domingo, 31 de julio de 2011

Juan Gabriel Vázquez por Carmen Perilli

Domingo 17 de Julio de 2011 | Vásquez describe vidas marcadas por el narcotráfico
EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
(Alfaguara - Buenos Aires)

"Hay un ruido que no logro, que nunca he logrado identificar… el ruido de las vidas que se extinguen pero también el ruido de los materiales que se rompen. Es el ruido de las cosas al caer". Con esta frase el protagonista Antonio Yamanna intenta describir el sonido ininterrumpido y eterno de la muerte alojado en la memoria de la violencia. Yammana, como todos los de su generación, posee una historia de vida marcada, de modo indeleble, por el impacto del narcotráfico. El encuentro con un desconocido Ricardo Laverde en una Bogotá todavía aturdida por el impacto de bombas y balas, lo convierte en víctima de un atentado. Al salir de la casa de José Asunción Silva, donde Laverde ha escuchado una misteriosa grabación, un tiroteo acaba con la vida del piloto y deja a Antonio, física y psíquicamente, mutilado. Sólo el conocimiento de la verdad acerca de su compañero del billar le permitirá resolver el misterio y retomar su vida. La historia de Laverde, Maya y su hija es paralela a la de Antonio, Aura y Leticia.
El profesor de derecho queda atrapado entre el amor y el crimen, prendado del pasado, despojado del presente, sin poder afrontar el futuro. La búsqueda de huellas de la sombra del amigo, lo conduce a la grabación de la caja negra de un avión siniestrado en el que viajaba Elena Fritts, la mujer. La aparición de Maya Laverde termina por entregarle las claves que enlazan una historia personal y colectiva. El baúl de recuerdos lo conduce a su propia infancia y a la Hacienda Nápoles de Pablo Escobar, ese mundo de fantasía creado por el delincuente, donde el zoológico deslumbraba por su magnificencia. Extraños lazos entre delito y sociedad que atraviesan la historia de la sociedad colombiana.

Violencia con mayúsculas
Juan Gabriel Vásquez viene de dos exitosas experiencias novelescas: Los informantes e Historias secretas de Costaguana. En esta ficción arma una fábula en la que escenifica la tragedia de una generación y de un país. La mirada dolorida del narrador se acerca con ternura a la historia de Antonio y Elena y a la tragedia de todos los colombianos. Confiesa que quiere hablar de la violencia con mayúsculas: la del Narcotráfico, el Estado, el Cartel, el Ejército, el Frente. Se teme a la memoria que duele y que puede ser un implacable ejercicio. "Recordar cansa, esto es algo que no nos enseñan, la memoria es una actividad agotadora, drena las energías y desgasta los músculos". El ruido de las cosas al caer es una novela de algún modo previsible, con un lenguaje realista. Su logro está en que encarna en las subjetividades la guerra del narcotráfico, que actúa en tanto telón de fondo, desde una visión de algún modo fatalista.

Carmen Perilli

Una lectura del kichnerismo por Carmen Perilli

KIRCHNERISMO: UNA CONTROVERSIA CULTURAL
HORACIO GONZÁLEZ
(Colihue - Buenos Aires)
La Gaceta Literaria 31 de julio 2011
En todos los modos del ensayo, la figura del autor subsiste en la exposición de un proceso de pensamiento que puede adquirir un carácter profético. Las lecturas del "kirchnerismo" están determinadas por los lugares de enunciación. Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, uno de los ensayistas argentinos actuales más creativos, se coloca en la posición de defensor. Se trata de uno de los participantes más destacados de Carta Abierta, espacio del "progresismo", que propone una lectura cultural y política. El denso libro Kirchnerismo: una controversia cultural intenta explicar el fenómeno histórico diferenciándolo del peronismo donde se origina. Reconoce su matriz más en las acciones que en los escasos textos de Néstor Kirchner. Este gesto lo aleja del peronismo producto del decidor Juan Domingo Perón.
Horacio González expone metódicamente una historia, a veces con un lenguaje hermético que apela demasiado a los neologismos, una explicación que parte de la biografía de Kirchner: sus orígenes inmigrantes, su condición pionera, su militancia universitaria, su "exilio" patagónico y su llegada al poder. Justifica todos sus emprendimientos, incluido la acumulación de capital, en la necesidad de sustentar un proyecto político. Para el político patagónico el patriotismo es "efusión explicitada". El texto debate con las versiones, como la de Luis Majul, que han colmado los medios.
González emplea instrumentos de la fenomenología; parte de la descripción de actos y modos, de fotografías y gestos. Por ejemplo adjudica una gran importancia a la participación secundaria de Kirchner en la película La Patagonia rebelde, de Olivera, sobre la historia de Bayer, o el acto en el que un militante interpela a Cristina sobre Perón. Su discurso es inteligente y atrapa, aunque el lector reconoce fuertes apuestas al mito. Se afilia a una larga tradición de la cultura nacional popular: el cine de Leonardo Favio, las estampas de Daniel Santoro y el pensamiento de Arturo Jauretche. Curiosamente no menciona a Leopoldo Marechal. Pone en escena debates como los de Altamira y Galasso. Al referirse a la recepción del kirchnerismo, ensalza el papel de Nicolás Casullo al que reconoce como fundador de Carta Abierta. Recorre el pensamiento de figuras opuestas como Beatriz Sarlo y Horacio Verbitsky. Se permite criticar a José Pablo Feinmann y a Martín Caparrós. Considera a Ricardo Forster una figura de efecto renovador. Resulta un tanto evidente la necesidad de otorgar una genealogía a la intelectualidad kirchnerista, en especial en Contorno. No está justificada la inclusión de David Viñas y la de León Rozichner es lastimosa. González teje una suerte de "familia" con fieles y réprobos, en la que reconoce padres y hermanos.

El militante camporista
Los hilos secretos que unen las distintas posiciones y que van definiendo una trama no evitan vicios "posmodernos" que, en algunos casos, crean vacíos.
El kirchnerismo está unido a la historia de su fundador, en un hacerse que hilvana sujeto y nación. Néstor Kirchner fue un militante camporista que aceptó el mandato de Perón y volvió por la plaza del 25 de mayo de 1973, poseído "por el daimon de la memoria y de la justicia". Quiso alejarse del peronismo, "una selva de símbolos", y, aunque después intentó adaptarse, no lo hizo totalmente. Kirchner era el "solicitante descolocado" que supo hablarle a los ríos profundos de la historia nacional.
El texto se deshilacha hacia el final en la polémica con Vargas Llosa pero, sobre todo, en la figura de Cristina Fernández. Una de las virtudes del ensayo de Horacio González es el carácter inacabado de sus reflexiones que, no eluden la pasión del militante
© LA GACETA

Carmen Perilli

Monsiváis y Galese en Página 12

Domingo, 31 de julio de 2011


Las dos caras de la verdad
Uno marcó el inicio de la crónica moderna en México y fue célebre por sus posturas políticas progresistas, sus análisis críticos de la sociedad latinoamericana y su forma desprejuiciada de abordar lo popular. El otro, padre del nuevo periodismo, descubrió que las estrategias literarias podían usarse para dar forma a las noticias e hizo del reportaje a figuras, escenas y temas de actualidad pequeñas joyas para sus lectores de revista. Los dos abordaron las culturas populares de sus países a un lado y otro de una frontera que parece separar dos mundos. Y ahora, por las casualidades del mercado editorial, dos libros que reúnen muchos de sus mejores trabajos llegan a las librerías argentinas. Carlos Monsiváis y Gay Talese: dos pioneros que, a pesar de todas las diferencias, no resultan tan distintos en el modo en que trazaron y exploraron el mapa de iconos y temas que dieron forma a las sociedades en la segunda mitad del siglo XX.



Por Violeta Gorodischer

¿Cómo nace un cronista?

Un hijo de sastres italianos, criado a la sombra de la educación católica en las costas de Ocean City, es rechazado en doce universidades. Incluso llega a oír, detrás de una escalera de la sastrería familiar, la voz grave del director del colegio: “No tiene madera”. Los contactos paternos logran que finalmente el muchacho ingrese a la Universidad de Alabama, y él elige periodismo. Muy pronto se aburre de la regla de las cinco W (who, what, when, where, why) y plantea que prefiere comunicar la noticia a través de la experiencia de sus protagonistas. Los profesores lo toman por un estudiante mediocre.

Al graduarse, en 1953, entra como cadete al New York Times y un día cualquiera, vagando por la zona de los teatros durante el almuerzo, se queda hipnotizado ante el enorme cartel luminoso de Times Square. No es que lea los titulares: él se pregunta cómo funciona eso, si acaso hay alguien que forma palabras con las luces. Sin dudarlo, el chico entra al edificio, sube la escalera y descubre a un hombrecito que lleva a cabo el procedimiento, de forma casi artesanal. En una mano los boletines, en la otra las cuñas de madera que debe meter en la ranura de la máquina. Alcanza un café para que el hombre admita que está ahí desde hace veinticinco años y se disponga a pasar revista a todo ese tiempo.

Y así nacía el primero de los cientos de artículos que Gay Talese escribió para el New York Times, antes de ser considerado junto a Tom Wolfe, el “padre del nuevo periodismo”. Más tarde colaboraría para revistas como Esquire o Harper’s Magazine y sería el autor de varios libros que lo harían mundialmente famoso. Entre ellos, Honrarás a tu padre, una historia sobre la mafia italiana en Nueva York para la que compartió muchas horas de pastas con la familia Bonanno, y La mujer de tu prójimo, una radiografía de la revolución sexual estadounidense allá por 1980. Durante la investigación, Talese se instaló en un centro nudista de California y regenteó dos prostíbulos. “En el colegio de mis hijas había chismes sobre el padre decadente y todo eso”, declaró tiempo después, en una entrevista. “Pero nunca sentí que hubiera hecho algo malo. Era claramente un libro sobre la infidelidad y su prevalencia en la revolución sexual previa al sida. Y si escribes de eso, no lo haces desde una sala de prensa, como un periodista deportivo.” Talese, se sabe, es devoto de la observación aguda y la información de primera mano.

Hasta aquí, entonces, la historia iniciática se construye en base a casualidades afortunadas. Pero el camino del cronista bien podría ser otro. También puede haber, hacia esa misma época, un inquieto estudiante de Filosofía y Letras, del otro lado de la frontera México-Estados Unidos. Un joven preocupado por los movimientos sociales de Latinoamérica, que realiza su primera huelga de hambre en el ’58 para apoyar a los maestros mexicanos, junto a los intelectuales José Emilio Pachecho y Juan de la Cabada. El mismo chico que años después, en 1954, asiste a su primera marcha y ve cómo Diego Rivera empuja la silla de ruedas de Frida Kahlo, a dos días de su muerte, ya sin joyas y con la cabeza envuelta en un pañuelo. Ellos, y él, y los otros cinco mil, estaban ahí por la misma causa: protestar contra el golpe a Jacobo Arbenz y la invasión de los paracaidistas norteamericanos en lo que, aún hoy, muchos llaman “Guatemala City”. A partir de esa marcha, Carlos Monsiváis hizo su primera crónica para un diario universitario. Ya podía verse el germen de esa hiperbólica capacidad analítica para atajar todo lo que le pusieran enfrente. Con los años, tras escribir más de cincuenta libros, colaborar en diarios y participar activamente en todos los movimientos y fenómenos sociales de su país (desde el ingreso del Ejército Zapatista al Congreso, hasta el análisis de la noche mexicana), Monsiváis se transformó en una suerte de celebrity. Fue, como dijo Adolfo Castañón, el último “escritor público”: todos en DF sabían quién era. Tal vez por esa manía tan suya de recorrer hasta el último antro, y rescatar a las minorías, y solidarizarse con las clases bajas, y sumarse a la lucha por los derechos indígenas y la despenalización del aborto, y arremeter contra los homofóbicos, y ridiculizar a los gobiernos corruptos y... un etcétera que abarca prácticamente toda la historia de México.

Cuenta su amigo Jordi Soler que en 1998, cuando U2 tocó en el DF, Bono pidió encontrarse con ese tal “Monsi”. Le habían dicho que era la persona indicada si quería saber qué pasaba en aquel país donde aún gobernaba el PRI mientras los Zapatistas habían esparcido la sensibilidad indígena. En un inglés impecable, Monsiváis se llevó puesta la historia de la patria en un cuarto de hora: desde la caída de Tenochtitlán, hasta la dimensión planetaria del subcomandante Marcos. Y cuando terminó, comenzó a hablar con tanta pertinencia sobre el conflicto en Irlanda del Norte que Bono se quedó boquiabierto. Es que a Monsiváis le interesaba todo, lo sabía todo. De ahí que fuera una suerte de archivo viviente de México y, a su vez, la conciencia nacional.

Quiso la ¿casualidad? que dos editoriales, casi al mismo tiempo, saquen al mercado los “grandes éxitos” de estos dos cronistas self made, pioneros del género: Retratos y encuentros (Alfaguara), de Gay Talese, y Los ídolos a nado (Debate), de Carlos Monsiváis. Y aunque a primera vista no tendrían nada que ver el uno con el otro, hay en estos libros, tal vez en ellos mismos, más puntos de contacto de lo que parece.

SOY TU FAN
El tema es que, tanto Monsiváis como Talese, analizan y (de)construyen a través de sus crónicas un mapa de la cultura popular de sus países. ¿La estrategia elegida? El rescate de los ídolos. Claro que ahí donde Monsiváis elige a José Alfredo Jiménez, Agustín Lara y María Félix, Talese opta por Frank Sinatra, Muhammad Alí y al irlandés Peter O’Toole.

Desde las cálidas tierras aztecas, Carlos Monsiváis apuesta a lo que mejor le sale: cruzar la crónica con el ensayo (“croniensayos”, las llamaban muchos) para deshilvanar las letras de las canciones o las escenas de las películas nacionales. Anulando las diferencias entre lo “alto” y lo “bajo”, rescata lo cursi como esencia de la vida mexicana: “La cursilería es el idioma público de una sociedad que nunca ha prescindido del cordón umbilical que enlaza a banqueros con desempleados, a jerarcas de la Iglesia con mártires teóricos de la ultraizquierda, a literatos con analfabetos, a nobilísimas matronas con impías hetarias. La cursilería es otra (genuina) Unidad Nacional”. Luego se frota las manos y se zambulle de cabeza en su material. Entonces habla de los sentimientos como el “capital moral de los pobres”, lleva las rancheras al rango de poesías populares y ve en las letras de José Alfredo Jiménez una reivindicación del indígena carenciado, así como un cross directo al machismo, ahora que el chongazo mexicano se permite sufrir por amor (“Descendiente de Cuahtémoc/ mexicano por fortuna/ desdichado en los amores/ soy borracho y trovador/ Pero cuántos millonarios quisieran vivir mi vida/ y cantarle a la pobreza/ sin sentir ningún dolor”).

Lejos de ridiculizar a Lara y su romanticismo, lo eleva a la categoría de “bohemio mexicano del siglo XX”. Siempre un paso más allá, el cronista trasciende la descripción de la estrella para preguntarse “qué tipo de sociedad produce no a Lara sino al fenómeno Lara”: el cantante es ruptura porque el conservadurismo quiere que lo sea. Cuando las clases medias urbanas superan la lucha armada (1925-1950) para quedarse tranquilitas al reparo de “las buenas costumbres”, a Lara se le permite cantar sobre prostitutas porque es la única forma de hablar de sexo. Siempre bajo el manto del romanticismo, que persiste.

También se ocupa de la Doña Bárbara de María Félix como un personaje que, por primera vez, no reduce a la actriz por la inferioridad de su sexo. En la frase “Soy mujer de corazón de hombre”, Monsiváis ve una reivindicación de los derechos femeninos. Aunque después, como es de esperarse, destroza con ironía todas las películas que siguieron. De la Félix sólo rescata su belleza simbólica (con chismes sobre la relación con Diego Rivera y Frida Kahlo incluidos) y decreta que la actriz fue dueña de todo aquello que las mujeres no podían obtener en la vida real. “En la pantalla, algunas (poquísimas) mujeres obtienen el sitio que la sociedad les niega”. Algo así como la semilla del futuro feminismo mexicano.

La crónica monsivariana tiene entonces múltiples niveles: de la descripción del personaje al ensayo analítico, a la reflexión social y política. “Cuando Monsiváis se autodefine cronista, lo hace por razones políticas: para filiarse tras Salvador Novo y no Octavio Paz, actuando en contra de la división de trabajo entre el que piensa y el que informa, el que cuenta y el que hace teoría, el que declara y el que milita”, sostiene María Moreno. “Pero para valorarlo a Monsiváis se lo traiciona en ese punto, situándolo más allá del cronista cuando lo que él propone es no separar al cronista del intelectual.”

También Talese pone el foco en personajes del star system, pero de una forma bien distinta. El no es amigo de la reflexión explícita y hace algo mucho más sutil. Su maestría consiste en mostrar, como quien no quiere la cosa, los claroscuros de los ídolos más sólidamente instalados en el imaginario popular estadounidense. Ahí está Frank Sinatra, resfriado y gruñón, peleándose con chicos mucho más jóvenes que él en una cantina, o revoleando miradas de odio en el set de grabación porque las cosas no salen como quiere. O Muhammad Alí en su encuentro con Fidel Castro: dos de los hombres más grandes del siglo XX, retratados en su ocaso. Uno, mudo y tembloroso por el Parkinson, sólo atina a firmar desprolijos autógrafos y repetir un truco de magia una y otra y otra vez. El otro, mandatario de Estado, es demasiado torpe en las conversaciones y parece un abuelito que, en su chochera, pregunta varias veces lo mismo sin que ningún integrante del séquito se lo haga notar: “¿Hace mucho frío en Michigan?”.

Talese se detiene también en las peleas maritales del boxeador Joe Louis al encontrarse con su esposa en el aeropuerto de Los Angeles; retrata la decadencia de otro boxeador, Floyd Patterson, regenteando un bar mientras asegura que no es él sino su hermano Raymond; ve la nostalgia de Joe DiMaggio cuando no puede sacarse a Marilyn de la cabeza y comparte la tristeza del actor Peter O’Toole, tan pelirrojo, tan solo y nostálgico: un borracho recostado sobre las verdes praderas de Irlanda, su tierra natal.

A grandes rasgos, uno podría decir aquí están las bases de su operación. Según Rodrigo Fresán, que caminó junto a él las calles de Madrid y le explicó de qué se trataba el fenómeno de los indignados (“¿Acaso no sabían que los políticos mienten siempre?”, retrucó Gay), lo suyo es “rastrear la vida corriente de personas fuera de lo común y la vida fuera de lo común de personas corrientes”. Porque también él, como Monsiváis, supo lanzarse a la calle a captar el encanto de los seres anónimos. Sólo que ahí donde el cronista mexicano era un flâneur salvaje que corría por DF dispuesto a robar las conversaciones del subte, colarse en el Congreso, o meterse hasta la madrugada en el mundillo gay de “El Catorce”, Talese es un dandy que recorre Nueva York con sombrero, al ritmo lento del paseante solitario. Y así, como en aquella primera crónica del hombre de Times Square, explora el mundo bohemio de los gatos callejeros al tiempo que entabla jugosas conversaciones con masajistas, portuarios, borrachines, obreros, mujeres de la noche y porteros de Manhattan que, con sólo una mirada, pueden calcular la riqueza de un huésped más por el equipaje que por la ropa que lleva puesta.

EL CRONISTA INFINITO VS. EL MICROSCOPICO
¿Con qué lupa exploraría Talese la cultura mexicana? ¿Qué analizaría hoy Monsiváis de las calles neoyorquinas? Ambos fueron, son y seguirán siendo productos de un lugar y una época que los explican. La joven Latinoamérica, en su ebullición permanente, en sus democracias efímeras y en su tremenda injusticia social, enmarca la voluntad de registrarlo todo, de darle voz a quien nunca la tuvo, de desenredar la maraña cultural y echar un poco de luz sobre nuestras sociedades. De ahí que Carlos Monsiváis quisiera hurgar dentro de esa bolsa de gatos (y el término no es casual, teniendo en cuenta que tenía más de trece en su estudio) para devenir conocido y anónimo en su propio país: “No se puede ser anónimo en el DF porque si todos somos seres anónimos nadie lo es”, declaraba en una de sus últimas entrevistas, poco antes de su muerte. “No es una paradoja: soy una persona conocida y soy un profesional del anonimato.” Era un cronista infinito.

Estados Unidos, en cambio, mantuvo en la segunda mitad del siglo XX una estabilidad que permitió el surgimiento de hombres con la calma suficiente para observar, permanecer y hacer un registro minucioso del entorno. Pasado un tiempo, los Wolfe y los Thompson y los Capote y los Talese, sin ir más lejos, fueron retirando la lupa para contarle al resto del mundo lo que habían visto. Hoy, Gay Talese (que a diferencia de Monsi sigue vivo y todavía usa sombrero) apuesta a su jugada más arriesgada: la escritura de un libro sobre su propio matrimonio de ¡cincuenta años! con la editora Nan Talese. Claramente, la cima de un proyecto narrativo basado en resaltar los aspectos domésticos de la vida norteamericana. Es que, de alguna manera, Gay siempre regresa a esa escena fundacional del niño que colgaba la bandera de Estados Unidos en el balcón, pero a puertas cerradas oía la preocupación por los parientes italianos que peleaban para Mussolini. De ahí la frase que repite como un mantra y que sostiene todo su proyecto: “Las personas no son lo que parecen”.

El, como Monsiváis, supo que había algo más allá de las apariencias y practicó un voyeurismo social que logró posicionarlo de una vez y para siempre. Al cronista infinito y al microscópico los cautivó por igual la observación del otro, pero también la de sí mismos: encontraron una manera de desautomatizar la mirada sobre lo cotidiano que les permitió innovar con un género radicalmente nuevo, cuando sus respectivos contextos lo pedían a gritos. Díganle crónica, no ficción o simplemente “otra forma de periodismo”, Gay Talese y Carlos Monsiváis dieron forma a un estilo particular que, más de treinta años después, sigue vigente en su potencia. Y al final, con todas sus diferencias, no resultaron tan distintos.

domingo, 12 de junio de 2011

The Soul Keeper

TÍTULO ORIGINAL Prendimi L'anima (The Soul Keeper)
AÑO 2002
DURACIÓN 90 min.
PAÍS Italia
DIRECTOR Roberto Faenza
GUIÓN Roberto Faenza, Gianni Arduini, François Cohen-Séat, Alessandro Defilippi, Elda Ferri, Hugh Fleetwood, Giampiero Rigosi
MÚSICA Andrea Guerra
FOTOGRAFÍA Maurizio Calvesi
REPARTO Iain Glen, Emilia Fox, Craig Ferguson, Caroline Ducey, Jane Alexander, Daria Gulluccio, Joanna David
PRODUCTORA Coproducción Italia-Francia-GB
GÉNERO Drama. Romance | Biográfico
SINOPSIS El Doctor Jung atiende a Spielrein, una joven de origen judío en un hospital psiquiátrico. En el tratamiento inician un romance a través del psicoanálisis, donde Jung busca apoyo en Freud. Por su parte Spielrein se recupera, estudia medicina y consigue ser la primera mujer psicoanalista en Suiza; pasando por un proceso de niña a mujer y de paciente a médico. (FILMAFFINITY)
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La película The Soul Keeper(Almas al desnudo) nos muestra la vida olvidada de la gran psicoanalista Sabina Spielrein quien fue la primera paciente del Dr. Carl Jung. Sabina hizo grandes contribuciones al campo de la psiquiatría infantil y la película nos muestra la aplicación del psicoanalisis de una manera profunda, pero a la vez amena. La actuación de Emilia Fox es excelente, así como la dirección de Roberto Faenza. Es un tema interesante y poco abordado en el cine. La recomiendo ampliamente. (FILMAFFINITY)
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Basada en el reciente descubrimiento de correspondencia secreta entre Jung, Freud y Sabina Spielrein, esta historia real comienza con la curación de Spielrein, estrechamente relacionada con su apasionado romance con Jung, seguida de su regreso a la Rusia post-revolucionaria donde se convirtió en una psicoanalista fundando la famosa Escuela Blanca. La investigación de esta historia se convierte en un componente esencial de la película a través de dos investigadores de nuestros tiempos : Marie, una joven estudiante y Fraser un historiador de Glasgow. Ellos siguen la vida de Sabina de Zurich a Moscú y Rostow. Y puesto que la exploración de la vida de otros inevitablemente conduce a profundizar en uno mismo, las dos historias se entretejen en un apasionante recorrido.
http://www.youtube.com/watch?v=xTqBYj5jlrY

ver

La poesía, ese oro "inmortal y pobre"

Domingo 12 de Junio de 2011 | Jorge Luis Borges, "habitador" de los oros y las sombras de la ceguera, "fatiga" las arenas recelosas del olvido y la memoria y se confabula con los lectores para tejer travesías por territorios de papel.

Por Carmen Perilli
Para LA GACETA - Tucumán

La literatura es para Borges un acontecimiento, mejor dicho un sinnúmero de acontecimientos, donde intervienen fuerzas que se presentan como opuestas, pero son, en realidad, complementarias. El escritor se separa de la concepción de la literatura como exclusiva operación del espíritu y reivindica, con su admirado Poe, el papel de la mente. El pensamiento es una de las formas del sentimiento. En Siete noches nos dice: "hay dos características de Dante. Desde luego hay más, pero dos son esenciales: la ternura y el rigor (salvo que la ternura y el rigor no se contraponen, no son opuestos) lo que Shakespeare llamaría the milk of human kindness (la leche de la bondad humana). Por el otro lado está el saber que somos habitantes de un mundo riguroso, que hay un orden".
Toda su obra insiste en la demanda de verdad y belleza, sea en las viejas callejuelas de Buenos Aires, en las antiguas sagas normandas, en los desiertos laberínticos, en los grandes sistemas de pensamiento, en las grandes obras literarias. Plenitud y misterio nos acechan desde las cosas cotidianas. Asombrarnos es conocer, descubrir. "Siento el pavor de la belleza, / ¿quién se atreverá a condenarme / si esta gran luna de mi soleada me perdona?"
El poeta no inventa, sino que encuentra y captura los modos en los que los hombres expresan sus anhelos más profundos. Descubre metáforas, atesora imágenes y símbolos, pero sobre todo sabe que en el comienzo y en el fin de la literatura está el mito.
La poesía, una de las formas del tiempo, es un instrumento de la memoria. "Un triste oro, tal es la poesía / Que es inmortal y pobre".
El valor de la palabra contrasta con "el silencio", un silencio que se tiende entre lo místico y lo estético, convertido en elemento de una poética donde el misterio final no esconde un espacio sagrado sino que se erige como una manera de agotar las posibilidades expresivas de la palabra.

Espejo y máscara
Todo gran texto, como el rostro de Almotásim, es "un juego de espejos que se desplazan". Las transcripciones no son sino "diversas perspectivas de un hecho móvil, (sino) un largo sorteo experimental de omisiones y énfasis... (ya que) no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio".
En Oriente, los confabulatori nocturni, rapsodas de la noche que vagan por el desierto, narran cuentos misteriosos, a cambio de unas cuantas monedas. En Occidente Jorge Luis Borges, "habitador" de los oros y las sombras de la ceguera, "fatiga" las arenas recelosas del olvido y la memoria y se confabula con los lectores para tejer travesías por territorios de papel en los que las mitologías son más "un hábito de las almas" que "una vanidad de los diccionarios". Al mismo tiempo declara: "A los otros les queda el universo; / a mi penumbra, el hábito del verso"
La literatura puede ser espejo y también máscara. En un relato de El libro de arena, titulado El espejo y la máscara, el primer poema que el aeda recita al rey duplica la batalla, a través de las antiguas metáforas que la describen minuciosamente. El premio es el espejo de plata. El segundo cantar es la batalla, y merece la máscara de oro. Sin embargo, La Palabra está más allá del espejo y de la máscara. La recompensa por encontrarla es la muerte. El poeta recibe una daga. "En el alba -dijo el poeta- me recordé’ diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu. El que ahora compartimos los dos -el rey musitó- el de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres".
© LA GACETA

Carmen Perilli - Doctora en Letras,
profesora de Literatura
Hispanoamericana de la UNT.

jueves, 9 de junio de 2011

Entrevista a Sandra Lorenzano

UEVES, 9 DE JUNIO DE 2011
SANDRA LORENZANO, VESTIGIOS Y LA VIDA ENTRE MEXICO Y LA ARGENTINA
“Para escribir, yo necesito tener un silencio interior”
“No soy de las plañideras del exilio”, señala la autora, que reconoce el dolor pero también la maravilla de lo que vivió, lo que le permite moverse con comodidad en ambos países: “Tengo una patria imaginaria donde hay cosas de México y Argentina”.







Por Silvina Friera
En las calles de Palermo se arrastra el desgano de una tarde de domingo que declina. Las últimas luces se pierden entre los árboles. El viento otoñal silba suavecito en la ventana del bar y el oído de Sandra Lorenzano, poeta, narradora, ensayista, argen-mex por derecho y convicción, celebra ese tenue instante, “un estertor diminuto/ apenas audible”, como lo hace en unos versos de Vestigios (Pre-Textos). Las manos de la escritora improvisan al ras de la mesa una especie de mapa donde la patria imaginaria, las dos casas que habita, oscilan entre un “acá” y un “allá”: Buenos Aires, la ciudad de sus raíces a la que siempre regresa; y México, donde vive. “Tentada estuve de escribir ‘En otra vida’. Como si las estaciones cambiaran con los años”, se lee en uno de los poemas configurados en la encrucijada del duelo por la muerte de su madre. En el espacio fundado por el poemario, Lorenzano susurra, desde una intimidad sin estridencias, un dolor que instaura una fisura al silencio.

El templado acento mexicano de Lorenzano es como un golpe que vibra unos segundos en la puerta de su boca y cuando el enjambre de imágenes pretéritas avanza, la dicción se acomoda, junto con las palabras, para plegarse a un modo que suena más porteño. Era una adolescente que recién ingresaba a la secundaria, cuando en 1973 asumió Héctor Cámpora la presidencia. “Los más chicos nos estrenamos en el centro de estudiantes en discusiones interminables; fue un momento de mucha movilización y militancia escolar”, recuerda la escritora en la entrevista con Página/12. “Vengo de una familia de izquierda, pero muy contraria a la lucha armada; en plena discusión si había que meterse o no, una parte entró y están desaparecidos. La otra que no entró, entre los que estaban mis viejos, más cercanos al PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), fueron acusados entre comillas de ideólogos.” Lorenzano tenía 16 años cuando se exilió en México, junto con sus padres y hermanos, en julio del ’76. Como muchos argentinos, portaban visas de turistas y trataron de disimular, como pudieron, que las valijas que acarreaban se ajustaban a los 40 días estipulados. “En el momento de mayor tristeza, porque ya había desaparecido gente muy cercana y vivíamos con mucho miedo, México me descubrió la libertad”, dice la escritora.

El camino de la libertad se produjo en el Colegio Madrid, creado en 1939 por los republicanos españoles refugiados en la capital mexicana, donde Lorenzano terminó de cursar la escuela secundaria. “Yo venía de una situación de mucha represión; no era sólo la dictadura, antes de la dictadura también”, rebobina la película de su peripecia escolar. “Estábamos acostumbrados a una educación pública argentina muy represora y autoritaria. Y cuando llegué a ese espacio maravilloso del colegio Madrid, descubrí otro mundo. Reivindico mucho la nacionalidad argen-mex, porque tengo clarísimo que no sería quien soy sin los primeros 16 años de mi vida acá, pero tampoco sin esa vida allá.” En 1983 comenzaba a escribirse el prólogo de la democracia argentina. Un dilema atravesó a la familia Lorenzano: volver o quedarse. Los padres y hermanos eligieron regresar inmediatamente. “Yo estaba casada con un chico mexicano, que es el padre de mi hija Mariana, pero finalmente volví en el ‘87. Mariana nació acá y me fui a vivir a Tilcara. Si en algún lugar recuperé la buena relación con este país, fue en Tilcara. Si puedo volver todos los años y ser muy feliz es porque viví ese tiempo en Tilcara”, repasa la autora de la novela Saudades (2007) y el ensayo Escritura de sobrevivencia, sobre la narrativa argentina y la dictadura. En 1991 se instaló en Buenos Aires y se integró a la cátedra de David Viñas. Pero en el amanecer de los ’90, el amor cambió su cartografía existencial –se enamoró de un mexicano– y otra vez rumbeó hacia México. “Mi vida se ha regido bastante por las pasiones”, dice intentando condensar el péndulo amoroso. “Cuando volví a México, fue como volver a casa. Me pasa cuando vengo acá. Tengo estas dos casas: ¡Qué voy a hacer! Es así.”

Aunque el exilio es una marca ineludible en la literatura de Lorenzano, los poemas de Vestigios hilvanan el duelo por la muerte de su madre. “Cuando reapareció la posibilidad de la palabra, lo único que podía escribir era poesía. Trabajé con esos poemas que fueron surgiendo, que combinan el duelo con la experiencia amorosa, el erotismo, el cuerpo amado; escribir de eso que (Juan) Gelman llama ‘la palabra calcinada’. Yo soy una buena lectora de Paul Celan, todo lo buena que puedo ser sin hablar alemán”, aclara. “Me interesa la relación de la poesía con el dolor, con el horror, pero también la palabra como posibilidad de memoria; la palabra de la creación, que no es sólo dolor, también expresión de vida.”

–¿Por qué el primer poema de Vestigios empieza con un verso que plantea “restaurar el silencio”?

–Se podría pensar que hay dos tipos de silencio; en realidad nada de lo que digo son certezas, sino exploraciones. El horror te lleva al silencio, pero también hay un silencio necesario, imprescindible, para la aparición de la palabra. Yo necesito del silencio para escribir, pero no del silencio externo, sino del silencio interior. Necesito encontrar ese resquicio para que de ahí surja la palabra literaria. Si no es así, me da una sensación de falsedad. Entonces hay un silencio a priori, el silencio necesario para que surja la palabra; pero por otra parte está el silencio del horror, que se produce cuando hemos perdido la palabra. El silencio es un tema clave para mí; por eso el poema habla de “restaurar” ese silencio para ir más allá del dolor; un silencio que permita la aparición de la palabra.

–Aunque la palabra sea inasible, ¿no?

–La palabra poética es inasible; en realidad uno trata de asir algo de todo eso que se está escapando; hay sensaciones, sentimientos, experiencias, de las que no se pueden dar cuenta nunca. Las palabras permiten ir rodeando esas sensaciones, pero no podés asirlas. No hay nada quizá más contrario a la palabra poética que la fijación. La palabra poética tiene que ser algo que fluye, que destella; la estás leyendo y te queda circulando. En el momento en que se fija y se enquista, no tiene nada que ver con la poesía.

–¿Cómo explica que se reiteren en sus poemas palabras como murmullo y susurros?

–El murmullo es eso que apenas alcanzás a escuchar. Como son textos que surgen del duelo, es lo que apenas decimos en voz baja. La poesía que me interesa es sutil: deja entrever algo y se borra enseguida. Es el tipo de literatura que me interesa escribir y también leer. Lo que no es grandilocuente, lo que no es vociferante, lo que no tiene certezas, lo que, como dirían en México, “no se la cree”.

–La frase “todos volvieron mudos del frente de batalla” de Benjamin refiere claramente al horror político, pero también podría tener su correlato con el duelo amoroso. ¿Comparte esta equivalencia?

–Sí, en parte sí, porque justamente esas experiencias tienden al silencio, ¿no? ¿Cuáles son las personas más amadas y cercanas? Aquellas con las que te has ganado el derecho al silencio; es muy linda esa idea de que te encontrás con alguien muy querido y las complicidades pueden ir más allá de las palabras.

–¿Por qué en los poemas no aparece una lengua permeada por el habla mexicana?

–Tampoco por la lengua argentina; como mi poesía no tiene coloquialismo, queda muy abierta. Mi conciencia sobre la lengua surge con el exilio. Como llegué en la adolescencia a México, hice un gran esfuerzo por volverme una adolescente mexicana. Yo puedo estar acá hablando con un mexicano y me doy vuelta y te hablo a vos en argentino. Así he funcionado a lo largo de 35 años. Yo uso poco la lengua coloquial; es un constructo que he armado y que es el resultado de juntar esas dos lenguas que tengo ahí...

Y por ahí ronronea, en lo profundo de su ser, una palabra con la que ha titulado una de sus novelas, Saudades. “Tabucchi dice algo genial sobre el tema. Las saudades portuguesas no sólo son nostalgias de lo que fue, de lo que pasó, de lo que perdimos, sino nostalgia de aquello que pudimos haber tenido y sin embargo no vivimos, de los futuros posibles. Esa idea de la nostalgia del pasado y de los futuros que no fueron me parece maravillosa. Y tiene que ver mucho con Vestigios; los vestigios son el paso del tiempo, pero también las posibilidades que no se dieron”, compara. “Javier Marías lo dice de otra manera en La negra espalda del tiempo: todo lo que pudimos haber vivido y no vivimos queda en la negra espalda del tiempo. Marías parte de la foto de un hermanito, al que ni siquiera conoció. El primer hijo de sus padres murió cuando era un chiquito de dos o tres años. El tiene la foto de ese hermano, Juliancito, y construye el relato a partir de ese chico que no tuvo futuro y quedó en la negra espalda del tiempo.”

–Este interés por lo que pudo haber sido, ¿cree que le viene de la experiencia del exilio?

–Quizá surge del exilio pero, ¡cómo saberlo!... Está la idea de que pudimos haber tenido una vida acá, pero esa vida quedó en la negra espalda del tiempo. De hecho, tuvimos otra vida en otro lado, y eso hace que después de 35 años yo siga viviendo en México y venga, lo más seguido que puedo, a encontrarme con gente querida y ver a mi familia. Y siempre regreso con la sensación de qué hubiera pasado si me hubiera quedado o qué pasaría si volviera. Son todos juegos de la imaginación; uno puede jugar con esas posibilidades. Pero en el ’83 se terminó el exilio. Yo no soy de las plañideras del exilio. El llanto por el exilio no tiene que ver conmigo; entiendo que hay un dolor de base, creo que todos los seres humanos tenemos un dolor originario, pero no comparto para nada el lado plañidero del exilio, porque a mí me permitió descubrir un mundo maravilloso que disfruté en mi adolescencia. La patria es una construcción imaginaria: yo tengo una patria imaginaria donde hay cosas de México y Argentina. Y siempre digo que en una patria crece mi hija y en otra envejece mi padre; en una tengo pasado y en la otra tengo futuro. Y vivo así. Cuando se terminó el exilio, estar afuera o no se convirtió en una elección. Y yo elegí quedarme en México.

–¿Cómo funciona el “compendio” de citas que hay en Vestigios, como las de los poetas Edmond Jabès y José Angel Valente?

–Cualquier experiencia de creación no deja de ser una experiencia colectiva. En el momento en que me siento a escribir, junto conmigo se sientan todos los libros y todos los autores que me han marcado. Valente es un poeta que me encanta, no sé si se lee mucho en Argentina; pertenece a lo que los españoles llaman “los poetas del silencio”. Me interesa esa relación con cierta búsqueda del silencio que conecta de una manera laica con lo inefable de la poesía; por eso Valente y Edmond Jabès. Cuando vivís una experiencia como el exilio, es muy obvia la marca de la historia. Y sin embargo, cuando escribo poesía, no es la marca de la historia lo que está presente; aunque aparece, pero siempre de una manera muy sutil. Creo que las citas es un modo de reconocer a aquellas voces que me acompañan cuando estoy escribiendo.

Entre un silencio y otro, Lorenzano vislumbra las huellas de esas voces. “Una parte de mi formación tiene que ver con las feministas, que usan un concepto que me gusta mucho: ‘la mirada oblicua’. No hay que fijar la cultura de pertenencia ni el lugar de residencia; todo lo ves desde un ángulo sesgado, en chanfle. Ese lugar me interesa para la escritura.”

Noé Jitrik en "Página 12"

La nada y las cosas

Por Noé Jitrik
El inolvidable John Lennon escribió y cantó “Nothing is real”, una sentencia cuya profundidad y fuerza sugestiva, poética, no se le puede escapar a nadie, aunque se pueda percibir en ella un tenue dejo budista: se sabe de qué modo él y sus amigos fueron atraídos por esa lejana y serena filosofía. Pero eso no importa: importa más bien el alcance de esa frase: ¿acaso no hemos sentido todos, alguna vez, que eso que llamamos real estaba ausente o se nos perdía, que no perduraba, que el aire parecía llevárselo todo? En especial todas esas probables cosas que están como contenidas en el “nothing” que, por esa razón, no es “la nada” o una nada absoluta sino una expresión de lo inalcanzable de las cosas, nuestra impotencia.

Ese modo de decir tiene su historia; los estoicos griegos lo sospecharon y los idealistas creyeron encontrar la solución; el propio Mallarmé, que escribió un soneto, que se desdice a sí mismo dejó su soneto como un algo que no terminamos de entender. Incluso, Marshall Berman, parafraseando al mismo Marx, consumado filósofo de las cosas que perduran en la historia y en la sociedad, también lo dijo, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, aunque con menos carga subjetiva y filosóficamente dolorida.

Volviendo a Lennon estado de ánimo se dirá, pero que es evidente que no todos los seres humanos comparten: algunos, muchos, no se dan cuenta de lo que encierra esa frase, viven en la ilusión convencidos de que lo que es es y lo que no es no es; otros combaten lo que eso podría querer decir expresándose, a sabiendas, mediante férreas sentencias marxistas, que sólo los filósofos idealistas, o Jorge Luis Borges, se animan a contradecir al costo de un inmediato vilipendio. Haciendo poco caso de los sentimientos que brotan de dicho idealismo, los marxistas de todo tipo proclamaron y proclaman, a voz en cuello, que lo único que existe es la realidad o sea que “todo” es real, aun lo mental, no ya las figuraciones del imaginario cuya realidad de cosa desborda su carácter específico: una pintura es un objeto a la vez perceptible e imaginario. Se supone que saben lo que es la realidad, además de percibir lo inmediato de las cosas que integran ese “todo” y de sentir su peso.

¿Cómo oponerse a ello? Pero, al mismo tiempo, ¿cómo renunciar a ese sentimiento de incertidumbre, de filtración o de pérdida que nos entristece y nos hace penetrar en una dimensión temblorosa, como si nos arrojáramos, sin saber nadar, en un profundo cenote pero que al mismo tiempo nos confiere el don de la transitoriedad, en suma, de percibir y sentir lo que se pierde?

Nadie ignora que la afirmación anti Lennon, pro-proto-filo-post marxista, es compartida, en un nivel superior –en el otro no hay problema, al pan pan y al vino vino– por todos los que intentan cauterizar las heridas que afligen al mundo, lo cual ha dado origen y sostén a políticas muy inmediatas y concretas: ningún político prosperaría si no se ocupara de las cosas concretas, diría alguno con toda convicción, si no se atribuyera comprenderlas y si por dudar de su existencia renunciara a hacer algo con ellas. No se podría, teniendo en cuenta el dolor que reina en el mundo y la necesidad de paliarlo, pensar de otro modo, aun no siendo secuaces de Lenin: Juan Domingo Perón, no precisamente uno de sus herederos, decía con duro e irrefutable acento: “la única verdad es la realidad”. “¿Qué es para usted la verdad, qué la realidad?” se le podría haber preguntado, pero eso parece tan obvio que casi es tonto decirlo. La realidad era lo que estaba enfrente, con una contundencia casi ofensiva: admitirlo desbarataba toda pregunta, todo cuestionamiento y si permitía actuar sobre ella entonces ahí estaba la verdad, no en las meras criaturas de la mente.

¿Qué valor, por lo tanto, tiene la frase de John Lennon? Se le podría decir que, en efecto, estamos de acuerdo, nada es real, pero la frase que dice que nada es real posee un nivel de realidad irrefutable, tanto que da lugar a una bella canción que todo el mundo entiende, como canción, no como un “es así” con el que es imposible manejarse. ¿Hay un antagonismo entre la poesía y las cosas? Más bien poesía y cosas circulan juntas como por un río subterráneo que las une y las hace indistintas, una y otra tienen la consistencia de los sueños.

Se puede, en consecuencia, negar o afirmar lo real, siempre quedará, como un “algo” sólido y que no se desvanece, la afirmación o la negación, las palabras que lo enuncian y que son, ellas, inmortales, las conozcamos o no. Para los idealistas tradicionales ser era ser percibido, o sea cuando hay una conciencia que las distingue y desaparecen cuando esa conciencia se eclipsa o se distrae pero, al mismo tiempo, esa conciencia no sólo precede a la percepción sino que es despertada, si está dormida, o creada, si no existe todavía, por algo que es exterior a ella.

Creo, a esta altura del razonamiento que la frase en cuestión es más una queja que otra cosa: la queja se produce porque las cosas reales nos son esquivas, porque las perdemos o porque no las hemos llegado a poseer. Queja amorosa, queja por el tiempo que se lo lleva todo, queja por la muerte que acecha o porque la poesía derrota a la muerte sólo en las palabras, no en el sujeto capaz de producirla. Quizás, inclusive, queja trivial porque todo eso que la motiva ya lo conocemos, está en nosotros desde que nacemos y en relación con todo. “¿Para quién te acicalas, vanidoso? Para la muerte”, pone en un epígrafe Arturo Cerretani en una de sus memorables novelas, como si nos quisiera recordar que un poeta llamado Francisco de Quevedo pasó toda su vida tratando de entender que la muerte no espera. Obviamente, no lo entendió, pero nos dejó una preciosa herencia: “serán ceniza mas tendrá sentido, polvo serán mas polvo enamorado”.

9 de junio de 2011