residencial. Alguien muy consciente de ello es el propio Michel Houellebecq, que en un acto de supuesta osadía se otorga un papel estelar en la trama. Retirado y desastrado en su casa irlandesa recibe la llamada de Martin, quien le requiere para el catálogo de su última muestra. El encuentro ha servido a cierta crítica para sacar a colación el tema de la ironía del autor, empecinado por su hiperbólico ego en quitar parcelas narrativas para enarbolar la bandera del exhibicionismo. Se equivocan a medias. Durante la primera parte de la novela la figura del Houllebecq personaje se equipara, por paralelismos de diálogo, a la del progenitor. Es más, suple el vacío protector del mismo y se erige en único interlocutor útil, un confesor del que no se atienden grandes revelaciones, sino que ejerza un papel de guía y consuelo para el protagonista, quien agradecido rubricará la amistad a través de un regalo de suma importancia.
La madurez del primer tramo puede desconcertar a un lector prototípico del francés. Pasan las páginas y aumenta la excitación por la llegada del gran sobresalto que despedace el esquema planteado. La placidez de ese vinto vincitore que es Jed Martin se entrelaza con el resto del relato y la bomba típica y tópica no explota por ningún lado. ¿Seguro? En la segunda parte las tornas toman otros derroteros y el análisis, quien sea perspicaz olerá a máxima lampedusiana, vira a lo policial desde un tono calmo con la intensidad de un polar a la Jean Pierre Melville con otras connotaciones filosóficas. La disección continua y más no diremos, pues no es nuestra intención chafar el plan a nadie. Sólo diremos que la relación entre los dos segmentos que componen el volumen tiene absoluta coherencia y sólo puede ser criticada desde una extrema puntillosidad. Su personaje público dentro de la obra se carcajea de los que anhelan escandalizarse a la más mínima anomalía. Lo sabe, lo aplica y sonríe. Y bien que hace.
Quien reseña no está capacitado para juzgar si El mapa y el territorio merecía ganar el Goncourt, entre otras cosas porque doctores tiene la iglesia y el mercado editorial recetas para dilucidar estas cuestiones tan manidas y que tanto sirven para rellenar párrafos sin ton ni son desde idiotas controversias. Corten la vegetación. Michel Houllebecq tiene la extraña virtud de adaptarse y desgranar el contexto con pasmosa facilidad. Lo ha vuelto a hacer y seguirá repitiéndolo, no se preocupen. Es un antropólogo vestido de cínico que en esta ocasión endosa un estupendo traje de madurez. Prescinde de alardes efectistas, sienta cátedra en el sillón del presente imaginando el futuro y solventa su asunto con elegancia. Relean la novela dentro de unos años y comprenderán más y mejor su mensaje. Y no menosprecien la trascendencia de un calentador, se lo ruego.
Jordi Corominas i Julián
http://corominasijulian.blogspot.co
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